IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Comerse las emociones

Son las diez de la noche, tras un día trabajando, cuidando, planificando; y no ha sido un día particularmente agradable en términos de relaciones. Así que nos vamos descalzando con un poso difuso en las tripas de cierto aburrimiento, estrés o insatisfacción. Y, de repente, nos invade una sensación de hambre; cenamos entonces lo que no está escrito y, al terminar, una punzada de remordimiento. Comer así en días como estos parece no tener tanto que ver con los nutrientes que necesitamos, sino más bien con el efecto que tiene la comida en nosotros emocionalmente. Pero empecemos por las hormonas.

El estrés y la insatisfacción llenan nuestra sangre de cortisol, una hormona especializada en movilizarnos para reaccionar ante las amenazas, lo cual incluye afilar nuestros reflejos y también pedir una ingesta de carbohidratos, azúcares y grasas –ya que sabe que eso nos dará energía para afrontar el “peligro” físicamente, aunque este no sea físico–. Otra hormona que participa es la dopamina, la que llaman la hormona de la recompensa, que nos llena de satisfacción al cubrir una necesidad. Comer hace que la segreguemos, pero anticipar que vamos a comer, también. Y por último la serotonina, la “hormona de la felicidad”, y los aminoácidos necesarios para producirla –triptófano–, están en la comida.

Así que, de base, el hecho de comer equilibra hormonalmente el desequilibrio que provoca el estrés. Dicho así, suena lineal y un proceso de causa efecto: si estoy estresado, como y se me pasa. Lo cual es cierto… por un ratito; cuando el “chute” acaba, tenemos que seguir lidiando con el estrés que teníamos antes, más la vergüenza, el remordimiento o la crítica. En definitiva, comer emocionalmente no nos sirve para estar mejor, aunque nos alivie.

Los hechos no tienen significado en sí mismos, se lo damos, y comer no es una excepción. Comer nos sirve principalmente para nutrirnos y mantener nuestro cuerpo y nuestra mente en las actividades que tenemos y queremos hacer, pero comer en sí mismo no nos cambia emocionalmente, no cambia nuestro bienestar general –sin olvidarnos de que hablamos desde este lado del mundo– ya que tenemos la enorme suerte de que eso está asegurado. Sin embargo, comer está asociado cultural e individualmente con tantas otras cosas que la nutrición en sí pasa a un segundo plano con demasiada frecuencia, y en particular, está asociado a estar juntos. Celebramos con comida, nos juntamos en torno a la comida, y por tanto, cuando necesitamos celebrar y juntarnos pero no tenemos con quién, lo lógico es tirar de la otra parte de la díada: la comida.

La comida nos trae además los recuerdos de esos eventos, los cuales también generan emociones y cambios hormonales, así que tiene lógica. Por otro lado, cuando comemos así, también preferimos la incomodidad conocida de lidiar con esa vergüenza, remordimiento o crítica posteriores –al fin y al cabo solo tenemos que lidiar con nosotros mismos– que afrontar lo que genera el estrés e insatisfacción anterior a la comida, lo cual solemos vivir como menos controlable y, por tanto, más amedrantador.

Nos hacemos el trato de sustituir uno por otro… Bueno, hacemos lo que podemos. Sin embargo, quizá podemos cuidarnos un poquitín mejor, o afinar el cuidado si nos hacemos conscientes de este mecanismo y tomamos el control con preguntas concretas como ¿realmente hace tanto que no como? ¿estoy ansioso por algo concreto? ¿Con quién me gustaría estar ahora mismo si pudiera elegir? E, incluso, ir más allá: ¡Ah, pues voy a llamar a esa persona! o estoy harto de esta situación, a partir de mañana no voy a pasar una más o, incluso, echo de menos a…

Y veremos cómo ese nudo de las tripas del inicio de este texto, adquiere otro sentido. Mientras tanto, no hace falta agobiarse, y el chocolate, la rodaja de chorizo o las patatillas pueden ser una herramienta… a nuestro servicio.