Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Lealtades

Nuestro pasado nos marca: esta es tanto una idea popularmente extendida como una constatación clínica dentro de la consulta de un psicólogo, una evidencia cuyo rastro se puede seguir en el desempeño académico o profesional; también desde una perspectiva más amplia o comunitaria, nuestra historia como grupo marca nuestro presente y nuestra proyección a futuro. Y quizá el verbo utilizado también implica que existe una posibilidad de no replicar el pasado si tenemos la oportunidad o se dan las circunstancias propicias para ello.

Sin embargo, no siempre es fácil virar el barco iniciada la travesía. Es una idea aceptada que nuestro pasado no tiene por qué ser determinante, sino que forma parte de nosotros hoy en forma de procedimientos incorporados, después de ser probados, repetidos y finalmente asumidos. Esas maneras reflejan lo aprendido, ya que están apoyadas en circuitos neuronales recorridos una y otra vez. Sin embargo, la propia plasticidad del cerebro, es decir, su capacidad para establecer nuevas conexiones entre neuronas que, de facto, cambien el aprendizaje y, eventualmente, la propia estructura del cerebro, hace posible que el futuro sea otro. A menudo llamamos “condicionado” a un comportamiento que vivimos como inevitable en cierto grado, automático, y que, al mismo tiempo, nos exime de responsabilidad, como si fuera “nuestro cerebro” y no “nosotros o nosotras” quienes hacemos tal o cual cosa.

Sin embargo, literalmente, un comportamiento condicionado se da bajo ciertas condiciones y, si estas cambian lo suficiente durante el tiempo suficiente, el comportamiento puede ser distinto. Y, si bien estas generalidades parecen razonables, a pie de pista, en lo concreto, a menudo nos cuesta mucho cambiar incluso lo que hemos decidido cambiar o necesitamos cambiar. Somos muy complejos, somos organismos construidos sobre nosotros mismos, nosotras mismas, lo que implica que una creencia aprendida tiene asociadas emociones aprendidas, posturas corporales aprendidas y acciones aprendidas, i.e. la actitud vital de quien no confía en la ayuda desinteresada de otros.

Somos sistemas entrelazados e interdependientes, con su historia e inercias, pero, por encima de todo ello, tenemos la capacidad de establecer una narrativa que unifique todo ello en una noción de “quién soy yo”. Y, al cambiar algo esencial, importante, profundo, no solo tendremos que lidiar con la naturaleza e historia de estos sistemas, es decir, no solo tendremos que pensar en cómo hacer cosas diferentes, fijarnos de nuevo en las emociones subsiguientes o relajar el cuerpo, sino que tendremos que negociar con esa mirada sobre nosotros mismos, nosotras mismas, y que nos ha dado cohesión a lo largo del tiempo, que nos ha dado pertenencia –por similitud con nuestros antepasados, coetáneos, familia o amigos–, que nos ha dado un discurso propio, y, en definitiva, una identidad.

En cierto modo, cambiar profundamente, aspectos esenciales, antiguos, implica confrontar una mirada propia y quizá desafiar una lealtad, con el consiguiente temor a perder la pertenencia, cohesión, y continuidad de la propia vida interna. En definitiva, ¿Quién soy si ya no soy aquel? ¿En quién me convierto si dejo de tomarme las cosas como aquella? ¿Quién me va a acompañar en adelante si ya no saben cómo voy a reaccionar o no les gusta? ¿Me estoy traicionando? ¿Les estoy traicionando? Las respuestas a estas preguntas nos desvinculan o nos atan al pasado, nos permiten dar un salto con tirabuzón o volver a casa.

Sea como fuere, el guion que van trazando puede ser cambiado, podemos contarnos y contar una nueva historia, si conseguimos que esa mirada interna sea una aliada, nos dé permiso y esté abierta a ser una mirada nueva. Al fin y al cabo, esa confrontación del pasado no deja de ser la adaptación propia, que podremos ofrecer a los siguientes.