Juanma Costoya

Vidas ejemplares, muertes paralelas

Nacido uno en Sevilla (Antonio Machado, 1875-1939) y otro en Berlín (Walter Benjamin, 1892-1940) dedicaron ambos sus vidas a luchar contra el totalitarismo. Escritor y poeta, catedrático de francés y activista republicano el primero; marxista heterodoxo, filósofo, sociólogo y crítico de arte el segundo. La hora trágica que les tocó vivir determinó que sus muertes tuvieran lugar muy cerca, a uno y otro lado del Pirineo, en Portbou y Cotlliure, huyendo Machado del fascismo y Benjamin del nazismo.

Apenas treinta kilómetros separan Portbou de Cotlliure (oficialmente, Collioure), unidas ambas localidades catalanas –una en el Alt Empordà, en Girona; la otra, en el Rosselló de la Catalunya nord– por un mismo mar y una estrecha carretera de curvas en herradura. Las últimas estribaciones de los Pirineos se suavizan aquí antes de sumergirse en el Mediterráneo. La aspereza de la vertiente sur se suaviza un tanto al dejar atrás la frontera exhibiendo una naturaleza humanizada compuesta por vides aterrazadas y colinas salpicadas de pinares entre los que sobresalen casas blancas flanqueadas por cipreses. En los días luminosos, el conjunto destila una atmósfera relajada y pintoresca. Esa misma luz fue la que intentaron atrapar en sus lienzos los pintores que dieron fama a Cotlliure: Matisse, Chagall, Dufy y Picasso.

Sin embargo, las decenas de miles de refugiados que cruzaron en oleadas esa frontera durante el invierno y la primavera de 1939 estaban muy lejos de esos matices. La lluvia había convertido los caminos en barro y el negro y el gris eran los colores predominantes en su ánimo y en el paisaje circundante. Las carreteras estaban atascadas con los más diversos vehículos: carros, animales de tiro, tractores, camiones, piezas de artillería. Por todas partes una multitud hormigueaba llevando a cuestas las escasas pertenencias rescatadas. Antonio Machado y su pequeño séquito, compuesto por intelectuales republicanos, su hermano José y su anciana madre Ana Ruiz, habían dejado Barcelona en los primeros días de enero. La ciudad ya no era segura. Tras la toma de Tarragona por el general Yagüe las incursiones de la aviación italoalemana sobre la Ciudad Condal eran frecuentes. Machado había publicado su última colaboración en “La Vanguardia” del 6 de enero. En ella denunciaba el abandono de la República española por parte de Francia e Inglaterra y señalaba con clarividencia que la política de apaciguamiento con Hitler no evitaría una contienda a escala mundial.

Una caravana de ambulancias los conducía hacia la frontera por la carretera litoral dejando atrás los pueblos costeros: Masnou, Premià, Mataró, Arenys de Mar…El 23 de enero alcanzaron Girona. Las salidas estaban atascadas y hubo que atajar por caminos y carreteras comarcales. En Cervià del Ter disfrutaron de la hospitalidad del alcalde y de la primera comida caliente en días. Allí se alojaron en Can Santamaría, una masía en la que el poeta trató de confiar su maletín de trabajo. Le preocupaba que debido a la vorágine se perdieran sus papeles entre los que, se especuló más tarde, podían encontrarse las cartas a Guiomar, su musa. La administradora de la finca se negó aduciendo que no podía contraer esa responsabilidad. Apesadumbrado y exhausto, el poeta y sus acompañantes retornaron al camino. Cerca ya de la frontera se levantó un fuerte viento y ráfagas de lluvia helada se abatieron sobre la multitud. La ambulancia que lleva a Machado quedó atascada por el gentío y el autor de “Campos de Castilla” y sus acompañantes pusieron pie en tierra. En el vehículo quedaron sus escasas pertenencias, incluido el maletín de trabajo que tanto le preocupaba. Joaquín Xirau, uno de los testigos de esta trágica hora, recordaría a la madre del poeta, Ana Ruiz, los ojos febriles y el pelo empapado pegado a su anciano cráneo. La noche se echaba encima. Parece que Machado trató de volver a recuperar su maletín pero la barahúnda lo hizo imposible empujándolo carretera arriba hacia el control fronterizo.

