Urtzi Urrutikoetxea
El recuerdo del bloqueo español

Gibraltar ante la incertidumbre del Brexit

Es uno de los lugares más nombrados y, sin embargo, menos conocidos de la península Ibérica. En apenas un kilómetro cuadrado reúne un mosaico cultural de influencias andaluzas, anglosajonas, mediterráneas y norteafricanas, bajo soberanía británica y una identidad propia, la gibraltareña, forjada comunitariamente en los años de bloqueo español.

El término incertidumbre es seguramente el que mejor define la situación en estas semanas previas al Brexit. Se une a la ansiedad que se percibe en lugares como la City londinense o la frontera irlandesa, ante un futuro que se presenta muy oscuro. Existe otro pequeño lugar a dos mil kilómetros al sur de Londres que el 1 de noviembre también dejará de formar parte de la UE, y donde hay una gran preocupación igualmente. Pero también cierta tranquilidad mediterránea: saben que, pase lo que pase, nunca será como hace medio siglo, cuando el Estado español cerró la frontera: «Si sobrevivimos a aquel bloqueo total, esto no será peor».

El enorme peñón es visible desde lejos. Nos acerca hasta él la avenida Príncipe de Asturias, en La Línea de la Concepción. Unos metros más adelante, se convierte en Winston Churchill avenue, la única avenida en Europa seguramente que cruza una pista de aterrizaje. Entre ambas calles, un puesto de frontera que muchos temen, pero que conseguimos cruzar sin apenas tener que enseñar los DNIs. El tráfico es generalmente fluido, excepto cuando hay incidentes diplomáticos o cuando aterriza un avión. Pero nadie sabe qué ocurrirá dentro de seis semanas, y si será el pasaporte –o incluso un visado– lo que se pida para que los habitantes de la Roca puedan salir de la ciudad.

Quedamos con varios gibraltareños en la plaza Mayor, que aquí todos conocen como piazza, en italiano pero pronunciado con acento andaluz gaditano. Es el principal lugar de encuentro de la ciudad, y desde el propio nombre se percibe el mosaico multicultural. Aquí se dan la mano el Mediterráneo y la Commonwealth, y Andalucía y el norte de África confunden la arquitectura y las costumbres británicas. Leemos City Hall (ayuntamiento) en el edificio de enfrente, con papeleras negras y cabinas rojas de teléfono. Los nombres de las calles, los buzones, los coches de la policía, los pasos de cebra… todo tiene un toque anglosajón en este rincón del sur de Europa. El Parlamento está justo frente al consistorio, a la sombra del enorme y conocido peñón. Detrás, se mezclan pubs y tascas, y en las terrazas se va y viene del inglés al castellano y el vocabulario se funde con frases como «te llamo p’atrás anyway» («te vuelvo a llamar» en inglés es call you back). Muestra de la curiosa diglosia, los mensajes que hemos intercambiado por email o whatsapp para establecer las citas son en inglés, mientras retoman el castellano a la hora de hablar. En el parque infantil al otro lado del ayuntamiento predomina el inglés entre los niños, mientras los mayores, muchos de ellos judíos (la principal sinagoga de la ciudad está justo al lado) saltan entre dos aguas. Así hablan del tishé (teacher, maestro) o comparten la chinga (chicle, chewing gum), liquirba (regaliz, liquorice bar), o saltipinas (cacahuetes, salted peanuts).

Brexit y frontera. El nacionalismo inglés siempre se ha deleitado con su idea de insularidad. Ser una isla, como en el caso de Gran Bretaña, ayuda sin duda en el principal argumento de los partidarios del Brexit: el control de las fronteras. La geografía, el mar, juegan como aliados a la hora de delimitar el territorio, sin necesidad de establecer feas barreras y controles policiales frente a la bandera de un país vecino. Todo este ideario inglés, sin embargo, hace aguas en dos lugares en los que el estado británico no se limita al espacio de una isla: en el caso de Irlanda, recorre quinientos kilómetros de tierra, por lo que se ha convertido en el principal escollo en las negociaciones. El otro territorio británico comunitario (las dependencias y excolonias que la Corona británica tiene por medio mundo no forman parte de la UE) apenas tiene un kilómetro de frontera con el Estado español, pero es una vía vital para la supervivencia de la ciudad.

