Karlos Zurutuza
Un HABILIDOso carpintero a bordo del Open arms

Ataúdes de fantasía para tiempos de pandemia

Stephen Donkoh es uno de los últimos en llegar a Europa cruzando el Mediterráneo central. Su historia personal habla de otra vida después de esta. También de sueños que se ahogan en un mar de incertidumbres.

Fue poco antes del amanecer del 11 de septiembre cuando Stephen Donkoh, un fabricante de ataúdes ghanés, fue rescatado en mitad del mar. Viajaban 114 personas apiñadas en aquella balsa de goma; habían salido de una playa de Libia y llevaban dos días y tres noches a la deriva cuando se les acabó la gasolina. La providencia, los dioses, los astros… alguien quiso que el Open Arms (barco de rescate humanitario) diera con ellos en mitad de la oscuridad.

Desde los dos botes auxiliares de rescate se les hicieron llegar chalecos y mascarillas antes de subirlos a bordo, uno a uno. Había que acomodarlos junto a los 162 rescatados en dos operaciones anteriores, así que se les tomó la temperatura mientras se hacía una ficha con sus datos (Donkoh tiene 35 años y es de la localidad de Tema, en el distrito de Accra); se les restregaron manos y pies con clorina y se les dijo que, por favor, no dejaran de usar la mascarilla como corresponde. Las dos sanitarias a bordo no encontraron síntomas de covid entre el pasaje, pero se habló de más de cien al final de la misión. Todavía faltan diez días para eso.

Parece poco tiempo, pero acabará siendo una eternidad. Las cifras de partida ya eran lo suficientemente elocuentes: 37 metros de eslora de este antiguo remolcador –cedido a la ONG por la naviera vasca Ibaizabal– para casi 300 personas (276 migrantes y 20 tripulantes). Ahí se come, se intenta matar el tiempo y también dormir. Y, a menudo, se discute por cuestiones que pueden resultar nimias en tierra, pero no en mitad del mar: alguien que se cuela en la cola del baño portátil (solo hay dos); un cigarrillo robado, una manta que desaparece cuando uno está a punto de encajarse en ese tetris humano una noche más… Se pasa de los gritos a los puños en cuestión de segundos.

A veces, no obstante, hay momentos de paz. Se ha formado un corro en torno a Stephen Donkoh, justo cuando este ha sacado de debajo de su chaqueta de chándal del Real Madrid una curiosa colección de fotos. Es un milagro que hayan sobrevivido a la travesía en el mar y, de momento, al caos en cubierta. «Siempre las llevo conmigo para presentarme ante posibles clientes y que estos puedan ver mi trabajo», dice el ghanés. Su book incluye féretros con forma de avión, como el que le hizo a un piloto; también está el tigre en el que se enterró a un antiguo cazador y el atún de un pescador. «¿Esto es una escopeta?», pregunta alguien. Sí, y eso el bolígrafo de un antiguo funcionario de correos; y eso otro una langosta, como las decenas de miles que pescó en vida su actual inquilino. Se cruzan las miradas de admiración entre una audiencia entre la que se encuentra Abou Diakite, un marfileño de 15 años que morirá dos semanas más tarde. Realmente, Stephen Donkoh es un artista.

 

 

La vida después de la vida. La de los ataúdes «de fantasía» –también llamados «figurativos»– es una tradición profundamente arraigada en la región de Accra. Para el pueblo Ga –uno entre decenas de etnias del país–, la muerte no es el final sino una prolongación de la vida tal y como fue en la Tierra. Stephen insiste en que el objetivo es que los difuntos sean recordados por lo que hicieron y fueron en vida, aunque reconoce que también pesa la creencia de que los antepasados son mucho más poderosos que los vivos. Así, los ataúdes son también una especie de envoltorio que ha de dar pistas sobre los recién llegados a donde quiera que estos vayan.

En origen fueron los sacerdotes y otros notables de entre los Ga los que se valían de este recurso en sus féretros y palanquines, pero serán los cristianos (hoy un 70% de los ghaneses) quienes adapten y popularicen su uso en la década de 1950. En cualquier caso, no se trata de algo al alcance de cualquiera. Stephen dice que el ataúd de un niño puede costar alrededor de 2.500 dólares, y el doble el de un adulto. Lo explica: «Puedo hacer siete ataúdes estándar en una semana, pero solo dos personalizados», dice este ghanés que se inició en la carpintería a una edad muy temprana y de la mano encallecida de su padre. Le hubiera gustado seguir estudiando después de terminar la escuela primaria, pero hacía falta dinero en casa. De sus cinco hermanos solo le queda uno con vida, aunque Stephen no aclara si eso es culpa de la pobreza más abyecta.

