Fernando Alonso Abad
HASTA NUNCA, PUERTO

Solo queda la sombra fondeada a Puerto

Si algún nombre de prisión española ha sonado hace casi un siglo como el eco más opaco y cruel de la represión carcelaria, ese es Puerto de Santa María. Vascos y vascas que la han padecido lo cuentan con todo detalle, ahora que de Puerto ya solo queda su sombra. [Reportaje completo en NAIZ].

Fotografía: Marisol Ramírez | Foku
Fotografía: Marisol Ramírez | Foku

Desde los tiempos del antiguo penal, construido a finales del siglo XIX sobre los cimientos del viejo Monasterio de la Victoria, hasta el actual «complejo penitenciario», el mayor montaje carcelario de Europa, Puerto de Santa María forma parte de la leyenda negra de los presos sociales y es referencia represiva para los prisioneros políticos desde el final de la Guerra del 36, cuando llegó a encerrar a 6.000 luchadores antifranquistas, muchos de ellos vascos y alguno de los cuales no regresó de allá.

Cuando Franco se apaga en su cama son casi veinte los vascos que permanecen allí recluidos, entre ellos Garratz Zabarte. A finales de los 70 no quedaría ninguno. Y sin embargo, Puerto se reciclaría como referente de la estrategia española contra los prisioneros políticos vascos. Trato cruel, deshumanización, tensión permanente, acoso, régimen militarizado… «Ojo, ya lo sabes; estás en Puerto, mucho cuidado», son palabras que recuerdan haber escuchado veteranos... y jóvenes.

Eugenio Irastorza. Fotografía: Javier Gallego | Egin

 

«En la misma llegada ya nos dimos cuenta de que aquello era diferente», rememora Eugenio Irastorza, uno de los 119 presos políticos vascos que arribaron a Puerto I en julio de 1981, nada más ser inaugurada. No olvida que tras una kunda de cerca de doce horas, en convoy de más de 40 vehículos y un helicóptero según las crónicas, desde el primer segundo comenzaron los problemas. «Nos hacían formar para todo, daban las órdenes a palmadas; los recuentos, en pie al final de la celda; intervención de comunicaciones y censura… Era desesperante», narra como si escociera la memoria.

La reacción fue, evidentemente, de rechazo frontal. Y así, si acababan de estrenar las celdas, inmediatamente hicieron lo propio con la zona de aislamiento, conocida como «el palomar» por encontrarse en la parte más alta. «Lo llenamos al segundo o tercer día», recuerda.

Es verano de 1981, la estrategia del Estado en relación al trato a los prisioneros políticos da un salto cualitativo, y eso toma como escenario Puerto I. «Pronto comprendimos que no era algo coyuntural –insiste Irastorza–, sino una nueva estrategia». No se equivocaron.

Presos vascos en el comedor en los años 80. Fotografía: Javier Gallego | Egin 

 

Quienes pasaron por allá en aquel tiempo coinciden plenamente. Es el caso de Pipe San Epifanio y Jabotxa Fernández, quienes con apenas 18 y 19 años recalaron en Puerto I unos cuatro meses más tarde. «Era evidente que había un cambio de estrategia –responden a una–. Hasta entonces estábamos juntos, en comuna, nos organizábamos, teníamos nuestro espacio…». San Epifanio apunta que, en realidad, los estrategas españoles no inventaban nada nuevo pues «se trataba del mismo esquema que ya habían aplicado en Alemania». Irastorza coincide con él y recuerda el trato a los prisioneros alemanes de la RAF o con los del IRA en Gran Bretaña.

Jabotxa Fernández cita, riendo, que él acabó con catorce días de aislamiento por celebrar un gol de Yugoslavia a España. Irastorza tampoco olvida los partes disciplinarios por cantar en la ducha, correr, llevar camiseta de tirantes «o encontrar un pelo en el desagüe del lavabo durante un cacheo, e incluso por mirar mal».

Sobre los objetivos, Irastorza lo tiene muy claro: «Se pretendía destruir a la persona para neutralizar al militante. La persona es el soporte de la idea, de la forma de pensar. Si minas a la persona, se tambalea todo».

Familiares tomando el autobús a Andalucía en 2014. Fotografía: Luis Jauregialtzo | Foku

 

Para poder materializar semejante estrategia carcelaria era precisa la colaboración necesaria de los funcionarios. «Hasta entonces nuestra relación con los guardias era mínima –quiere puntualizar Irastorza–. En Soria y Carabanchel ni se formaba ni nada; te contaban y punto. Cuando había problemas, entraba la Policía. En Puerto la actitud cambia radicalmente y es cuando nos encontramos con auténticos carceleros implicados en la represión y el castigo. A partir de Puerto ellos asumen el protagonismo». Tampoco olvidan la implicación de los médicos, «otros carceleros más».