Machado, ligero de equipaje. Una vez superado el alto de Els Balitres (Los Límites) la frontera aparecía ya a la vista. Los tiradores senegaleses, un cuerpo colonial francés, arreaban aquí a los refugiados como ganado separando sin contemplaciones a los padres de sus hijos y a las mujeres de los hombres. Estos últimos fueron internados en los campos de concentración de Argelès-sur-Mer y Saint Cyprien hacinados por miles en condiciones infrahumanas. Dada su condición de destacados intelectuales republicanos el pequeño grupo en que se integraba Machado pudo evitar ese destino y completar el corto recorrido hasta Cotlliure en tren. Según recoge Ian Gibson en su obra “Ligero de equipaje”, su biografía de Antonio Machado, en el andén de llegada un trabajador, Jacques Baills, les recomendó el hotel Bougnol Quintana por económico. La madre del poeta hubo de ser llevada en brazos mientras preguntaba: «¿Hemos llegado ya a Sevilla?». A pesar del corto recorrido, el pequeño grupo se paró a descansar en una plaza anexa al hotel. Allí, Juliette Figuères, propietaria de un pequeño negocio, dispuso unas sillas y les ofreció un café con leche. Estas dos personas, Figuères y Baills, resultarían providenciales para los últimos días de la vida del poeta. La primera le socorrería con tabaco y ropa y Baills le prestó los últimos libros que el poeta hojeara: “El mayorazgo de Labraz”, de Baroja; “Los vagabundos”, de Gorki, y una breve biografía de Blasco Ibáñez.

Machado se enclaustró en el hotel de donde solo saldría un par de veces para recorrer los apenas trescientos metros que lo separaban del mar. Con el paso de los días su salud se deterioró sin remedio. El asma crónico que padecía se complicó con un fuerte resfriado que derivó en neumonía. A las tres y media de la tarde del miércoles 22 de febrero de 1939 moría en su habitación del Bougnol Quintana. A su lado, separada por un biombo de tela, agonizaba su madre. La noticia de su fallecimiento corrió como un reguero de pólvora entre los refugiados. Al Ayuntamiento de Cotlliure comenzaron a llegar telegramas de condolencia, entre ellos el de Manuel Azaña, quien había cruzado la frontera unos días antes. El Gobierno francés, enterado al fin de la importancia pública del poeta, concedió un permiso temporal para que doce soldados presos pertenecientes a la Segunda Brigada de Caballería del Ejército republicano llevaran el ataúd a hombros hasta el cementerio. Se han conservado fotografías que muestran sus rostros serios y los uniformes de campaña abrochados hasta el último botón. También sus apellidos que flotan sobre las instantáneas sin poder ser adjudicados: Sancho, García, Vega, Franco, Rivada, Padín. Cubriendo el catafalco de Machado un último regalo de Juliette Figuères, la mercera de Cotlliure: una bandera republicana confeccionada la misma noche de su muerte.

Las muertes de Walter Benjamin. Las versiones sobre la muerte de Benjamin, al contrario que la de Machado, tan documentada y llena de testigos, abundan en contradicciones y lugares de sombra. Es conocida su nota de suicidio: «En una situación sin salida, no me queda más opción que acabar con mi vida. Es en un pequeño pueblo de los Pirineos, donde nadie me conoce, que mi vida acabará. Te encomiendo que transmitas mis pensamientos a mi amigo Adorno y le expliques la situación en que me encuentro. No tengo tiempo suficiente para escribir todas las cartas que me hubiera gustado escribir». En realidad, la nota manuscrita por Walter Benjamin y confiada a Henny Gurland, una de sus acompañantes en el paso clandestino de la frontera, fue destruida casi inmediatamente por ésta, temerosa de sus consecuencias. Gurland la rememoraría días más tarde en el dorso de una tarjeta postal. Los partidarios de las teorías conspiratorias se aferran a hechos como este para abonar la teoría del asesinato frente a la consideración general del suicidio de Benjamin.

La historia de su huida final comenzaría unas semanas antes. Como tantos otros miles de refugiados Walter Benjamín abandonó París y se encaminó hacia la Marsella aún controlada en 1940 por el régimen colaboracionista de Vichy. La ciudad era un hervidero de gente. Refugiados procedentes de Alemania, Austria, Hungría y Checoslovaquia se unían a los franceses que trataban de conseguir una plaza en los cargueros que con cuentagotas zarpaban del puerto. Muy pocos lo consiguieron. Benjamín tampoco. No tuvo la suerte que acompañó meses más tarde al sindicalista de Eibar Toribio Echebarría, quien dejó atrás la Europa ocupada a bordo del “Capitaine Paul Lemerle”, un carguero en el que también huyeron, entre otros, el antropólogo Claude Lévi-Strauss y el padre del surrealismo André Breton.

