Pablo L. Orosa
sequía en ciudad del cabo

Día Cero. Un año después de la catástrofe que nunca ocurrió

El 12 de abril de 2018, Ciudad del Cabo ganó una guerra en la que no puede vencer. El temido «Día Cero», el momento en el que se cortaría el suministro de agua a todos los hogares y negocios de la segunda urbe más poblada de Sudáfrica, nunca llegó. Probablemente nunca llegue. Pero sus habitantes no tienen más alternativa que enfrentarse cada día a su sombra. Y por ahora, nadie ha sido nunca capaz de vencer a una sombra. Tampoco al cambio climático, como nos lo recuerda la fecha de mañana: 17 de junio, Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía.

Dicen que no hay nostalgia peor que la de lo que nunca jamás sucedió. Los hábitos se vuelven rutinas y con ellas a la vida le duele la pasión. Hace un año, a Margaret le dolía el jardín en el que había jugado con sus hijos, reído con su marido, soñado con ser campeona del mundo de natación. Hoy, lo único que le duele es la pierna de sus más de 70 años. La sujeta con una mano para bajarse del coche, mientras con la otra acaricia a los dos perros que le hacen compañía en la vivienda unifamiliar, de dos plantas y una casa de la piscina sin piscina anexa, en un barrio residencial a pocos kilómetros del centro de Ciudad del Cabo.

«Han dicho en la radio que el martes va a llover». Sin dar tiempo a una respuesta, rebusca una segunda opinión en la aplicación del tiempo del smartphone que le dejó su hijo antes de irse a inaugurar una escuela de surf en una ciudad cercana. En este último año Margaret ha aprendido dos cosas: a no fiarse de la predicción del tiempo y a no dejar de mirarla continuamente. También a lavarse los dientes con el grifo cerrado, a tirar de la cisterna una vez al día de no mediar causa mayor o a ducharse sobre un barreño para no desperdiciar ni una gota de agua.

Es lo que requería el nivel 6B de restricciones al uso de agua impuesto por la municipalidad de Ciudad del Cabo en febrero de 2018: 50 litros al día por persona, subida de tarifas al consumo, prohibición de llenar las piscinas, así como al uso de aguas grises o de fuentes autorizadas para lavar el coche o regar el jardín.

«Dicen que ahora la situación es mucho mejor, pero yo no me fío. Sigue sin llover y mira como están las plantas, todas secas», se lamenta. En el maletero de un utilitario sin dirección asistida guarda una docena de garrafas de plástico con las que cargaba el agua desde una fuente junto al río Liesbeek. 25 litros como máximo. «Ahora, como tengo así la pierna, hace mucho que no voy. Y mira cómo está todo», repite, con un gesto que induce tanta resignación como pena, señalando el jardín agostado donde los dos perros han ido a buscar la sombra de la única arboleda que aún florece. Una manguera resquebrajada cruza la floresta. Pero tampoco lleva agua.

El pasado 1 de diciembre, el Ayuntamiento rebajó las restricciones hasta el nivel 3 –105 litros de consumo autorizado al día y una disminución del coste del suministro de hasta un 70%–, pero Margaret no cambió una sola de sus rutinas. Siguió duchándose en un barreño y yendo a por agua a la fuente de Liesbeek mientras no le traicionó la pierna. A Robert, su marido, todo esto del “Día Cero” le ha agriado el carácter. Especialmente al ver a otros vecinos llenar sus piscinas o regar sus jardines sin preocuparse del agua malgastada. Porque en este apocalipsis hídrico hay mucho de cambio climático, pero también de racismo, corrupción y enredos políticos. Mucho, en definitiva, de Sudáfrica.

Enero de 2018: El anuncio. «Nadie en Ciudad del Cabo debe malgastar agua potable en el inodoro ni debe ducharse más de dos veces por semana por el momento», declara Helen Zille, presidenta de la provincia de Western Cape, exalcaldesa de la ciudad y líder del principal partido opositor en el país, Democratic Alliance (DA). Las seis presas con capacidad para 900 millones de metros cúbicos que abastecen la urbe apenas cuentan con reservas para una quinta parte de su capacidad. Cuatro años atrás estaban al máximo. Teniendo en cuenta las tasas de evaporación y las previsiones de consumo humano y agrícola de cara a la temporada de verano, el “Día Cero” queda fijado en el 21 de abril, cuando las reservas hídricas de la ciudad se reduzcan al 13.5%. Entonces, dejará de salir agua por los grifos y el suministro quedará restringido a 25 litros por persona y día. Habrá doscientos puntos de distribución repartidos por la ciudad.