Puerto I era, además, un absoluto desastre en lo referente a la alimentación. «No es que fuera pésima, es que era indigerible. No se podía comer, era basura».   

En los patios, encajonados entre las altas paredes de los edificios y con apenas un fragmento de cielo a la vista, no había absolutamente nada para hacer. Incluso tenían prohibido practicar deporte. Lo mismo San Epifanio que Fernández recuerdan que siempre se intentaba buscar espacios propios. «Hicimos clases de euskara en el patio, debates sobre la situación política y otros temas. Intentábamos seguir funcionando como comuna, en la  medida de lo posible», dicen.

Mitxel Sarasketa. Fotografía: Javier Gallego | Egin

 

Bertsolaritza y literatura con Sarrionandia. Sobre este tema, Mitxel Sarasketa, que permaneció en Puerto I hasta el otoño de 1983 y tres años más tarde también conoció Puerto II, comenta que estaba proscrito incluso cantar ,pero que aun así, sentados en el suelo de un patio en el que no había nada, sacaron adelante interesantes experiencias culturales, «incluso algo de bertsolaritza, si mal no recuerdo».

Lo que sí guarda perfectamente en la memoria es que Joseba Sarrionandia organizó un grupo en que se hablaba de literatura, «se hacían ejercicios de escritura y hasta preparamos una revista tipo fanzine, ‘Intxaurraga’». Fruto de aquel grupo de literatura de Puerto I fue también el libro “Intxaur baten barruan eta Eguberri amarauna”, publicado en 1983. Sarasketa cuenta que Sarrionandia escribió allá “Narrazioak”, así como algunos de sus “Kartzelako poemak”, entre otras cosas.

Aunque el paso del tiempo puede suavizar las aristas de las situaciones más adversas, Mitxel Sarasketa no olvida cómo Iñaki Ojeda acabó en más de una ocasión en aislamiento precisamente por las poesías que escribía. Le brotó en prisión la pasión por la literatura. Parte de su trabajo fue destruido o robado por los funcionarios, aunque años después, en 2009, con el material conservado Ataramiñe publicó la colección de poesías “Penumbras del ayer”. Ojeda salió en libertad en junio de 1983 y apenas ocho meses más tarde, con 20 años de edad, murió tiroteado por la Policía española.

En el otoño de 1983 hubo una nueva vuelta de tuerca en el desarrollo de la política penitenciaria española. Acababa la fase de Puerto I y comenzaba la de Herrera de la Mancha. Así, entre finales de octubre y mediados de noviembre de aquel año, todos los prisioneros políticos vascos fueron desalojados de la prisión gaditana y concentrados en la manchega. Quienes en aquel tiempo estaban en Puerto I recuerdan que se encontraban en otra más de las numerosas huelgas de hambre y que decidieron abandonarla en la creencia de que el PSOE no continuaría con aquella política carcelaria de castigo y venganza. No fue así.

Una de las asambleas de patio en Puerto en los 80. Fotografía: Javier Gallego | Egin

 

«Habíamos comprendido que las huelgas de hambre, como forma de lucha, tienen unos límites y que con todo lo caro que lo habíamos pagado y las secuelas que nos había dejado apenas habíamos conseguido mejorar las condiciones de vida», asegura Irastorza, algo en lo que también abunda San Epifanio, cuando saca a colación que comprobaron que con los métodos clásicos de lucha en las cárceles no se lograba cambiar nada: «Entre los kides se comienza a sentir que hacía falta otro modo de lucha para responder a la nueva situación».

Aprendieron los prisioneros, pero también el sistema penitenciario, apunta Irastorza: «Así que después de Herrera vino la dispersión y eso nos colocó en una situación más dura aún porque, aunque tienes detrás a un colectivo, tú estás solo en ese momento». Esta importancia de ser y sentirse colectivo es también subrayada de manera especial por Jabotxa Fernández, cuando señala que «intentaban romper nuestra cohesión. Sentir que formas parte de un colectivo es algo importantísimo cuando se está en la cárcel».

Aunque durante los años 1987 y 1988 ya se producen algunos movimientos, es en mayo de 1989 cuando se considera que da comienzo de manera oficial la nueva estrategia española de dispersión y alejamiento, justo tras Argel. El 18 de agosto de aquel año prisioneros vascos en Herrera sufren una brutal paliza, otra más de las numerosas infligidas por guardias civiles y funcionarios. Anjel Alkalde es arrojado a su celda sin conocimiento. Seguidamente se produce la salida del primer grupo en dirección a Puerto II, inaugurada seis años antes.  «Yo creo que la paliza que nos dieron fue de despedida», recuerda Joseba Artola, que tres días más tarde ingresaba en el penal gaditano junto a otros cuatro. Iñaki Bilbao ‘Txikito’ y Mitxel Sarasketa ya estaban allí.

