Iñaki Zaratiegi
Antropología de la música blues

Balada triste del Delta

Las canciones pueden redimir a la humanidad de sus desgracias. La población negra, arrancada de África por el esclavismo, cantó su pena entre campos de algodón con una música que se convirtió en universal. El etnomusicólogo Alan Lomax realizó un esforzado trabajo de campo sobre ese mundo que refleja en su libro «La tierra que vio nacer el blues».

Sam Chatmon (Mississippi Sheiks). Fotografía: Rambling Steve Gardner
Sam Chatmon (Mississippi Sheiks). Fotografía: Rambling Steve Gardner

Alos 20 años Keith Richards se topó en la estación de tren de Dartford con su excolega de escuela Mick Jagger, que llevaba un disco del pionero rockero Chuck Berry. «Por fin, un tío tan raro como yo», pensó, tras compartir una apasionada conversación sobre ignotos músicos como los blueseros John Lee Hooker o Howlin Wolf. Fue el germen de The Rolling Stones, nombre tomado de la canción “Rollin' Stone” (1948) del bluesman Muddy Waters.

Entendían la existencia del grupo como una cruzada de difusión del viejo blues negro y lo consiguieron. Junto a otros colegas (Alexis Korner, Eric Clapton, John Mayall, Eric Burdon, Joe Cocker, Van Morrison...) descubrieron al mundo aquella música hondamente sensible, acelerándola hacia el rock.

La influencia blues y el eco de Waters se reflejó también entre nuevos músicos blancos de su propio país: Allman Brothers, Buffalo Springfield, Janis Joplin y grupo... También en el título “Like Rolling Stone” de Dylan o la cabecera de la revista “Rolling Stone”.

Narra Richards en el documental “Under the Influence” que cuando los Stones visitaron en 1964 los estudios Chess Records de Chicago había alguien en un pasillo pintando los techos desde una escalera. Su acompañante se los presentó: «Por cierto, este es el señor Waters». El joven músico inglés (en cuya guitarra rezaba “Boy Blue”), recuerda: «Chorreaba pintura y dijo ‘gracias por lo que hacéis’. Tuve que digerir la imagen luego. Aquello decía mucho sobre la relación entre blancos y negros».

Unos meses antes, en la primera rueda de prensa de los Beatles en Nueva York, un periodista les preguntó qué querían ver. Contestaron: «Muddy Waters y Bo Diddley». «¿Y eso dónde está́?», inquirió el desinformado plumilla.

Henry Cowell, A. Lomax, Sonny Terry y Brownie McGhee en Nueva York (Bess Lomax H. Collection, 1940).

 

Cazador de canciones. Antes de que aquellos casi imberbes británicos hubieran nacido, el etnomusicólogo americano Alan Lomax había realizado una trabajosa labor de campo sobre esas músicas. La editorial Libros del Kultrum ha presentado en castellano su libro “The Land Where the Blues Began” como “La tierra que vio nacer el blues. Prosas reunidas de un folclorista legendario”. Se publicó en 1993 y recibió el Premio Nacional de la Crítica. El arqueólogo musical narró en más de 400 páginas sus vivencias sureñas en un tono medio literario medio académico. Un diario de viaje, con entrevistas, conversaciones y muchas letras de canciones que narra las claves del “sonido del Delta del Misisipi” a través de las vivencias personales y sociales de la población que venía del esclavismo.

Nacido en Texas en 1915 y fallecido en 2002, compartió con su progenitor John (quien ya en 1910 publicó “Cowboys Songs and Other Frontier Ballads”) la pasión por el folclore y las gentes del mundo. Viajó durante más de seis décadas y acumuló casi una veintena de libros especializados y miles de grabaciones para la Biblioteca del Congreso. En 2016 la fundación que lleva su nombre, presidida por su hija Anna Lomax Wood, anunció la digitalización del mayor archivo de música folclórica mundial con más de 17.000 grabaciones. Un legado de quien fue también escritor, músico y cantante, productor (promocionó a Woody Guthrie o Pete Seeger), locutor o cineasta ocasional.