Su adolescencia la pasó ayudando a su padre a construir techos hasta que, en 2003, entró de aprendiz en el taller de Pauliam. Todo el mundo en Accra le conoce: es el gran maestro de los ataúdes personalizados. Los féretros pronto dejan de tener secretos para Stephen y los Donkoh ya no tienen problemas para llegar a fin de mes. Stephen se casa en 2005 para convertirse en padre de cinco hijos pocos años después. Pero su sueño de establecerse por su cuenta sigue sin cumplirse.

Aún queda esperanza. Un día de la primavera de 2019, un hombre se presenta en su estudio en Accra y le dice que podría ganar mucho dinero en Libia con su talento. Le prestará dinero para el viaje y se reunirán de nuevo en Khoms (a 40 kilómetros al este de Trípoli). Stephen apenas tarda unos días en despedirse de su familia y emprender el camino hacia el norte: cruza Togo y Benín, y luego, el implacable desierto del Sahel por Níger hasta llegar a Libia. Su contacto lo espera en Khoms como habían acordado, sí. Pero todo es una trampa.

«No solo no había trabajo en el sector de los ataúdes personalizados, sino que acabé trabajando para aquel hombre en la construcción casi como un esclavo, y solo para devolverle el dinero que me había prestado», recuerda el carpintero ante un público entregado desde el minuto uno de su relato. Finalmente logra escapar de su captor, justo antes de que su camino se cruce con el de un libio que le ofrecerá un pasaje en un barco a Europa por trescientos dólares. Otra trampa: después de varios días esperando en una casa junto a la playa a que las condiciones climáticas mejoren, Stephen corre hacia la orilla en mitad de la noche como le habían dicho. Solo allí descubre que el barco prometido no es más que un bote de goma. ¿Cómo podría aquello llevar a más de cien personas hasta Europa?

«Me negué a subir pero me dijeron que me matarían ahí mismo si no lo hacía», dice el ghanés, parafraseando ahora un capítulo de su historia que la mayoría en cubierta comparte. A todos les habían prometido un barco «de verdad».

 

 

«Política de no salvar vidas». Dan las ocho de la mañana sobre la bahía de Palermo. Han pasado ocho días desde el rescate de Stephen y diez desde el primero, pero sigue sin haber respuesta desde Malta e Italia a la petición de puerto. Aquellos palermitanos que disfruten de vistas al mar pudieron ver en directo a decenas de migrantes saltar desde el Open Arms. Las pequeñas cuitas en cubierta hace tiempo que pasaron de los puños a convertirse en una amenaza real para la propia integridad del buque y su pasaje. Era exasperante: la costa de Palermo estaba a menos de una milla de distancia, incluso se podía ver a los lugareños paseando junto al mar o fumando descamisados en sus balcones. ¿Qué impedía al Open Arms enfilar directamente hacia puerto? No importaba cuántas veces se explicara lo mismo. Casi la mitad de los migrantes a bordo decidieron entonces que nadar sería la forma más rápida de tocar tierra.

«¿Cuándo vamos a desembarcar? ¡Dime cuándo y me quedo!», le espetaba un marfileño a uno de los voluntarios que luchaba por contener la estampida. Stephen decidió quedarse a bordo. Casi todos los ghaneses lo hicieron, no así los egipcios o los somalíes, que desaparecieron junto a los marroquíes en cuestión de minutos.

¿Tendrán problemas con la Policía? ¿Los enviarán de regreso a sus países de origen?, preguntaban desde cubierta, con la mirada fija en los rescatados por los guardacostas italianos. «¿Cuándo desembarcaremos nosotros?», seguía siendo la pregunta más recurrente. La respuesta llegó a las 12:46 am de aquel 18 de septiembre: la capitanía de Palermo pedía finalmente al Open Arms que preparara su pasaje para un traslado a un barco de cuarentena «en las próximas horas». La alegría estalló entre los 140 migrantes que quedaban a bordo. También entre la tripulación, claro. Todo el mundo estaba agotado.