Unos días más tarde, la sequía obliga a actualizar la fecha. El “Día Cero” será el 12 de abril. En la ciudad todos se hacen la misma pregunta. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Las lluvias de 2015 y 2017 fueron, cada una de ellas individualmente, las más bajas registradas en el último siglo. La combinación de los tres años representa una catástrofe única en 400 años. «Lo que ha ocurrido es una acumulación de sequías desde 2015, con un 2017 especialmente malo», resume Kirsty Carden, coordinadora de Future Water, el centro de investigación puesto en marcha por la Universidad de Ciudad del Cabo (UCT). En los baños de la institución, un cartel indica cuándo se debe tirar de la cisterna. Otro cómo vivir con 50 litros al día.

Las proyecciones auguraban una fuerte sequía provocada por el fenómeno de El Niño. Pero no una de estas dimensiones. Que fuera así de fuerte, tanto como para que Margaret olvidará lo que le gusta el petricor [nombre del olor que se produce al caer la lluvia en los suelos secos, equivalente al popular «tierra mojada» y que se define como el distintivo aroma que acompaña a la primera lluvia tras un largo período de sequía], había una probabilidad entre mil. Pero esta es precisamente una de las consecuencias del cambio climático: «La dificultad de predecir las precipitaciones en la región», apunta Carden. Rodeada por una cadena montañosa que da forma a sus infinitamente fotografiados acantilados sobre el Atlántico, el ecosistema hídrico de Ciudad del Cabo está gobernado por un delicado equilibrio climático que tan pronto combina prolongados periodos de sequía con descargas violentas de lluvia y viento que recuerdan por qué los portugueses llamaron a este lugar Cabo das Tormentas.

El aumento de la temperatura del océano lleva años agudizando el comportamiento climático de Ciudad del Cabo: «Hace que la disponibilidad de agua sea más errática y las sequías más frecuentes y severas», explica el investigador en gestión sostenible del agua de la Universidad de Twente Joep Schyns. Las predicciones alertan de que, aunque en el mejor de los casos los patrones de lluvias se mantengan, el incremento antropogénico de la temperatura provocará un aumento de la tasa de evaporación y, por consiguiente, multiplicará las posibilidades de un nuevo “Día Cero”.

«Si las previsiones del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en ingles) se cumplen, ciudades como esta estarán cada vez menos preparadas para afrontar las sucesivas crisis que irán sobreviniendo, lo que llevará más fácilmente a situaciones de emergencia», corrobora el investigador del departamento de African Futures & Innovation del Institute for Security Studies Zachary Donnenfeld. Para este primer apocalipsis, Ciudad del Cabo tenía aún un plan de choque.

Primavera 2018: la amenaza. En solo un año, el consumo de agua en la ciudad se ha reducido un 45%. No se riegan los jardines, las duchas son de dos minutos y con barreño y las piscinas un lujo inasumible. «Si estamos mejor es porque ha mejorado la concienciación ciudadana, porque consumimos menos agua, no porque se hayan resuelto los problemas estructurales», apunta Carden. En su guerra contra el “Día Cero”, el Gobierno municipal avasalla a turistas y vecinos: a los primeros con carteles, panfletos y multas, a los segundos con un aumento no progresivo de la tarifa de consumo doméstico de 26 a 40 rands (1,6 a 2,4 euros ) por kilolitro. A los agricultores y grandes consumidores de la industria extractiva también se les incrementa el precio, pero menos. El suministro municipal sí se les rebaja un 60%.

La alcaldesa, Patricia de Lille, visita personalmente las casas de aquellos vecinos que siguen gastando por encima del límite para instalar nuevos contadores. Días antes, su oficina publica una lista con los cien mayores consumidores de la ciudad. A sus conciudadanos, les pide que estén vigilantes ante quien no cumpla su parte para lograr reducir el consumo común por debajo de los 500 millones de litros al día. Que se vuelvan water impimpis, aludiendo al término con el que se conocía a los delatores negros durante el régimen del apartheid.

Un asociación local de agricultores, la Groenland Water Users Association, cede 10.000 millones de litros de la presa privada de Eikenhof para garantizar el abastecimiento de la ciudad. El colectivo, una versión renovada de los Consejos de Irrigación del apartheid, lleva años preparándose para hacer frente al cambio climático. Cuentan con acuíferos, reservas particulares y un sistema de canalizaciones capaz de purificar el agua del alcantarillado. Desde el comienzo de la crisis, han reducido su consumo en un 80%. Pero siguen suponiendo el 20% de todo el gasto hídrico de la región.

Tras la donación, el nuevo “Día Cero” queda fijado para el 9 de julio.

