Cristian Sarmiento
La joya de mozambique es un campo de refugiados

Grande Hotel: demasiado lujo y mucha ruina

Esta es la historia de un edificio construido para ser el hotel más lujoso de África que nunca pudo cumplir con sus expectativas. El Grande Hotel de Beira, en Mozambique, pagó desde el principio una inversión desmedida. Durante 65 años, sus fastuosas instalaciones han acogido a distintos huéspedes: de residencia para potentados pasó a ser base militar y ahora es el hogar de tres mil ocupantes ilegales. Pese a su actual estado de ruina, ha aguantado la embestida del ciclón Idai siendo una de las pocas estructuras de esa línea de costa que no ha sufrido daños.

A mediados de la década de 1950, durante la colonización portuguesa de Mozambique, se alzó en el horizonte de la ciudad de Beira, a orillas del océano Índico, el que fue considerado entonces el hotel más lujoso del continente africano. Un coloso arquitectónico art déco de 21.000 metros cuadrados y exquisitas instalaciones para proporcionar alojamiento de lujo a la alta sociedad portuguesa, inglesa y de sus respectivas colonias. Las instalaciones contaban con boutiques, restaurantes, oficina de correos, banco, sala de proyecciones e incluso piscina olímpica.

Sin embargo, este proyecto ostentoso y elitista, no solo convertiría al Grande Hotel en un símbolo del orgullo colonial, sino que también lo precipitaría estrepitosamente a la ruina. Tras una construcción que triplicó el presupuesto inicial se ansiaba la llegada de distinguidos huéspedes, pero los blancos que vivían en el sur de África no podían permitirse tal nivel de lujo. Además, Beira no consiguió hacerse un hueco entre los lugares de vacaciones preferidos de la alta sociedad colonial. La baja ocupación del hotel pronto hizo insostenibles los gastos de mantenimiento y de personal necesarios para su funcionamiento, obligando a cesar su actividad tan solo ocho años después de la inauguración.

Durante la década siguiente, tras el cierre, el Grande Hotel tuvo una segunda oportunidad. Debido a su inusual tamaño e instalaciones quedó a disposición para acoger grandes eventos institucionales y ceremonias, pero solo llegó a utilizarse en dos únicas ocasiones. La primera vez fue para recibir a los miembros del Congreso de Estados Unidos que estaban de crucero por el Índico, y la segunda para celebrar la boda de Patucha Jardim, la hija del entonces Secretario de Estado de Mozambique, Jorge Jardim. La piscina del hotel, en cambio, sirvió como base de entrenamiento para el equipo nacional de natación, por ser la única con dimensiones olímpicas en toda la colonia.

En 1975, tras la Guerra de Independencia, el Frente de Liberación de Mozambique (Frelimo) tomó el control del Grande Hotel, convirtiéndose en la oficina del Comité Revolucionario, organismo encargado de establecer el socialismo en la ciudad de Beira y en la provincia de Sofala. Durante esta época el uso de los espacios del hotel se fue adaptando a las necesidades del partido, y mientras que la sala principal fue el lugar de reuniones y actos de gobierno, el sótano quedó convertido en prisión para los opositores del nuevo gobierno.

Dos años después, tras estallar la Guerra Civil, el Grande Hotel se convirtió también en base militar del grupo Frelimo. En el otro bando, el grupo anticomunista Renamo (Resistencia Nacional Mozambiqueña), financiado por Rodesia y Sudáfrica, se oponía con violencia al partido en el poder. A partir de 1981, los habitantes de la región que huían de la guerra fueron acogidos como refugiados en el Grande Hotel, que se convirtió en el hogar de los desplazados a causa del conflicto.

Al finalizar la guerra en 1992, tras quince años de permanencia, los militares abandonaron el edificio. Sin embargo, los refugiados se establecieron allí de manera permanente. En el frágil contexto sociopolítico provocado por la desmovilización militar y transición hacia la democracia, las autoridades permitieron a los refugiados quedarse en el hotel, mientras nuevos moradores fueron llegando durante los años siguientes huyendo de la pobreza. Fue a partir de entonces cuando empezó el verdadero ocaso del edificio, el cual todavía persiste en la actualidad.