Aprendió de su padre a transportar en el maletero una grabadora portátil de mas de doscientos kilos y las copias vírgenes de los discos en aluminio y acetato. Con los años pudo registrar en estéreo y filmar en vídeo. Tuvo que vérselas con las condiciones físicas de los viajes y las identificaciones, detenciones y expulsiones por parte de policías locales que lo veían como incómodo testigo de la explotación humana. El FBI lo vigiló por sospechoso de agitador comunista, algún sheriff local le avisó de que podía ser tomado por un informador para los japoneses y hasta llegó a ser tiroteado.

Fue acusado además de manipular y disfrazar a algunos de sus entrevistados para hacerlos más atractivos a la cámara y hasta de cobrar derechos de autor por canciones anónimas. La intención de su libro sobre el blues es en todo caso, y desde el mismo prólogo, un noble alegato contra la opresión, y la desigualdad de la sociedad capitalista. Y una defensa de las “poderosas y estables” tradiciones culturales africanas transportadas oralmente a la América esclavista.

John Le Hooker. Fotografía: Steven W. Lewis

 

El negro Sur. Lomax hizo varios viajes en los años treinta-cuarenta y sesenta, con el intervalo de una estancia en Europa parece que huyendo de la presión policial. Se asentó en Londres y desarrolló su especializada labor de campo por el Estado español, Irlanda, Italia, Rumanía y hasta la India. Al regresar a Estados Unidos realizó otra extensa investigación musical en el Sur sobre la que escribió el libro que ahora se ha traducido al castellano.

Le acompañó a veces su hijo mayor, especialistas de su equipo universitario, la antropóloga y novelista afroamericana Zora Neale Hurston o el también compositor y folclorista John Wesley Work III. Se realizaron grabaciones en plantaciones y otros lugares de trabajo, iglesias rurales, locales de ensayo, reuniones familiares, bares oscuros, caminos y hasta once cárceles donde la población era mayoritariamente negra. En la prisión Angola de Louisiana registró al influyente Leadbelly (Huddie Ledbetter), condenado por asesinato que fue liberado y trabajó para el folclorista como chófer y cantante en sus conferencias, aunque acabaron enfrentados.

En 1942 rebuscó al misterioso Robert Johnson que según la leyenda vendió su alma al diablo. Dio con la choza donde vivía su madre quien le explico que había muerto. La anciana recordó al «niño enclenque», que no daba problemas, «escuchando siempre al viento o las gallinas» y asiduo a la iglesia. Hasta que creció lo suficiente como para irse lejos «con chicos mayores que tocaran la armónica, mandolina o guitarra». A sus 21 años «una mala chica o su novio lo envenenó y no había médico en el mundo que pudiera salvarlo, eso dijeron», contó la madre a quien cuando lo encontró moribundo le dijo: «cuelga la guitarra porque ya dejé todo eso atrás. Es lo que me causó problemas, mamá. Es el instrumento del diablo, como dijiste, y ya no lo quiero».

En aquella búsqueda, el musicólogo descubrió al muy joven Muddy Waters (McKinley Morganfield). La primera canción que le grabó fue “Country Blues” y escribió que «cantaba con tal sutileza, con un vínculo tan sensible entre voz y guitarra, y expresaba tal ternura en la forma de tratar las letras, que sobrepasaba con creces a todos sus predecesores». El folclorista recogió canciones y entrevistas con Memphis Slim, Fred McDowell, B. Bill Broonzy, Son House, Big Hill, Sam Chatmon y docenas de otros grandes del género.