A vueltas con la huella hídrica. «En la crisis del agua hay otros factores tan o incluso más relevantes que el propio cambio climático. Existe una competencia por los escasos recursos hídricos cuyo principal motor es el aumento del consumo de agua para producir los bienes y servicios para la creciente población mundial», apunta Schyns, uno de los impulsores de la Water Footprint Network, un concepto, el de la huella hídrica, que ha transformado la perspectiva del “Día Cero”. La región de Ciudad del Cabo es el corazón de la industria vitícola del país que en 2016 exportó más de 425 millones de litros de vino a Europa y Estados Unidos: según los cálculos de la Water Footprint Network, requiere entre 100 y 200 litros de agua cultivar y procesar la uva para obtener 125 mililitros de vino. Aunque la mayor parte de este agua evaporada durante el cultivo se convertirá en lluvia, es muy improbable, especialmente con las nuevas condiciones climáticas, que caiga sobre los propios viñedos o en la provincia del Western Cape, por lo que se considera agua “perdida” para la región.

Con la producción de 2016, la pegada hídrica para la provincia fue de 428.000 millones de litros, a los que hay que sumar los 115.000 millones de litros de las 231.000 toneladas de cítricos exportados en 2017.

De ahí que a medida que la hecatombe hídrica se acercaba, cada vez más voces se alzaran contra este modelo agrícola y pidieran su deslocalización. «La gran utilidad del concepto de huella hídrica es que muestra los fines para los que se utiliza el agua, por ejemplo la producción de vino para la exportación y, por tanto, alimenta el debate sobre la asignación de los recursos hídricos en una región marcada por la escasez. La deslocalización de la producción debe ser un debate a llevar a cabo entre los empresarios locales y las autoridades», concluye el investigador de la Universidad de Twente. «No solo el vino, todo el sector hortofrutícola, del que depende la economía de la zona, tiene un gran impacto. Es necesario encontrar un equilibrio para una producción suficiente y sostenible porque tampoco se puede prescindir de su rendimiento económico. De hecho, este colectivo fue uno de los más afectados el pasado año perdiendo casi el 60% de la cosecha», tercia la coordinadora de Future Water.

A la ciudad le ha faltado planificación. A corto y a largo plazo. Desde 1995 a 2018, la población ha crecido desde los 2,4 millones de habitantes a los 4,3 millones, pero durante ese tiempo apenas se ha inaugurado un embalse; la Berg River Dam en 2009, lo que permitió aumentar en un 15% el volumen de almacenaje. «Las presas deberían ser suficientes, tampoco hay más espacio, quizás para aumentar el tamaño de los muros con los que ganar algo de capacidad, pero el impacto sería mínimo», continúa Carden.

Los planes municipales, la bautizada como “War on Leaks” (guerra a las fugas), se centran en mejorar todavía más el sistema de canalización y distribución de agua: «Solo con arreglar las tuberías de la ciudad se pueden recuperar entre 300.000 y 400.000 litros de agua», asegura Donnenfeld.

Este mismo año, el Gobierno central ha lanzado un programa estatal para formar y emplear a 15.000 personas en estas tareas, un movimiento que en Ciudad del Cabo entienden como una nueva traición. Llega tarde y es electoralista. Pese a que ya en 2004 saltó la primera alerta de un posible “Día Cero”, en 2015, el Ejecutivo del Congreso Nacional Africano (ANC), en el poder desde la caída del régimen segregacionista en 1994, no ha realizado ninguna gran inversión en infraestructuras hídricas para la región, feudo opositor del DA. Tampoco concedió los 35 millones de rands (2,1 millones de euros) solicitados en 2015 por el Gobierno provincial para perforar nuevos pozos y poner en marcha un programa de reciclaje de agua ni aceptó declarar a la región como zona catastrófica dos años después cuando ya eran cuantiosos lo efectos de la sequía. La decisión que, sin embargo, más denuncian los líderes locales del Western Cape es que no recortase hasta 2017 la asignación de agua para las explotaciones agrícolas, una discutida competencia estatal.

Para el AD, la catástrofe hídrica de Ciudad del Cabo resume todos los males del Gobierno del ANC, que ha reeditado su victoria estatal en los comicios de mayo pero vuelto a perder en la región de Ciudad del Cabo: la falta de preparación y la corrupción endémica. Así, los líderes opositores se han embarcado en una carrera de declaraciones apocalípticas que lo que ha dejado al descubierto al final ha sido una cruenta batalla interna: Mmusi Maimane, diputado nacional y mandamás del partido, se ha autonombrado responsable ante la crisis desautorizando a la exalcaldesa De Lille, a quien el presidente Ramaphosa ha nombrado recientemente ministra de Obras Públicas obviando su pasado opositor, y a su sucesor Dan Plato. Lo que no sabía Maimane es que la crisis del agua se iba a volver también una crisis racial.