«Ha sido un verdadero desafío y, sobre todo, una misión difícil. Diría que ha sido la más dura de todas las que hemos hecho», reconocía Albert Mayordomo, el catalán de 38 años que dirigía el operativo de rescate. «Esta gente ya había sufrido mucha violencia y estaba exhausta incluso antes de subir a bordo. La constante negativa tanto de Malta como de Italia a ceder un puerto como exige la ley del mar solo aumentó la sensación de incertidumbre entre ellos. Nos pedían una solución que no podíamos dar, y tampoco les podíamos mentir», explicaba Mayordomo desde el puente, todavía enfundado en su EPI y sin quitarse la mascarilla. La tensión vivida a bordo, decía, era «inédita» entre las misiones de rescate conducidas hasta la fecha por la ONG catalana. Y van ya 76.

 

 

Ignorar las llamadas y retrasar los rescates. Mayordomo apuntaba directamente a un «ofensiva administrativa» dirigida contra la flota de rescate humanitario. El Seawatch 4 de la ONG homónima fue incautado por las autoridades italianas en Palermo después de su última misión de rescate, pero el caso reciente más flagrante era el del Maersk Etienne. Tras rescatar a 27 migrantes en aguas de Malta a principios de agosto, el carguero tuvo que esperar seis semanas hasta poder desembarcar en Sicilia. Las cifras corroboran el éxito del bloqueo a los barcos: según datos recopilados por la Organización Internacional para las Migraciones, en torno a 20.000 migrantes han logrado llegar a Italia en lo que va de año, una cifra que no llega a un tercio del total del año anterior. El número de muertos supera los 400, y esos son solo los confirmados. En un informe publicado el pasado 2 de septiembre, Médicos Sin Fronteras denunciaba «una política deliberada de no salvar vidas». La ONG apuntaba directamente a Malta e Italia, a las que acusaba de «ignorar las llamadas de socorro y retrasar los rescates».

 

 

El último viaje. El carpintero ghanés sobrevivió y logró finalmente saltar a bordo del GNV Allegra, uno de los cinco transbordadores alquilados por el Gobierno italiano para que los migrantes pasen el período de dos semanas de cuarentena que exige el protocolo del coronavirus. Dos días más tarde, coincidiendo con las elecciones regionales italianas, el “Giornale de Sicilia” se hacía eco de las declaraciones de Nello Musumeci, presidente de la región de Sicilia, apuntando a que había 60 casos de covid entre los migrantes del Open Arms. Nunca hubo un comunicado oficial al respecto, ni tampoco cuando se filtraron cifras de «en torno a cien» desde el personal médico a bordo del Allegra. De lo que sí hubo confirmación fue del positivo de dos de los tripulantes del Open Arms. Ambos fueron evacuados a un hotel que también alojaba a migrantes donde escaseaba la comida y se vivieron multitud de altercados. Siguen ahí cuando se escriben estas líneas. El resto de la tripulación pasó la cuarentena en puerto pero sin bajar a tierra, fondeados junto al Seawatch 4.

No todos lo conseguirán. La justicia italiana sigue investigando la muerte de Abou Diakite, aquel marfileño de 15 años. Según las dos sanitarias a bordo, el chaval estaba desnutrido y deshidratado cuando fue rescatado. También presentaba signos de haber sido torturado y, muy probablemente, una infección en los riñones. Todo esto se detalló en el informe que le acompañó hasta el buque de cuarentena; también que había dado negativo en dos pruebas de covid, lo que no le libró de ser trasladado al Allegra. Fue el 30 de septiembre cuando el estado de Abou se deterioró hasta el punto en el que se decidió trasladarlo a un hospital de Palermo. Pero era ya demasiado tarde. Murió dos días después.

En cuanto a Stephen Donkoh, el artesano era plenamente consciente de que sus habilidades como fabricante de ataúdes de fantasía probablemente no servirían de nada una vez en Europa, pero volvió a repetir algo que ya habíamos escuchado en cubierta: «Siempre hace falta un buen carpintero». No podíamos despedirnos sin lanzarle una última pregunta: ¿Qué modelo de ataúd elegirás para tu último viaje, Stephen? Apenas necesitó medio segundo para responder.

«Un cepillo de carpintero, por supuesto».