Lomax comprobó la baja presencia femenina: «En contadas excepciones, solo aquellas mujeres de la industria del espectáculo, de dudosa reputación o que alardeaban de vidas disolutas, interpretaban públicamente el blues… No cantaban en la calle ni en garitos y bares donde, sin duda, estarían a merced de lances sexuales de todo tipo, desde los correctos hasta los que podían poner en peligro su vida». Pero ahí estaban Mamie y Bessie Smith, Memphis Minnie, Rosa Lee Hill, Vera Hall, Ethel Waters, Ida Cox, Ma Rainey y bastantes otras más.

Póster de Vera Hall (Burgin Mathews) y Besie Smith (Smith Collection/Gado, 1936) y Mudddy Waters en la portada del disco “I’m Ready” (Philpp Hays). Rosa Lee Hill y su hermana Sidney Hemphill (Alan Lomax 1959), cartel de la película sobre Leadbelly, mujer en la iglesia (A. L., 1959), caja de CDs de Blind Willie McTell, Son House en Londres (Sylvia Pitcher, 1967), Charley Patton dibujado por Robert Crumb, la bluesera Jessie Mae Hemphill (foto promocional), Leadbelly al acordeón (Tiny Robinson, 1942), jóvenes presos en uniforme y encadenados.

 

Gran río africano. El estudioso tejano explica el origen rítmico de aquellas músicas como salido de los golpes del mazo en la roca y otros instrumentos de trabajo, las cadenas arrastrándose y el lamento de las gentes explotadas o presas. El “verdadero canto negro” y “la primera forma de canción satírica en lengua inglesa” de unas gentes arrancadas de sus orígenes africanos para ser explotadas y despreciadas por una sociedad colonialista y racista.

La tristeza genética blues que Leadbelly explicó a Lomax: «cuando por la noche estás acostado, no paras de dar vueltas de un lado para otro y nada te apacigua, hagas lo que hagas, significa que el Viejo Blues te ha echado el guante».

Su libro es un viaje por la Highway 61, la Ruta del Blues, que el autor prologa explicando que «es el descubrimiento paulatino de ese manantial de tradiciones africanas que fluye por la vida del Delta lo que da forma a las experiencias narradas en estas páginas. Las grabaciones al pie del cañón, las historias de sus vidas, las páginas amarillentas de mis cuadernos de campo, los recuerdos de aquellos encuentros… Todo conduce, como por arte de magia, a algún inexplorado, o acaso ya inexistente, meandro del gran río que vio nacer el blues».

Una música creada desde «la experiencia de la clase obrera negra del Sur en el periodo que sigue a la abolición de la esclavitud, que fue, en cierto sentido, tanto o mas amarga que la propia esclavitud». Un tiempo de explotación, miseria y extrema violencia colonial y de clase, con los carcelarios campos de trabajo a rebosar y la práctica cotidiana del asesinato a golpes, tiros e incluso por linchamiento.

 

El bluesman Ed Young fotografiado por Alan Lomax en 1960.

 

Euskal Blues. Entre 1952-53 el recopilador americano acumuló unas 75 horas de grabaciones por la península y Baleares y algunas fueron publicadas por el sello Rounder. Dicen que viajó vigilado por la Guardia Civil que, como el FBI, sospechaba de él por espía o comunista. Coleccionó bastantes registros vascos: un coro de taberna de Zeanuri, otro encuentro en la taberna Kresala de Ondarroa con coros de mujeres y hombres, la alboka-pandero de Arantxa-Andoni Goikoetxea, los bertsolaris Basarri o Uztapide o los Txistularis de Donostia y Zarautz, entre otros.

En su visita a Baztan y aledaños tuvo una particular relación con el folclorista Mariano Izeta, a quien escribiría desde Londres: «Sus canciones vascas e irrintzis han provocado sumo deleite entre las personas que las han escuchado aquí o en París. Tengo la completa seguridad de que serán utilizadas por la BBC en sus emisiones sobre la música de los vascos en Navarra». En 2017 el grupo folk Mielotxin le homenajeó recuperando en su cuarto disco algunas de esas músicas.