Marsella era en realidad una ratonera con sus cafés y hoteles controlados por confidentes de la Gestapo y de la GPU, la policía política de Stalin. En su calidad de judío marxista, sociólogo, filósofo y crítico de arte Walter Benjamin había atraído la atención de Varian Frey, un periodista norteamericano que, bordeando la legalidad o infringiéndola, tramitaba visados hacia América desde Marsella. Su misión era salvar a la intelectualidad europea de manos de los nazis y gracias a su intervención decenas de pensadores y artistas pudieron fugarse en el último minuto de la Francia ocupada. Entre ellos, Hannah Arendt, Marcel Duchamp, Marc Chagall. Jacques Lipschitz, Max Ernst, Arthur Koestler y tantos otros.

También Walter Benjamin consiguió un visado para Estados Unidos y un pase para alcanzar la frontera española en tren. Sin embargo, con 48 años cumplidos y una salud quebrantada optó por acogerse a los servicios de Lisa Fittko, una pasadora inexperta, y cruzar la frontera por el monte. ¿Por qué? De nuevo la especulación trata de llenar los huecos. Parece que Benjamin no optó en Marsella por mantener el perfil bajo aconsejado. En su lugar se dejó ver en los cafés del puerto en compañía de Otto Katz y Arthur Koestler, el autor de “El cero y el infinito”, con quien por cierto compartiría a medias las sesenta y seis pastillas de morfina que llevaba consigo como un seguro no ya de vida sino de muerte frente a cualquier detención o deportación. Los dos autores tenían tendencias suicidas (Koestler tras varios intentos acabaría suicidándose en 1983 en compañía de su joven esposa) y ambos habían iniciado ya un distanciamiento crítico con el comunismo estalinista. En esos días aún regía el pacto Molotov-Ribbentrop de no agresión entre Hitler y Stalin, lo que en la práctica se traducía, como subrayó Hannah Arendt, amiga de Benjamin, en una connivencia entre las dos policías secretas más eficaces y despiadadas de Europa.

Walter Benjamin temió un mal encuentro en el tren y prefirió acercarse anónimamente a la frontera siguiendo las viejas sendas de los contrabandistas, a pie, junto con un reducido grupo de refugiados. En el camino del Pirineo expresó su preocupación por el contenido del maletín que le acompañaba. En términos categóricos habló de la trascendencia del manuscrito que transportaba afirmando que su contenido era más importante que su persona y de que, en caso de que algo le sucediera, el texto debiera ser salvado. La guía, Lisa Fittko, los abandonó cuando ya enfilaban hacia Portbou. Benjamin alquiló una habitación en el hotel de Francia donde a no dudar había confidentes al servicio de la Gestapo. La Guardia Civil exigió comprobar en su pasaporte el sello de salida de territorio francés y, al no poder presentarlo, le anunció su inmediata deportación. Walter Benjamin no esperaría a la mañana siguiente al tren que lo devolviera al Estado francés. Esa noche, un miércoles 25 de setiembre de 1940, ingirió las treinta pastillas de morfina que le habían quedado tras su reparto con Koestler y que llevaba siempre encima desde que, en 1933, Adolf Hitler se alzase con el poder en Alemania. El médico de guardia de la estratégica localidad catalana, Ramón Vila Moreno, certificó su muerte como una hemorragia cerebral causada por el sobreesfuerzo.

En el pequeño cementerio, ubicado sobre una colina con vistas al pueblo y al mar, fue enterrado con el nombre de Benjamin Walter tratando de disimular su origen hebraico. El pequeño grupo que lo acompañaba prosiguió su ruta hacia Portugal sin más complicaciones tras pagar un soborno. La maleta negra arrastrada con esfuerzo por Benjamin por la montaña desapareció sin dejar rastro al igual que el manuscrito que contenía y que tanto le preocupaba.

Años más tarde su íntima amiga, la filósofa Hannah Arendt, autora de “Eichmann en Jerusalén” y “Los orígenes del totalitarismo”, afirmó que el manuscrito desaparecido era una obra crítica con el marxismo estalinista y que Benjamin estaba preocupado por las repercusiones que pudiera tener en amigos cercanos como Adorno, Brecht o la Escuela de Frankfurt. Otras voces especularon con que el pesado maletín negro contenía, en realidad, información sensible sobre la diáspora intelectual que trataba de huir de los nazis. La intriga, compañera de Benjamin en los últimos días de vida, extendía una vez más su negra sombra hacia el futuro.