Todo el mundo sabe lo que significa cerrar la frontera, porque aquí no es una hipótesis, sino el recuerdo de una memoria cercana. Ocurrió hace medio siglo, en 1969, cuando de un día para otro Franco decidió cerrar “la verja”, tal y como lo denominan los españoles, para no reconocer una frontera internacional. «Mi abuela era española, casada con un gibraltareño, tenía familia en Algeciras. De repente, tuvo que decidir en qué lado de la frontera se quedaba, y aquello suponía no poder ver a los del otro lado. Al final, se quedó en Gibraltar», recuerda en una terraza Richard Buttigieg, el portavoz de la Asociación por la Autodeterminación de Gibraltar. Fortunato Azzopardi, miembro del mismo grupo, rememora aquellos agravios, en los que se llegaron a cortar las conexiones telefónicas: «Aquello suponía no saber de la muerte de un familiar durante días o semanas, o tener a un familiar moribundo y no poder hacer unos pocos kilómetros para darle el último adiós». Recuerda cómo se acercaban de niños a la verja cerrada, para ver a los parientes a cien metros, «chillando de un lado a otro: este se ha muerto, este se ha casado. Aquello fue inhumano. Al pueblo español no le echo la culpa, pero al Gobierno sí».

Franco cerró la verja en 1969, pero los gibraltareños no olvidan que se mantuvo cerrada más tiempo después de la muerte del dictador. «Nadie abrió la frontera hasta que Europa obligó a hacerlo». En 1982, con las negociaciones con Bruselas, Madrid empezó a permitir el paso a los viandantes. Para el resto del transporte no se abrió hasta finales de 1985 (el Estado español entró en la CEE el 1 de enero de 1986), tras las presiones británicas. Ahora es Gran Bretaña la que sale de la Unión Europea, por lo que vuelven los temores. «Franco ya intentó ahogarnos antes; aislados del mundo, creía que nos rendiríamos. El aislamiento reforzó nuestra identidad y la comunidad se unió aún más. Hacía falta mucha mano de obra: la mayoría de mujeres empezaron a trabajar, llegaron también de Marruecos, y la comunidad prosperó. Nos quedó claro que debíamos andar con cuidado con España, que nos quería ahogar. Pero no lo consiguió», dice Azzopardi.

Fractura y cohesión. Es difícil imaginar todo lo que aquello supuso: «Gibraltar no tenía conexión con nadie, ni Marruecos ni Portugal. Aquí llegan 300 camiones al día, todo entra desde España: materiales de construcción, comida, el oxígeno de los hospitales. Hasta el vino de la misas, pero ni eso le importó a Franco».

También fue un desastre económico para una de las comarcas más pobres del Estado español: «Diez mil personas que trabajaban aquí, a pocos minutos de su casa, tuvieron que emigrar a Cataluña, al País Vasco, a Francia, a Alemania. Pero parece que para España es un daño colateral. Y hay que mirar la calidad de vida actual en La Línea y el campo de Gibraltar», dice Azzopardi. Los datos son escandalosos: hay más de un 30 % de paro en los municipios de la zona, mientras que en Gibraltar es inexistente, de menos del 1 %.

«No tenemos ningún problema con las gentes de La Línea, Algeciras o el Campo de Gibraltar: miles vienen a ganarse el sueldo que no pueden ganarse en su país. La clave está en Madrid, con la obsesión y, al mismo tiempo la rabia que tienen con nosotros», dice Buttigieg. En la memoria de Gibraltar queda sobre todo la fractura social que trajo el cierre de la frontera, con numerosas familias divididas. A pesar de los vínculos con las localidades cercanas, aquel trauma del cierre de la frontera ha alejado completamente a los gibraltareños del Estado español. «Mi abuela no hablaba inglés, mi madre solo sabía un poco, y nunca lo usaba, daba una imagen como de clase muy alta. Y mira, sin darnos cuenta, mis nietos y su generación hablan un español terrible», afirma Buttigieg. Los años del cierre y la vida moderna aceleraron el cambio: «Hoy los jóvenes, con Internet, andan más en inglés que en español. En nuestra época había tres canales de televisión, todos en español, teníamos prensa española, y la Liga española», asegura Azzopardi, seguidor del Athletic de Bilbao. John Gómez, a su lado en la terraza y también aficionado del equipo vasco, recuerda cómo tuvieron que ir en yate hasta Estepona para ver a los bilbainos en Málaga: «Tras el partido, había muchos aficionados esperando la salida de su autobús, y al vernos con emblemas de Gibraltar, creo que fue Txetxu Rojo el que mandó parar el vehículo, bajó y nos dio unos regalos del Athletic».