«Nada más llegar sentimos que el clima que se respiraba era deshumanizante –recuerda Artola–. Incluso la comida te la pasaban por debajo de la puerta, por el suelo. Nos trataban como si fuéramos bestias. Las celdas eran sucesivas capas de pintura sobre mierda y una de las reivindicaciones permanentes era la desratización. Ponían sanciones por cualquier cosa, que cumplíamos de manera solidaria; independientemente de a quién castigaran, todos pagábamos la misma sanción».

Marcha de Kalera Kalera a la prisión gaditana en 2017. Fotografía: Marisol Ramirez | Foku

 

Artola destaca el carácter aleatorio de las situaciones de presión y acoso. Y también que «en cada cacheo de celda lo rompían todo; regresábamos del patio y nos lo encontrábamos todo destrozado. Un día empezamos a dejarlo tal y como quedaba y parece que eso les desconcertó tanto que dejaron de hacerlo».  

Artola y el resto empezaron a intuir algo que corroboró más tarde de manera explícita un responsable de la prisión. «En mayo de 1994 nos reunimos con la dirección de Puerto II y nos quedamos asombrados al reconocernos que el objetivo era volvernos locos, acabar con nosotros. Es tremendo escucharlo. Pero sobrevivimos, porque éramos un colectivo y porque tuvimos unos familiares que jamás nos fallaron».

De los cambios que se van produciendo, Antton López Ruiz destaca también un elemento importante: «Hasta más o menos el año 1989 no había arruntas con nosotros. Con la dispersión ya se nos coloca en lugares comunes con presos sociales y en muchos casos completamente solos, sin kides». Recuerda cómo desde las instancias del Estado «se nos daba por acabados en pocos años. Con la dispersión nos echan a la basura».

Dieciséis años más tarde de haber pasado por Puerto I, en noviembre de 2007 Antton López Ruiz fue el primero en llegar al aislamiento de Puerto III, unas nuevas instalaciones. Acababa de frustrarse el proceso negociador de Loiola. «Estábamos en diferentes galerías y nos iban moviendo; daba la sensación de que querían que habláramos –comenta–. Al mismo tiempo, también comenzaron a hacer diferencias entre kides tratando de fomentar la aparición de confrontaciones, de problemas». «Nos han traído aquí para probar nuestras vanidades», recuerda haber comentado Antton López.

 

Gloria Rekarte (su imagen es de Yeserías pero también padeció Puerto). Fotografía: Javier Gallego | Egin

 

«Con las mujeres, peor». Una opinión compartida es la que verbaliza Joseba Artola: «Si con nosotros eran malos, con las mujeres eran peores; indescriptible, una pasada». Gloria Rekarte fue llevada al aislamiento de Puerto II en el otoño de 1991, tras pasar por Ávila y Tenerife. Dando un salto en la memoria, comenta que «en el módulo de mujeres vivían en celdas de cinco y hasta siete presas; una auténtica locura. Aislamiento, donde nos llevaban a las vascas, era un pequeño corredor con cuatro celdas y su patio, en el que apenas podías dar veinte pasos de largo».

Comenta que la humedad llenaba las paredes de verdín, que en invierno hacía mucho frío y no había calefacción y que en verano el calor era agobiante. Y recuerda una visita del Observatorio Internacional de Prisiones que advirtió inmediatamente del penoso estado de su zona. Encerrada en su celda, escuchó cómo las funcionarias les decían que aquella zona no se usaba. «Empecé a dar voces para avisar de que yo estaba allá, pero las carceleras comenzaron a hacer ruido con las llaves contra la puerta y no sé si me oyeron».

Arantza Zulueta, tras volver de más de tres años de duro aislamiento en Puerto, muy recientes. Fotografía: Marisol Ramirez | Foku

 

Si Gloria Rekarte pasó año y medio en el aislamiento de Puerto, Arantza Zulueta consumió el doble. Señala, sin dudar, la deshumanización y la humillación: «Aunque conmigo no utilizaban un comportamiento agresivo, con golpes o insultos, su trato era de desprecio». Zulueta recuerda cómo en ocasiones forzaba un «buenos días» solo «para mostrarles que yo no era un animal, que era una persona la que allí tenían encerrada».

«He conocido otros aislamientos, pero nada parecido a aquello», concluye con rotundidad. «Fue más que estar a mil kilómetros, fue dar un salto al pasado de más de veinte años, encontrarte en una sociedad arcaica que no había evolucionado», resume. 

40 años después de la llegada de aquellos 119, se cierra una cancela de prepotencia, crueldad y abuso, que deja muertes y otras secuelas. Hasta nunca, Puerto.