Javi Rivero
Cocinero
GASTROTEKA

Congelar o no congelar, he ahí la cuestión

No sé como arrancar un tema tan delicado como el de hoy, pues vamos a hablar de un pariente al que todos tememos y con el que, de momento, no nos queda otra que aprender a convivir. Lo temen las merluzas, anchoas, bacalaos, rodaballos, rapes y, si os descuidáis, dentro de poco hasta los cerdos. No es broma. Los cerdos pueden estar tranquilos. Amigos, familia, démosle la bienvenida, o no, al anisakis. Ese primo griego que, como dice mi gran amigo Mikel Zeberio, a veces nos toca los… pescados.

Pues de gusanitos y pececitos vamos a hablar. No sé si os ha tocado alguna vez ver uno, pero ya os aseguro que agradable y bonito no es. También me gustaría deciros que, siendo este un tema grave, no tenemos por qué alarmarnos. Todos, y repito, todos, nos hemos comido más de un anisakis alguna vez en nuestra vida. Ocurre que no nos hemos dado cuenta de cuándo ha sido, porque pasa casi siempre desapercibido y no todo el mundo reacciona de manera que el cuerpo sufre un ataque. Es ese mini miedo con el que uno convive y que sabe que, igual que nos puede tocar la lotería, nos puede dar un viaje de anisakis comiendo pescado. Se estima que menos del 1% de la población es alérgica al anisakis, por lo que no nos tenemos que volver locos, pero convendría tener alguna que otra noción sobre el tema. Dejémoslo en que, teniendo un poquitín de culturilla general sobre el tema, no sería difícil controlar y convivir con este primo en nuestras casas.

Lo dicho, aprendamos a convivir con ello. Primero, os cuento lo que realmente es. Hablamos de un parásito con forma de gusano que, una vez parasita al pez, vive “en la cavidad del aparato digestivo”. Una vez se pesca y el pescado se muere, las tripas son lo primero que empieza a descomponerse, por lo que el anisakis huye y pasa a las carnes más cercanas. Ahora ya sabéis por qué las ventrescas de las merluzas son la parte más afectada o por qué casi siempre aparece en la parte de arriba de los pescados; porque estas son las partes que recogen el aparato digestivo y la carne más cercana a este. Aquí ya tenemos una segunda lectura que puede llevarnos a identificar si un pescado es más fresco o no. Si una merluza recién pescada y casi viva se eviscera al momento, el parásito probablemente salga con todas las tripas y el pescado quedará prácticamente libre de parásito. Por lo menos, la parte que nos comemos. Pero la cosa cambia si el animal se ha pescado y pasa un tiempo muerto hasta que se eviscera, caso en el que poco a poco el bicho va entrando en la carne y avanza por el pescado. No os digo que esto ocurra siempre, pero tened en cuenta que puede ser un indicativo de esto mismo que os estoy contando. La frescura del pescado. Otra cosa es que esté muy afectado por el parásito, caso en el que poco se puede hacer, se eviscere rápido o no.

Entramos en otro tema con el cual tengo un amor odio bastante grande. Me pongo en plan príncipe Hamlet y recito: “Congelar o no congelar el pescado, he ahí la cuestión”. A mí esta es la parte que más me trastoca el sueño. Disfruto tanto del pescado que sufro con lo mucho que pierden algunas piezas cuando pasan por la Siberia del congelador de nuestra casa. En serio, si hay que comer proteínas limpias, omegas 3, 6, 17, 23, 89 o 150, podemos buscar otros alimentos que no haya que destrozar para que sean seguros. Acordaos de que comer y alimentarse también van de eso de ser feliz. Por lo que hagámonos disfrutar a la vez que comemos. Y yo, a no ser que me rebocéis con kikos un filete de merluza congelado y me lo sirváis con mucha mayonesa picante y patatas fritas, os aseguro que feliz no voy a ser. A cambio, si me dais un lomito fresco de merluza, lo repasamos bien para asegurarnos de que no tenga bicho y este sale limpio, solo lo pasaré unos segundos por la plancha con una gota de aceite de oliva y sal. Esto es vestir de gala una merluza y lo otro… tortura. También es seguridad alimentaria y sí, estoy exagerando, pero lo que quiero es que os planteéis el hecho de saliros de los esquemas de a diario en los que por seguridad alimentaria cada vez cuesta más cocinar rico. No os pido que pongáis en riesgo vuestras vidas, ¡faltaría! Solo digo que no podemos cocinar con miedo. Tenemos que cocinar con seguridad, personal y alimentaria, para poder disfrutar de la parte cultural e identitaria de este acto.

Estamos todavía en temporada de anchoas, verdeles y se acerca la de su majestad el bonito. Esta familia tampoco se libra del susodicho bicho, pero para el caso del hermano mayor, el bonito, la congelación pasa a no ser un problema. Debido al tipo de carne de este pescado y de casi todos sus parecidos (atunes y bonitos de todo tipo), el congelar la carne no supone una pérdida del disfrute. Como norma general, cuanto más grande es el pescado, mejor aguantará la congelación y su posterior descongelación, manteniendo lo mejor de su textura y sabor. Obvio, algo cambiará y no será a mejor, pero no será tan grave como para decir que no vayamos a disfrutarlos casi como si no los hubiéramos congelado. Para esto hay un par de claves. La primera es la de congelar el pescado bien limpio y seco, lo más rápido posible. Segundo, y por el contrario a la primera clave, la descongelación ha de ser lo más lenta y gradual posible ya que, de esta manera, los cristales de agua formados en la congelación no romperán las fibras de la carne. Para esto, lo mejor es descongelar un alimento siempre en la nevera. Si se congela rápido, estos cristales serán mucho más pequeños y, por lo tanto, ayudarán a que esto de que se rompan las fibras no ocurra. El resultado de fallar en cualquiera de estos dos pasos se traduce en un pescado seco, falto de textura y probablemente también de sabor.

Familia, y cuando digo familia incluyo también al bueno de Ani, os voy a dejar una receta con la que podéis disfrutar de la temporada en la que estamos y del pescado, sin volveros locos. Con precaución y seguridad, pero sin caer en la locura.

Anchoas fritas. Uno de los manjares más grandes habidos y por haber en la tierra. Lo primero, aseguraos de que están limpias de bicho. Una vez descabezadas y evisceradas, las lavamos con cuidado para dejarlas impolutas. Un pequeño truco es pasarlas por un baño de agua y sal y lavarlas ahí mismo. Las secamos y, mientras escurren el agua sobre papel absorbente, vamos picando varios dientes de ajo lo más fino posible. Calentamos abundante aceite en una sartén y añadimos una cucharada del ajo súper picado. Si se hunde, esperamos a que empiece a burbujear y flotar; empezará a dorar, momento en el que añadimos un buen puñado de anchoas. Las removemos, literal, entre ocho y diez segundos de reloj y las sacamos a una bandeja. La clave es dejar la anchoa rosita por el centro. Y amigos, como aprendí del gran Pedro Arregi, coged una buena rebanada de pan, colocad las anchoas encima y dejad que escurran bien el aceite sobre esta. Con paciencia id disfrutando lomo a lomo de este regalo del mar en primavera y ya sabéis que con este plato no tenéis que dejar que el primo griego se siente a la mesa.

On egin!