Enero de 2019: tregua y preparativos. El día está algo nublado y parece que va a anochecer un poco antes de lo habitual. En uno de los puntos de suministro de Rosebank, junto a la avenida que atraviesa el barrio, hay una cola de vehículos esperando para entrar. Un par de jóvenes negros hacen negocio gestionando las plazas y otros se apresuran a cargar garrafas hasta los coches. Algunos conductores prefieren esperar y hacerlo por sí mismos.

Las reservas hídricas de la ciudad están al 47,5% y las restricciones al consumo se han relajado, pero los vecinos tienen que seguir recogiendo agua para cosas tan frecuentes como lavar el coche. «La crisis se ha terminado. Hemos tenido una temporada de lluvias normales, pero eso no quiere decir que el problema esté resuelto. Ahora mismo dependemos del comportamiento de la gente», insiste Carden desde su despacho en la Universidad. Expertos y líderes políticos debaten sobre qué estrategia poner en marcha para afrontar la próxima crisis del “Día Cero”. Porque nadie duda de que habrá otra.

Descartadas las más extravagantes ideas, como puede ser arrastrar un bloque de hielo desde la Antártida, los proyectos actuales se centran en un sistema para recargar los acuíferos, mejorar el aprovechamiento del agua de lluvia con cultivadoras de tormentas y, sobre todo, con la construcción de un sistema permanente de desalinizadoras: durante el mayor pico de la crisis estuvieron en funcionamiento tres plantas provisionales que aportaban 8 millones de litros de agua al día.

La verdadera dimensión racial y social. «En 2008 tuvimos una situación similar con frecuentes cortes de luz que dejaron a algunas aldeas y ciudades sin electricidad incluso durante días». Fue una táctica fraudulenta utilizada por el Gobierno para hacer que la gente dijera «necesitamos más centrales eléctricas». Así fue como se construyeron más plantas eléctricas, guiando a la opinión pública a decir que las necesitamos. La misma táctica se utilizó en Ciudad del Cabo: «No tenemos agua, ¿qué podemos hacer? Construyamos las desalinizadoras», interviene Makoma Lekalakala, la activista ambiental distinguida el pasado año con el premio Goldman tras frenar un acuerdo secreto entre Rusia y Sudáfrica para poner en marcha una decena de centrales nucleares en el país africano. El proyecto de las desalinizadoras, con capital israelí, superaría los 31 millones de euros.

Esta solución, continúa la dirigente de Earthlife, permitiría que la ciudad tuviese más agua, pero no que más gente pudiese acceder a ella: «Para la gente pobre será todavía más cara». Porque el “Día Cero” tiene, como todo en Sudáfrica donde 7 millones de personas no tienen acceso a agua potable, también una dimensión racial: «Es un problema ‘de blancos’. Nosotros hemos vivido toda nuestra vida en un ‘Día Cero’», se escucha por la radio a un joven de los suburbios.

Ciudad del Cabo sigue siendo una de las ciudades más desiguales del mundo, con un índice de segregación residencial de 0,67 sobre 1. Mientras en Pinelands, el barrio de Margaret y Robert, muchos vecinos han vuelto a llenar las piscinas y no dudan en regar sus jardines, la barriada afrodescendiente de Khayelitsha arde en llamas contra una tarifa de agua que consideran abusiva: queman ruedas y se enfrentan a pedradas a la Policía. Aquí el paro supera el 50% y la gente sigue haciendo sus necesidades en bolsas de plástico porque más de 12.000 viviendas no tienen baño. «Aquellas áreas que carecen de agua y saneamiento son un espejo espacial de la geografía del apartheid», reconoce en un informe la South African Human Rights Commission.

Desde 2012, los alegatos violentos en la ciudad se corresponden inequívocamente con estas zonas golpeadas por la presión demográfica y la falta de servicios básicos. «Lo que hizo Ciudad del Cabo el año pasado fue cortar los usos ‘lujosos’ del agua: jardines, piscinas, pero ahora debe abordar la necesidad de expandir el sistema abastecimiento a toda la población. (…) Si esto no se maneja de forma adecuada», sentencia Donnenfeld, «el frágil equilibrio social podría estallar».

Margaret, que a su edad ya ha sido testigo de todos los estallidos que ha soñado Sudáfrica, no tiene miedo de lo que puedan hacer los hombres. De ningún color. Lo que ha aprendido a temer son las sombras de una guerra que no se puede ganar.