Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Recordar y soltar

Rememorar, recordar y homenajear a las personas que no están y dar la bienvenida a las que acaban de llegar, tiene una significación particular en fechas como estas, porque todos hacemos algo similar a la vez, lo cual intensifica la experiencia individual. Hay algo en ese recuerdo que en ocasiones nos reconforta y en otras, nos pesa. Como la mayoría de los lectores saben, la memoria no es un registro fiel de lo que captan las ‘cámaras’ de los ojos o las ‘grabadoras’ de los oídos, que se mantiene inmutable a lo largo de los años; más bien se trata de un lienzo impresionista que no solo se fija con cierta abstracción, sino que se va modificando cada vez que se recuerda un hecho concreto.

Hay una descodificación en el momento de recordar que exige cierta fabulación, rellenando los huecos entre punto y punto con una interpretación coherente con el momento en el que se recuerda. En otras palabras, cada vez que recordamos un hecho estamos también adhiriéndole nuevos matices. Por ejemplo, cuando volvemos a escuchar por primera vez una canción querida de la adolescencia, una asociada a un determinado grupo de hechos y emociones, es posible remontarse a aquella época. Sin embargo, si escuchamos esa misma canción un determinado número de veces más, será cuestión de tiempo que esas sensaciones se diluyan, se transformen e incluso cambien sustancialmente, a la luz de una nueva interpretación. Cuando los recuerdos pesan, cuando los recorremos una y otra vez sin saber por qué y nos siguen dejando un regusto amargo, a menudo hay una intención, una inquietud de búsqueda de algo que parece estar oculto en esa escena que revisitamos; y, en otras ocasiones, el recuerdo es simplemente un agujero negro que sigue chupando la luz de la vida actual.

Recordar es imprescindible para adaptarnos al futuro, pero siempre y cuando el recuerdo se pueda mirar a través de lo aprendido, a través de lo que esa experiencia nos dejó y que nos ha servido. Es cierto que no todo lo que nos viene en forma de recuerdo es agradable o merece la pena ser atesorado, en cuyo caso cabe preguntarse ¿qué me queda por aprender de esto? ¿Qué trato de comprobar? Y, probablemente, la respuesta sea relevante, se trate de un aprendizaje o comprobación que aún de alguna manera tiene un sentido hacer; sin embargo, cuando no hay respuesta a esas preguntas, la siguiente a plantear es «si no puedo recibir nada hoy de este recuerdo, ¿qué sentido tiene guardarlo, rememorarlo activamente o incluso sufrirlo?», «¿para qué lo quiero?».

A veces guardamos souvenires de viajes antiguos que terminan convirtiéndose en trastos a los que quitar el polvo y nada más, o, dicho de otro modo, el recuerdo que traen asociado ya no es tan vívido ni se presenta con tanto cariño como lo hacía unos meses después de comprar el objeto. De una forma similar, cuando recordamos, hay una información desactualizada, propia de aquel momento, que no vamos a poder incorporar a la vida de hoy sin incurrir en incongruencias. Y es que, el mero recuerdo no cura lo difícil que haya podido suceder y que recordamos. No, necesitamos todo un proceso de contraste entre la persona que somos hoy y la que fuimos, entre la relevancia de aquella situación entonces y la pertinencia hoy; necesitamos quedarnos si acaso con un aprendizaje concreto de lo que queremos y no queremos que suceda la próxima vez, y ‘hacernos presentes’ con nuestras capacidades actuales para mirar al pasado y decir algo así como «hoy, lo que quiero quedarme de ti es…» «Y lo que quiero que se vaya es…».

Y es que, recordar también en un acto de voluntad, de revisión y de resignificación de lo vivido, un proceso en el que tenemos algo que decir desde el hoy, no solo como meros espectadores de quienes fuimos, sino como auténticos protagonistas de una reedición que implica soltar y atesorar. Sea como fuere, para dejar espacio a lo nuevo que está por venir tenemos que decidir qué dejamos que se lleve el mar.