IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Sensibilidad cambiante

Cualquier lector o lectora que frecuente estas líneas sabe que la vivencia, influencia y sentido de las emociones es un tema recurrente; y es que son nuestra garantía de autenticidad vital y nuestros marcadores de cómo nos va en general. Conocer su funcionamiento y tendencia al automatismo nos permite apreciar su razón de ser cuando nos superan y hacer algo para que nuestra conducta no se desparrame, lo cual influye de nuevo en lo que sentimos, por ejemplo: «¡Uy! Creo que esta vez me he excedido». El estar abiertos a sentir estas emociones y a reconocerlas facilita la conciencia de la experiencia que estamos teniendo de una relación, momento vital o actividad relevante, lo cual nos permite hacer ajustes generales para estar mejor a largo plazo, por ejemplo: «¿Cómo me siento habitualmente?».

Poder reconocerlas en los demás también nos da la oportunidad de adaptarnos, anticiparnos y crear relaciones ajustadas a lo que unos y otros queremos y necesitamos, lo cual influye socialmente más de lo que creemos, por ejemplo: «Hoy es un día para celebrar tu éxito, me sumo». Y sumado a todo ello, también merece la pena saber cómo la experiencia de las emociones, es decir, su percepción, su comprensión y su manejo en términos conductuales, cambia a lo largo de la vida, probablemente asociada a cambios biológicos espontáneos pero también al aprendizaje.

Un estudio reciente publicado en la revista de Psicología Experimental “Journal of Experimental Psychology” trata de arrojar luz sobre esta cuestión. Un grupo de psicólogos del Laboratorio Tecnológico para la Salud Cognitiva y Cerebral de Massachusetts ha tratado de relacionar los periodos de mayor riesgo de aparición de perturbaciones psicológicas y las diferencias en cómo la gente de diferentes edades percibe las emociones; en resumen, han tratado de hacer un mapa de la sensibilidad emocional a lo largo de la vida para relacionarlo con los problemas psicológicos característicos de cada etapa. Para ello han evaluado a 10.000 personas entre 10 y 85 años, mostrándoles una serie de fotografías en las que aparecían rostros con distintas expresiones emocionales sutilmente diferentes unas de otras y pidiéndoles que afirmaran de qué emoción se trataba.

Los resultados confirman lo que la experiencia ya apunta. Sabemos que la adolescencia es un momento de dificultad por muchas razones, pero también sabemos que esta vivencia varía unos años después. Bien, pues esto concuerda con una tendencia entre los sujetos más jóvenes del experimento a detectar más pistas faciales que les lleven a deducir que la emoción representada es miedo o agresividad que los sujetos de mayor edad.

Esta es la edad en la que las personas estamos más en sintonía con las vibraciones que indiquen un riesgo social de algún tipo, lo cual culmina en el hallazgo del lugar que ocupamos socialmente en adelante, y en concreto, esta sensibilidad a la agresividad y cómo se desarrolla influye de forma determinante en cómo afrontamos la vida en años posteriores.

Lo que también aparece en los resultados es que esta sensibilidad visual a estas emociones va disminuyendo a medida que envejecemos, pero no así las pistas que llevan a la emoción de alegría. Es decir, a medida que vamos ganando años, la percepción vital en general suele estar más poblada de emociones positivas que durante años anteriores, dejando pasar quizá las oportunidades de enfrentamiento o el temor desconcertante de la juventud.

Una de las teorías es que la percepción de que el tiempo avanza inexorable hace más sensato vivir en el lado alegre de las cosas. Ojalá lo pudiéramos saber de antemano, porque la percepción juvenil de la agresividad y el miedo, y la ansiedad resultante, estadísticamente es muy superior a la probabilidad real de que algo así suceda.