Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Depositarios

Alas personas nos encanta el determinismo en general, nos gusta poder trazar causalidades entre acontecimientos, externos e internos y, sin duda, nos encanta porque esa ilusión –las más de las veces–, cubre una necesidad muy importante para mantener nuestra estabilidad mental en general: la necesidad de predecir. De hecho, es dicha necesidad la que alimenta la experimentación científica en busca de certezas.

Al mismo tiempo que tratamos de entender y predecir el mundo exterior, también tratamos de dar un sentido de continuidad a nuestro mundo interior, a nuestra historia, y, con ella, trazar una línea coherente hacia adelante. Tratamos de cohesionar los aspectos de nosotros, de nosotras, que vivimos como fragmentados, incoherentes, o desfasados, aquellos aspectos que escapan a nuestro análisis racional en un primer momento pero que, aún así, forman parte de nuestra naturaleza y nuestro comportamiento e identificamos como propios.

Es habitual que, en esta búsqueda de sentido, echemos la vista atrás, recopilando datos históricos, relacionales, propios y ajenos pero cercanos, que construyan una narración coherente entre quienes somos y quienes fuimos, entre lo que hoy hacemos e hicimos –o hicieron con nosotros, con nosotras– en el pasado. Vemos entonces estos aspectos de la identidad actual como un resultado de lo vivido, pero como uno lógico, inevitable, reactivo. «Me pasó tal cosa, entonces es lógico que ahora piense así...», y, a pesar de que este pensamiento nos alivia al desplazar parte de la responsabilidad, también nos atrapa en un reduccionismo del que es difícil salir a la búsqueda de opciones, sin negar la mayor, sin, en cierto modo, separarse del legado depositado, desafiarlo, cambiarlo.

Algo análogo puede decirse que sucede con nuestra alimentación: cuando nos alimentamos, inevitablemente necesitamos “destruir” el alimento para extraer lo que nos sirve y desechar el resto. Esta imagen puede servir para ilustrar quizá uno de los principales obstáculos a la hora de cambiar algo propio, incluso aunque esto haya dejado de funcionar, ya que, en cierto modo, para avanzar tenemos que deshacernos de algo que nos ha sido dado –bien sea directamente por otros o por la propia experiencia con el mundo externo–, en principio como algo valioso, o quizá como la única opción disponible.

Los que vienen antes que nosotros, que nosotras, nos ofrecen lo que tienen, su propia síntesis de lo que a ellos les dieron, que llega hasta hoy generalmente con sustanciales cambios, con esa “digestión” hecha con sus aportaciones. Probablemente, a la hora de crecer, de avanzar, nadie pueda librarse de esta separación con lo anterior llegado el momento, de la orfandad que deja rechazar la integridad de lo que se nos da para añadir la propia manera, de la negación de lo que a otros tanto esfuerzo les costó, pero que hoy nos es útil solo en parte.

Quizá la evolución también vaya de eso, de descartar en parte, con mayor o menor acierto, lo que nos llega como inmutable e inevitable, y asumir la sensación de vacío temporal hasta que la propia síntesis vaya asentándose, y por tanto, hasta que vayamos poco a poco sintiéndonos seguros, seguras, con nuestra propia manera de hacer las cosas. Y sospecho que, justo en ese momento, los siguientes empiezan a llegar, y sospecho que, con el mismo entusiasmo con el que llegamos a conclusiones sobre “cómo es la vida”, empezamos a transmitir una síntesis que, al transmitirla, en parte ya empieza a quedarse obsoleta.