Futuro incierto. Toda una generación creció con esa sensación de asedio. Y cuando la segunda generación creía que aquéllas eran solo batallitas de sus padres, entra en la historia José Manuel García-Margallo, exministro de Exteriores español. «Mis nietos me decían: se come bien, cuando vamos allá lo pasamos bien, ¿qué problema hay? Y de repente, comenzaron las amenazas de Margallo, y las largas colas cada día en la frontera. Voluntarios repartiendo agua, ambulancias que ante un ataque al corazón no pueden llegar… una nueva generación vivió en sus carnes las historias que los mayores les habían contado», asegura Azzopardi. Han seguido de cerca lo ocurrido en Catalunya: «Vemos cómo tratan a algunas regiones, solo les golpean por querer votar, y los jóvenes te dicen: ‘¿cómo voy a querer algo así para un Gibraltar español?’ La propia España se hace daño a sí misma».

Las tradiciones británicas, la autodeterminación y el poder de decidir en una ciudad con una sociedad civil muy activa, fruto de la historia reciente. «Respetamos a los que reclaman un Gibraltar español. No creo que lo vayan a ver nunca, como no lo vieron sus antepasados, pero si quieren pensar de esa manera, está bien», aseguran desde la Asociación por la Autodeterminación. En las dos consultas realizadas en los últimos cincuenta años, ha habido una papeleta a favor de integrarse en el Estado español, pero apenas unas decenas de personas han optado por ella: el 99% han votado por seguir siendo británicos. «Respetamos a los que piden que Gibraltar sea español, pero también pedimos respeto para nuestra decisión».

Aquí hay una identidad andaluza mayoritaria, con influencias de Malta, Italia y otros lugares del Mediterráneo. Incluso una pequeñísima comunidad vasca. Xavier Vásquez recuerda que su bisabuelo fue senador (uno de los fundadores de Eusko Ikaskuntza) y que todos los años visitaban Gernika, el pueblo de su madre. Hasta el cierre de la frontera en 1969, que lo cambió todo, pero también les otorga cierta perspectiva ante el desastre que les auguran algunos ante el Brexit: «El 31 de octubre parece que es el Día-D, pero esperemos que la cosa no se ponga fea. Hemos vivido cosas peores, estamos acostumbrados a resistir». La identidad gibraltareña se fraguó en aquellos años de cierre, como nunca antes en la historia: «Tiramos de imaginación para afrontar todas las carencias inmediatas: comida, trabajadores, ocio… y se crearon relaciones muy estrechas –recuerda Azzopardi–; se crearon los equipos de fútbol, los clubs sociales, los festejos que organizaba cada grupo cada fin de semana. Los gibraltareños de entonces eran gente humilde, apenas habían subido a un avión. Se quedaron aquí y se enraizó una identidad gibraltareña». En 2016 prácticamente toda la ciudad votó por mantenerse dentro de la Unión Europea, porque tenían en juego mucho más que en cualquier otro sitio. El “no” al Brexit fue contundente, del 95%. Solo lo supera el rechazo a ser español, que es del 99%.

Desde lo alto del peñón se ve un día claro, con la bahía de Algeciras y el norte de África en el horizonte. Londres parece muy lejana, y la única preocupación es no acercarse demasiado a uno de los muchos macacos libres que habitan aquí. Dice el dicho que mientras los simios sigan aquí Gibraltar no será español. A la salida de la ciudad nos obligan a parar unos minutos, hasta que el avión de Londres aterriza cruzando la Winston Churchill de punta a punta.

 

Joseph García: «Estamos preparados para todas las eventualidades»

Joseph García es el ministro principal adjunto de Gibraltar, y también el responsable del Ministerio del Brexit y Europa. Es el líder del Partido Liberal, que desde 2011 forma parte del Ejecutivo liderado por el Partido Socialista y Laborista de Fabián Picardo. Se muestra preocupado por «el derecho a veto» que le ha otorgado Europa al Gobierno español en algunos momentos de las negociaciones. «La UE, en lugar de castigar, debería premiar el territorio que obtuvo, con diferencia, el resultado más europeísta en el referéndum» (un 95,91 % rechazó el Brexit), pero se muestra convencido de que «prevalecerá la madurez».

Los gibraltareños votaron masivamente en contra del Brexit, pero el proceso sigue adelante. ¿Qué supondría un Brexit duro para Gibraltar?

Es evidente que Gibraltar preferiría quedarse en la UE. Acatamos, sin embargo, la decisión mayoritaria del pueblo británico, aunque a estas alturas ya quede casi desfasada. Por lo tanto, nos tenemos que preparar para todas las eventualidades y esto es lo que hemos hecho en todos los ámbitos.

En el acuerdo que firmó Theresa May, se incluyen puntos específicos para Gibraltar. En el último momento España introdujo nuevas condiciones, pero aun así ahí están los memorándums. Sin embargo, todo quedará en papel mojado si, al final, se produce la salida sin acuerdo.

