IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Serrar el serrín

Hace un tiempo escuché esta frase de un reconocido psicoterapeuta y hoy, cuando nos acercamos al final de año, me parece una metáfora bonita para describir estos intentos de llegar a algún sitio, que evaluamos en los hitos temporales, como las navidades o los cumpleaños. Termina el año y es inevitable hacer balance. Para bien o para mal ha pasado un año más, uno en el que nos hemos desenvuelto como hemos podido, con mayor o mejor tino pero, tras el cual, seguimos estando aquí, leyendo estas líneas, y viviendo, en general.

Probablemente el año pasado a estas alturas quisimos algo para nosotros, para la gente que nos rodea, algo bueno, agradable, próspero. Y probablemente hayamos puesto esfuerzos en perseguir ese objetivo en estos meses –de nuevo– con mayor o menor vehemencia, con más o menos energía; pero nos hemos movido hacia allí. Sobre alguno de esos objetivos tendremos la sensación de haber conseguido logros, y sobre otros seguiremos intentándolo el próximo año. Sin embargo, hay un tipo de objetivo concreto que parece impermeable a nuestros intentos. No hace referencia a nuestro impacto en el medio (como hacer que alguien cambie) o a la obtención de recursos del entorno (como lograr un trabajo), es un tipo de objetivo que se vuelve escurridizo, y sobre él nos motivamos diciéndonos “un poco más, casi lo tienes”. Y ese “casi” es perpetuo, no conseguimos llegar. Evaluamos entonces nuestro método, tratamos de afinar el tiro y hacemos la siguiente apuesta. Cuando ese “casi” y esa meticulosidad subsecuente se repiten una y otra vez sin que algo sustancial cambie, entonces quizá algo falla. Y aún sabiendo esto, puede que nos obsesionemos con buscar el detalle, con dar con la clave que por fin cambie nuestra suerte.

Sin embargo, después de mil ajustes, quizá lo que no tengamos bien depurado no sea el método, sino el objetivo en sí. Hay objetivos que parecen insaciables, como agujeros negros que se comen todos nuestros intentos sin devolvernos su tesoro guardado celosamente, y habitualmente son los que suenan más grandes, más relevantes. Son aquellos que formulamos como “quiero conseguir hacer cosas importantes”, “necesito tener un trabajo, una pareja, una casa… que me satisfaga”, y cuya expresión se ha convertido en un mantra que, curiosamente, genera en nosotros más la sensación de lo que no hemos logrado que la motivación hacia dicho logro.

Estos objetivos se convierten entonces en exigencias, en promesas de un estado idílico tras su consecución, en garantes de un horizonte de bienestar y completud... Que a cada paso parece moverse con nosotros como la zanahoria atada al morro del burro. Es entonces el momento de parar el burro, de desvelar el engaño. Y es que esas “cosas importantes”, esa “satisfacción” que perseguimos de este modo, puede que ya haya llegado y no nos hayamos enterado. Sí, puede que sigamos intentando lograr algo que está suficientemente bien. Y esta es una palabra importante: suficientemente. Aún a riesgo de ponerme grandilocuente, en esos momentos en los que el horizonte no hace más que alejarse, cabe pensar que el mundo es mucho más grande que nosotros, que las posibilidades de mejora y cambio son infinitas y siempre, siempre hay más allá.

Sin embargo, ese “más allá” pertenece a otro tiempo y otro espacio que no suceden ahora, y “ahora” es lo único que tenemos. Llevamos años buscando algo grande y satisfactorio, algo digno de mención, pero, ¿y si ya estamos allí? ¿Y si este es el mejor destino que hemos logrado en nuestras circunstancias –si no, habríamos hecho otra cosa–? ¿Y si, antes de movernos a otro sitio, a otro estadio u objetivo nos detenemos un momento, nos bajamos del burro y apreciamos lo conseguido, lo que hemos logrado haciendo lo que hemos podido? ¿Y si la ambición pudiera apoyarse en el reconocimiento de nuestros esfuerzos hasta el momento en lugar de tirar de nosotros compulsivamente? ¿Y si ya no hace falta serrar más el serrín?