Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Cambiar las emociones de sitio

El mundo emocional humano es de lo más apasionante. Compartimos con el resto de animales una serie de movilizaciones fisiológicas que nos orientan a la acción en función de los estímulos a los que nos vemos expuestos, lo que nos ha ayudado a adaptarnos a lo largo del tiempo, no solo al entorno físico, sino también social, al punto que las emociones nos han permitido sobrevivir. Sin esa activación física que hace que nuestro corazón lata más rápidamente, nuestra respiración se agite y nuestros músculos se tensen; sin ese torrente de hormonas que nos hace prestar mucha más atención a ciertas amenazas, o bajar nuestras defensas y relajarnos ante los contactos afectuosos, habría sido imposible evitar ataques o formar alianzas.

Nuestras emociones forman parte inseparable de quienes somos. Son espontáneas, breves en el tiempo e intensas, pero responden a los estímulos de fuera y de dentro, por lo que también las influyen no solo las imágenes o sonidos externos, sino los pensamientos, recuerdos e interpretaciones en general, en ese mundo subjetivo.

Sin embargo, y a pesar de estar dirigidas a un fin, tener un objetivo, las emociones también se adaptan al contexto o las relaciones, las podemos cambiar de sitio. Y me explico: es de todos conocido –y experimentado– que lo que sentimos no sigue necesariamente una lógica objetiva, sino que está intrínseca y profundamente condicionado por la subjetividad, por quiénes somos y hemos venido siendo. Es más, está condicionado por quienes tenemos alrededor y cómo reaccionan o no a nuestras emociones.

Desde muy temprano en el desarrollo de cualquier persona, aprendemos a reaccionar mutuamente, por ejemplo, por muy espontáneo que pueda parecer el enfado de un bebé, los padres y madres rápidamente sabrán que su hijo o hija ha crecido un poco cuando empiezan a “utilizar” esos enfados para obtener algo que les apetece y que de otro modo se les negaría. Hay quien malinterpreta esto como manipulación o incluso mala intención, proyectando en el niño o niña interpretaciones de adulto sobre la mala voluntad de quien trata de manipularnos.

Sin embargo, es algo mucho más sencillo que eso: tratamos de obtener el contacto del otro, de la manera más efectiva. Las emociones en los humanos no simplemente sirven para activar los músculos y echar a correr, o congelarse y no ser vistos por una fiera que se aproxima, de hecho las amenazas a las que estamos expuestos incluyen a los otros, más que a las fuerzas de la naturaleza en nuestro entorno actual.

Las emociones crean de por sí reacciones en quien las presencia a través de las neuronas espejo y, por tanto, la comunicación se establece incluso sin pretenderlo, como si resonáramos en la misma frecuencia espontáneamente. Y desde muy temprano somos conscientes de ello. Incluso hoy, como adultos, adultas, somos conscientes de lo que genera en nuestros seres queridos nuestra tristeza, alegría, miedo o enfado espontáneos.

Hay relaciones en las que no toda esta espontaneidad es bien recibida, o se enfatiza unas emociones con respecto a otras ya que, en la historia de vida de las anteriores generaciones, esas emociones han dado mejor resultado para la adaptación o para el vínculo. Por ejemplo, quizá una persona reciba más atención de otra querida cuando se entristece que cuando se enfada, si es así, después de varios intentos de impactar con el enfado y no obtener el resultado deseado, ella es capaz de hacer algo aparentemente contraproducente: cambiar no solo cómo actúa, sino cómo se siente al relacionarse con dicha persona. Es aparentemente contraproducente porque la emoción no es la que toca, sin embargo, el cálculo parece evidente: la emoción va a durar poco tiempo, el vínculo, más, así que, quizá compense. Otra discusión sería qué tipo de vínculo es uno en el que la emoción espontánea tiene que ser reprimida y procesada cotidianamente.