Tres generaciones. Bernardo Sozinho llegó a Beira hace unos años desde su ciudad natal, Quelimane, a unos 500 kilómetros al norte, buscando un futuro y un buen lugar en el que formar una familia. «Yo aún no había nacido cuando construyeron el hotel, pero mis padres siempre me contaban la historia de la ciudad de Beira y del Grande Hotel. Decían que era muy bonito, que tenía todo acristalado. Pero luego, tras la marcha de los militares, los habitantes que habían llegado empezaron a llevárselo todo». Durante el periodo de posguerra, los refugiados fueron aprovechando los materiales del hotel como vía de supervivencia y en consecuencia el inmueble fue deteriorándose progresivamente: La madera que embellecía los suelos y escaleras sirvió de leña para cocinar; las ventanas, metales, tuberías, azulejos, grifería y mármol fueron saqueados por sus propios habitantes, que necesitaron venderlos para obtener el dinero con el que subsistir.

«Cuando yo llegué a Beira primero estuve viviendo en el barrio de A Massamba. Por aquel entonces era mi cuñado quien vivía en el Grande Hotel. Llegó un momento en que ya no podía asumir el pago del alquiler y mi cuñado me ofreció venir a vivir aquí hasta pasar la mala racha. Cuando me enseñó la habitación no me gustó nada, pero estaba desesperado, y entonces mi mujer y yo nos mudamos aquí. Ahora no veo el momento de marcharme porque estamos formando una familia y, realmente, no tengo otra salida. Podría decir que ya soy nativo de aquí», dice Sozinho.

Actualmente, el Grande Hotel sigue siendo un lugar de peregrinación para quienes no tienen dónde ir y se ha convertido en la casa de alrededor de tres mil habitantes en situación de exclusión social. Algunos de ellos ya son de tercera generación; muchos niños que nacieron en el hotel hoy en día crían a sus hijos en este mismo lugar, atrapados por la pobreza. Las 116 suntuosas habitaciones han sido seccionadas, divididas en su interior con paneles de madera, transformadas en pequeños habitáculos que acogen numerosas familias. En los antiguos espacios comunes se han construido barracas, letrinas y tenderetes, sin dejar rastro del refinamiento con que fueron diseñados. No hay electricidad ni agua corriente. El suministro eléctrico y el funcionamiento del alcantarillado fueron retirados ante el riesgo de incendio y derrumbamiento del edificio. Algunos residentes, sin embargo, han hallado la manera de conectarse a la red eléctrica de manera clandestina para tener alumbrado dentro de sus casas.

Un foco insalubre. Por su parte, las autoridades municipales y gubernamentales, pese a no ser los propietarios legales del edificio, siguen sin ofrecer una solución definitiva a la dramática situación del Grande Hotel. La estructura sigue debilitándose con el paso del tiempo –y eso que ha aguantado en pie el reciente paso del ciclón Idai– y, debido al actual estado de deterioro, su rehabilitación ya ha sido descartada. La demolición y reurbanización podrían ser la solución definitiva, pero la falta de inversores y la difícil reubicación de las familias mantienen a sus moradores en la incertidumbre.

Mientras tanto, la escasez de saneamiento es general y la acumulación de basura y aguas residuales en el interior y alrededor del edificio han convertido el sitio en un foco de insalubridad con el consecuente riesgo de contagio de enfermedades. Pero vivir en el Grande Hotel tampoco está exento de otro tipo de peligros, tal como cuenta Elisa Domingo, que llegó hace diez años y vive en una de las estancias del sótano junto con su marido y sus dos hijos. «Aquí ocurren muchas cosas. Donde vive mucha gente los problemas, la confusión y la lucha no se acaban. Nosotros ya nos hemos acostumbrado a todo tipo de comportamientos porque aquí cada uno vive a su manera. (…) A veces ocurre que las personas salen a beber y, al volver de noche, como aquí no hay electricidad y no se ve nada, se desploman. Al día siguiente nos encontramos el cuerpo sin vida. O en verano, cuando el calor no te deja dormir, la terraza se llena de gente que sube a fumar, y sucede lo mismo. También hay peleas y reyertas con navajas. La situación está empeorando. Por eso quien consigue un poco de dinero y se lo puede permitir se compra un terreno y empieza a construir una casa para marcharse de aquí. Y, como la vida está difícil, en cuanto alguien deja el hotel, rápidamente viene otro a ocupar su lugar», concluye.