Periodista / Kazetaria
EL MOVIMIENTO SKINHEAD SIN MITOLOGÍAS NI ESTEREOTIPOS

Radiografía «rapada» de un tiempo y un lugar

El prolijo y detallado libro realizado por Carles Viñas, «Rapados. Una historia de la subcultura skinhead autóctona» (Verso, 2024), es un acercamiento histórico y realista, desposeído de cualquier ejercicio amarillista, que despliega un completo recorrido por las diferentes corrientes y etapas que el movimiento de las «cabezas rapadas», envuelto siempre en polémica, ha desplegado en Euskal Herria y en el Estado.

Jóvenes británicos «saludan» a cámara en una imagen tomada en Brighton en los años 80.
Jóvenes británicos «saludan» a cámara en una imagen tomada en Brighton en los años 80. (John G Byrne / PYMCA / Avalon | Getty Images)

La historia del ser humano se escribe como una constante disputa entre mantener intacta su naturaleza individual y la necesidad casi antropológica de sentirse integrado en la comunidad. Una pulsión por formar parte del colectivo que, si en el presente aparece desprovista de virtud, aunque la homogeneización dicte nuestro hábitat cotidiano, en épocas no tan lejanas como pueda parecer se percibía como un bien cotizado. Una necesidad orientada prioritariamente a una etapa de juventud que ha encontrado respuestas en múltiples manifestaciones, entre ellas, una especialmente llamativa, no solo en cuanto a sus postulados estéticos, sino por un carácter novedoso a la hora de aglutinar ámbitos de identificación dispares y heterogéneos, enunciada bajo el nombre de skinheads.

Surgidos a finales de los años sesenta en Gran Bretaña, su implantación en el Estado español adoptó características locales y especialmente fluctuantes en cuanto a su condición. Dificultades en su ya de por sí escurridiza morfología a la que Carles Viñas, a quien Kiko Amat en el prólogo de “Rapados. Una historia de la subcultura skinhead autóctona” (Verso, 2024) señala como eminencia a la que recurrir en este aspecto, se enfrenta en una mastodóntica obra, una ampliación de su pretérita “Skinheads. Historia global de un estilo” (Bellaterra, 2022), que ejerce como profuso mapa de dicho movimiento. Un afán investigador que se suma a su propio conocimiento para trazar un copioso y repleto de detalles itinerario que ilumina en todo lo posible esta rebelde forma de expresión llena de ambigüedades, alteraciones y no pocos estereotipos fecundados a su alrededor.

NOMBRAR NUEVAS REALIDADES

La escasa literatura en castellano existente sobre los movimientos juveniles, a los que por primera vez en 1985 se les tildaría de tribus urbanas, destapa el exiguo interés por desentrañar sus formas organizativas y, por extensión, dado el carácter adoctrinador de las primeras publicaciones, su exclusiva aspiración moralizante. No iba a ser hasta la llegada de la llamada Transición, y tras una relativa distensión de los yugos dictatoriales, cuando algunas páginas se iban a acercar, blandiendo términos como “pasotas”, a esas desconocidas para la masas realidades marginales. Embrionarios conocimientos rápidamente pasto del sensacionalismo servido por ciertas acciones violentas sucedidas en su centro. Hechos que auparon a los “cabezas rapadas” hasta los titulares periodísticos, contando incluso con algún best seller, como “Diario de un skin”, de Antonio Salas, en su bibliografía. Tomos más preocupados por avivar tópicos y señalar conductas sancionables que por colaborar a su descripción objetiva.

Aunque la irrupción de dicha tendencia, en principio estética, tuvo sus antecedentes -en cuanto a significar una identificación grupal- durante los años sesenta por los denominados “ye-yes” o los hippies en la década posterior, una subcultura prolija pero que su alistamiento alrededor del marxismo descendería su popularidad, al mismo tiempo significó una enmienda a esas doctrinas pasadas, emergiendo como una ruptura contra sus “progenitores”. Una ola que, aunque estuvo influida decisivamente por la realidad particular en la que nacía, mantenía ciertas constantes como la masculinidad, derivada en no pocas ocasiones en violencia; un sentido de pertenencia arraigado en elementos patrióticos y un intento, paradójicamente representado en su incapacidad para la organización, en ritos marciales (cabezas rapadas, botas militares, uniformidad) convertidos casi siempre en estación de paso hacia la edad adulta.

