IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Donde habita la belleza

A lo largo de la historia del arte, los poetas, dramaturgos, pintores, escultores y cineastas han tratado de capturar toda suerte de eventos, ideas y sensaciones que ayuden al resto de los mortales a apreciar y comprender el mundo en todas sus facetas, de las más brillantes a las más oscuras; de las más cotidianas a las más elevadas. La expresión de nuestro mundo interno, tanto individual como colectivo es una necesidad ineludible, independientemente del interlocutor o del medio. De hecho, no sólo necesitamos expresar lo que pensamos o sentimos, sino algo más profundo y global: decir al mundo quiénes somos, de manera única, y qué ello ejerza algún tipo de influencia, que impacte e importe. Gran parte de todo lo que hacemos a lo largo del día está íntimamente ligado a esta necesidad...

Y la vida es muy diferente si sentimos que importa lo que hacemos o si no. Por un lado, si pensamos en la popular clasificación de motivaciones de la pirámide de necesidades de Maslow, mientras que la necesidad de Seguridad aparece en la base de dicha pirámide, la de Autorrealización aparece en la cima; lo cual quiere decir que sentir esta necesidad está supeditado a haber satisfecho previamente la anterior. Sin embargo, hay situaciones en las que mantener la identidad y que dicha identidad sea reconocida por el exterior, llega a ser una cuestión de vida o muerte, o por lo menos, la frontera entre la cordura y la locura.

Para empezar porque a no ser que seamos cazadores o recolectores, incluso el acceso a cubrir nuestra necesidad de comida y bebida depende de otros. Quizá nos suene excesivo, pero depende de otros que consigamos un trabajo –en el afortunado caso de haber nacido aquí–, que luego nos permita sobrevivir. En el contexto social nada es gratis, todo tiene una contrapartida, sea o no monetaria, aunque no con eso baste. Contar con el otro requiere previamente que nos vean y nos sientan, para finalmente involucrarse con nosotros.

Hace unos días, en la inauguración de un festival de cine documental tuvimos la suerte de escuchar a un hombre de Camerún que nos contaba por qué y cómo había viajado hasta Europa, por qué había dejado su casa. Poniendo a un lado las interesantes razones, él compartía un par de frases de su abuelo: «si no puedes estudiar, viaja, y lo primero que tienes que hacer cuando llegues a tu destino es llamar a una puerta y decir tu nombre, de dónde vienes, adónde vas y por qué estás aquí. Esa será la única manera de pasar de ser un desconocido para ellos, a ser conocido». De lo que se colegía que ésa sería la única manera de recibir ayuda, cooperación, o simplemente mirada.

Al otro lado de la necesidad de decir al mundo quiénes somos están nuestros interlocutores, individuos como nosotros que pueden vincularse o no, que pueden abrir o cerrar esa vía para dejarse impactar. Y no solo eso, también considerar nuestra unicidad como algo digno de merecer que ellos cambien su rutina, sus planes o sus intenciones por ajustarse a nosotros. Y esto es una elección, una actitud de disposición sin la cual cubrir nuestra necesidad es mucho más complicado, ya que esta, al igual que otras tantas necesidades humanas, requiere de los otros para su satisfacción, no hay otra manera.

No solo quien viene de un lejano país africano necesita de la apertura del otro para poder sobrevivir y prosperar, cualquiera de nosotros aquí tenemos la misma necesidad, y tanto entre nosotros como con ese y otros hombres que vienen de fuera, solo una cosa nos separa de esa respuesta, ese contacto que hace posible el sentido y el reconocimiento de uno mismo: el miedo. Como si el otro desconocido nos fuera a robar algo con la mirada, con la voz, nos recluimos tras un móvil o un libro; como si esa mirada que nos piden fuera solo para ellos... Como si nosotros no fuéramos a obtener nada de ella. ¿Cómo hemos llegado a creer tal cosa?