Gibraltar y el Reino Unido han seguido negociando tras el cambio de Gobierno en España y como resultado tenemos cuatro memorándums sobre los derechos de los ciudadanos: el medio ambiente, la cooperación policial y aduanera, y el tabaco. Es cierto que dependen del Protocolo sobre Gibraltar del Acuerdo de Salida, pero los tres gobiernos han subrayado que les gustaría conservar el contenido de los mismos incluso en caso de no acuerdo. Por otra parte, hemos negociado un Tratado Fiscal con Madrid en el que España reconoce por primera vez las instituciones gibraltareñas y el estatus del gibraltareño. Este tratado está desligado del proceso del Brexit y está a la espera de su ratificación parlamentaria en Londres, Madrid y Gibraltar.

1 de noviembre, Gran Bretaña no es un país comunitario. Los escenarios apocalípticos que se han descrito, como la necesidad de visados para viajar o el tema de los permisos de trabajo, ¿cómo afectarían aquí?

Gibraltar tiene plena competencia para legislar en temas de inmigración, derecho de trabajo y residencia y hemos dejado claro que por nuestra parte nada va a cambiar, sobre todo, en cuanto a los más de 15.000 trabajadores comunitarios que trabajan en Gibraltar a diario, casi 10.000 de ellos españoles. Contamos con una respuesta constructiva a ambos lados de la frontera tras el 31 de octubre, estamos de acuerdo con los ayuntamientos del campo de Gibraltar, con la Cámara de Comercio y también los sindicatos: todos estamos en contra de los problemas fronterizos. Pero estamos plenamente preparados para escenarios más pesimistas.

La posibilidad de una frontera en la isla de Irlanda es el principal escollo en las negociaciones del Brexit. La otra frontera de Gran Bretaña con la UE sería esta.

La diferencia es que aquí siempre han existido controles. Para ir o venir de Gran Bretaña también los hay, a pesar de que todos seamos británicos. La frontera siempre ha estado muy presente aquí. La situación ha mejorado considerablemente, a pesar de que de vez en cuando España sigue tensando y provocando colas en la frontera para castigarnos, por diferentes motivos: alguna visita real, o cuando Gibraltar entró en la UEFA, por ejemplo.

Se observa que la memoria del cierre de la frontera hace cincuenta años sigue estando muy presente en la ciudadanía. Con la incertidumbre en la política española, y sabiendo que, sobre todo, la derecha recurre frecuentemente a atacar a Gibraltar en sus argumentos, ¿temen un Gobierno en Madrid como el de Andalucía?

Los memorándums y el Tratado Fiscal se negociaron inicialmente con un Gobierno del PP y luego uno del PSOE. Tenemos esperanza en la madurez de las instituciones españolas para ver que la relación con Gibraltar la debe determinar la vida de las personas. Un cierre de la frontera es inconcebible en el siglo XXI. Pero no dude que los gibraltareños reaccionarían como en el siglo XX: no se dejarán achantar.

¿Y confían ciegamente en Londres? Tony Blair, por ejemplo, sí que llegó a un acuerdo de compartir soberanía con el Estado español.

Ciertamente. En el primer referéndum, en 1967, la elección era más fácil, entre Franco o el Reino Unido. En 2002, no teníamos solo a España contra nosotros, también Londres nos dijo que no se podía hacer aquella consulta. Pero, pese a estar en contra, no lo impidió. El 99% de los ciudadanos rechazaron compartir la soberanía. Aquello fue muy importante para nuestro desarrollo constitucional, porque nos enfrentamos no solo a España, sino también a un Reino Unido, que siempre nos ha protegido, pero que quería hacer algo a lo que nos oponíamos. Desde entonces hemos elaborado una Constitución en la que se dice claramente que no habrá cambios en la soberanía de Gibraltar en contra de nuestra voluntad. En 2006 conseguimos una garantía aún mayor: el Reino Unido ni siquiera tratará el asunto con España sin nuestro consentimiento.

El Brexit es fruto de un referéndum, también lo es la situación actual de Gibraltar y hemos visto que Londres ha optado por esta vía para afrontar otros retos territoriales, como en Escocia. Una actitud muy diferente al modo al que el Estado español afronta sus problemas territoriales que, por cierto, según se aprecia, aquí también se siguen de cerca.

No se puede comparar la situación constitucionalmente, incluso la ONU habla del saltwater test en los temas coloniales, los territorios allende el mar. Pero es cierto que desde un punto de vista democrático, vimos asombrados cómo golpeaban a gente en un país europeo por llevar a cabo un referéndum. Son temas que se deben arreglar con diálogo y cooperación, no con violencia contra la opinión de la gente. Sin querer inmiscuirme en asuntos internos de otro país, pero visto cómo actuó el Reino Unido en el referéndum de Escocia, creo que pueden tomar alguna lección.