Las botas de la marca Dr. Martens son un complemento indispensable en la estética skinhead, junto a las cazadoras bomber y sus cabezas rapadas. (John G Byrne | PYMCA Avalon | Getty Images)

UN MOVIMIENTO GLOBAL CON ACENTO LOCAL

La aparición del movimiento skinhead en el Estado español tuvo que esperar hasta mediados de los años ochenta para su germinación, consecuencia, como tantos otros aspectos, del aperturismo derivado del final del franquismo y la necesidad de la población por reconquistar libertades. Una cronología que significó más de una década de retraso con respecto a sus homólogos y que, por lo tanto, supuso en paralelo dotar a dicha expresión de unas connotaciones diferenciadoras. Un mapa de “rapados” que, dada su eminente naturaleza urbana, se desplegó especialmente en capitales de alta densidad poblacional pero, sobre todo, capaces de albergar una red cultural y de comunicación que funcionara como suelo fértil.

Que Catalunya se presentara como una de las principales puertas de entrada al movimiento no fue fruto de la casualidad; su tejido contracultural y una bulliciosa vida social era un ecosistema propicio para el nacimiento de diversas expresiones ciudadanas. Magma colectivo vapuleado por la presión policial y mediática en torno a los movimientos libertarios e igualmente sacudido por la llegada de una brutal reconversión industrial, dejando a su paso un legado de paro que germinaría en el estrato juvenil en forma de un absoluto descreimiento por la política institucional. Un desarraigo que motivó buscar referentes en otros paisajes menos tradicionales, y embutirse en una chamarra “bomber”, calzarse unas Dr. Martens y raparse el pelo no parecía una mala opción para muchos.

Con factores comunes, sobre todo aquellos referidos a la situación laboral, Euskal Herria significaba una singularidad en cuanto a la coexistencia pacífica, contraria a las refriegas constantes en otras ciudades, entre las tribus urbanas que poblaban las calles. Una realidad que el autor del libro no duda en atribuir a un contexto político particular, donde la militancia abertzale, y en general de cualquier signo ácrata, lograba encontrar más puntos de cohesión que de fricción. La existencia de una tupida red de confraternización cultural ejerció como lanzadera paraunos skinheads que, si en otros partes del Estado eran observados con lupa por las autoridades, la Delegación del Gobierno usaba un trazo grueso para convertirlo en “todo es Jarrai” y azuzar, a través del Plan ZEN, la represión en forma de ley antiterrorista.

Pero los condicionantes que esparcieron paulatinamente la aparición de movimientos juveniles, y en concreto el que nos ocupa, tuvo infinitos desencadenantes que, sumados, acabarían por desplegar sus tentáculos. Si en Madrid, en 1982, la proyección de la película “Quadrophenia” fue el descubrimiento para parte de una sociedad del ideario “mod”, que no dejaba de ser un claro precedente, Valencia, y otras grandes localidades, se resarcían del oscurantismo dictatorial por medio del ocio desaforado, facilitando lugares de expansión juvenil, mientras que, paradójicamente, ser el lugar de destino para realizar el servicio militar significaba una opción también válida para compartir inquietudes y descubrimientos.

Componentes de la banda The Clash, en mayo de 1981, momentos antes de iniciar un concierto en Hamburgo. (Ellen Poppinga - K&K / Redferns | Getty Images)

EL PUNK COMO EJE VERTEBRADOR

La asimetría con la que el movimiento Skinhead se manifestó con respecto al surgido en Gran Bretaña influyó igualmente en la banda sonora que le acompañó. Mientras que en Gran Bretaña fueron los ritmos como el Ska o el Rocksteady, más adelante atravesados por propuestas ruidosas, quienes servían como comité de bienvenida a los primeros rapados, en la península se valieron de la ya instaurada escena punk, que derivaría también en la Oi! (subgénero de la misma abierto a la influencia de otras melodías), para acomodarse en torno a ella. Convertida la música en principal canalizador y exportador del ideario, los conciertos, discos y sellos discográficos se presentaban como epicentro de su desarrollo.