Respecto al blues, su práctica llegó tarde a tierras vascas, a finales del pasado siglo, con pioneros como los navarros Alpargatas Cuando Llueve Blues Band que han tenido continuidad con No More Blues, La Prima Janis, De 2 en Blues Band o el beratarra Joseba B. Lenoir, apellido de un legendario instrumentista del Delta.

Pioneros fueron también los bilbaínos Los Fastuosos de la Ribera y a orillas del Nervión han existido Botxo Boogies o la vocalista getxotarra Inés ‘Mississippi Queen’ Goñi y otras gentes amantes del género. El guitarrista ipartarra Jean-Marie Ecay tocó con los costeros Itoiz y se ha labrado un nombre en la escena gala.

En Donostia funcionó el antro La Gatera, con Stay Blues, Blues Stop, o Lau Behi. En Errenteria existieron Blues Thorpes, en Elgoibar Arima Beltza, desde Hondarribia White Towels Blues Band y el guitarra Iker Piris (The Romanticos) es de Tolosa.

La discográfica Gaztelupeko Hotsak y la taberna del mismo nombre, en Soraluze, han sido una militante plataforma y de allí son Zuhaitz Zatitxuak Blues Band. Han existido macro festivales internacionales en Getxo y Hondarribia y visitas como la del maestro BB King y otros al Jazzaldia. Otras inciativas han sido Tolosandblues (con 17 ediciones) y festivales en el mentado Soraluze, Arrasate, Burlata (donde existe la Asociación Burlada Blues Bar), Leioa, Zizurkil y algún otro.

Para el periodista bilbaino Óscar Cubillo, que entre 1995 y 2000 editó 15 números de la revista “Ritmo y Blues”, los años 90 fueron la mejor época y cree que el bajonazo posterior es profundo: «el blues está, como quien dice, muerto. No hay casi grupos nuevos. Los negros ya no lo tocan en Estados Unidos y eso lo ha anulado artísticamente. En Euskadi existe alguna banda de bar o abocada a lo hostelero, los puristas Blues Morning Singers, un tío que toca la armónica…, pero poco movimiento en general. ¡Menos mal que tenemos a los Travellin' Brothers de Leioa, que han visitado USA y China y giran regularmente por Europa!».

Big Bill Bronzy (Tommy Cheng, 1995).

 

Consuelo para la humanidad. Alan Lomax comparó el blues con el flamenco: «el cante jondo americano, con poco que envidiar a ese arte español en materia de habilidad vocal e instrumental, más fresco, si cabe, en lo tocante al sentimiento y de alcance más amplio, si se quiere». Dos géneros musicales con origen en el desarraigo; “canciones de redención”, que diría Bob Marley.

Las condiciones de vida de la comunidad gitana o del Delta americano han lógicamente variado desde aquellos tiempos pioneros y su genética musical ha evolucionado en muchas direcciones. Pero esos estilos siguen emocionando por la manera en la que sus canciones retratan el desarraigo personal y social.

El especialista americano escribió que «el blues tiene la propiedad mágica de permitir improvisar un comentario sobre la vida. Al mismo tiempo, su música hace que ‘te agites’ de un modo manifiestamente africano».

Entendió la cultura sónica sureña «como el producto de una reacción de la poderosa tradición africana a un medio social nuevo y, con frecuencia, más duro». Y la definió como una respuesta a «la sensación, diriáse de anomia y de alienación, orfandad y desarraigo; la convicción de haberte convertido en mercancía en lugar de ser humano; la pérdida del amor, la familia y tus raíces. Ese síndrome moderno que era ya la norma para los jornaleros de las plantaciones de algodón y demás temporeros del Sur Profundo hace poco más de cien años… Porque nuestra especie nunca ha sido más poderosa y rica, pero jamás ha estado tan indolentemente enferma». Lomax tarareó un redentor final bluesy para su historia: «el sol va a brillar en mi puerta trasera algún día, va a levantarse un viento que se llevará mi tristeza...».