La solidez de propuestas de este estilo existentes en Catalunya desde finales de los años setenta, donde sobresalían La Banda Trapera del Río o Ramoncín, y que pronto surgieran dos formaciones de estética e ideario ligado a los Skinheads, como Último resorte y Decibelios, supuso un foco de radiación para muchos jóvenes que, sin posibilidades reales de acceder a ejemplos foráneos, un lujo al alcance de los más adinerados o de periodistas, vieron en ellos absolutos referentes y la puerta de entrada al movimiento. Un papel de guía que se respaldaba en paralelo por la presencia sobre los escenarios de grupos ilustres extranjeros, especialmente llamativa resultó la actuación de los Ramones en la fiesta celebrada por el PSUC en el 80, o a través de grandes festivales, siendo las 24 horas de duración que en 1978 conllevó la celebración de Sant Joan, disfrutado por más de 23 mil personas, todo un hito histórico. Un jugoso caldo de cultivo para la proliferación y la exaltación de esa incipiente pero ya envalentonada moda.

No menos tupida se manifestaba una escena musical vasca que, una vez arrinconadas o directamente apartadas las propuestas de cantautores, asentaba sus cimientos a través de bandas de incendiario verbo, el que exhibían Cicatriz, MCD, RIP y sobre todo unos Kortatu que se presentaban ligados a la esfera más combativa del movimiento Skinhead, lo que explica que sea Fermin Muguruza el firmante del epílogo en el libro de Carles Viñas. Una proliferación donde convivían las crestas y los rapados, una sintonía a la que ayudó el establecimiento del llamado rock radical vasco y algunos eventos de gran difusión, como las actuaciones ofrecidas por The Clash o Angelic Upstarts, o grandes concentraciones como la organizada en Tutera en 1983. Un llamamiento a atravesar la juventud de manera rápida y desaforada que se impulsaba incluso gracias a episodios de censura, como el sufrido en 1983 por Las Vulpes en el programa de RTVE, “Caja de ritmos”, que solo sirvió para radicalizar más todavía su exposición.

La aparición de la “movida madrileña” fue un foco de propagación, de hecho hubo un claro trasvase de “hijos de la democracia” dispuestos a enrolarse en torno a ella, pero resultó ser, al mismo tiempo, un agujero negro que abdujo cualquier otra propuesta. Por eso, mientras que en otros lugares un fuerte espíritu de rebeldía se imponía, en este caso concreto todo quedaba barnizado por un sentido de frivolidad desprovisto de cualquier empuje social, algo representado a la perfección por algunas de sus bandas primerizas, como Kaka de Luxe. Una vertebración del punk que ponía el foco casi en exclusividad en su faceta más lúdica pero que, sin embargo, seguía encontrando su puesta en escena más aguerrida con actuaciones de bandas icónicas como Iggy Pop, The Clash o Damned.

Fotograma de la película «Quadrophenia». (Jeremy Fletcher / Redferns | Getty Images)

LA LLEGADA DE TESIS ULTRADERECHISTAS

A pesar de que la “mitología” ha relacionado al movimiento Skinhead con comportamientos ligados a pensamientos reaccionarios, en ningún momento esta actitud capitalizó los orígenes de la escena ibérica. A pesar de que su simbología era capaz de alternar hoces y martillos con esvásticas, su carácter transgresor estaba desprovisto de cualquier lectura más allá de la estética. Por lo que dichas actitudes intransigentes fueron el resultado de una traslación directa de una realidad muy diferente, como era la expresada en Gran Bretaña, donde históricamente la inmigración había sido objeto de las iras de movimientos juveniles, ya visibles en los “teddy boys” durante los años cincuenta. Pero ni el tejido social, ni las cifras de extranjeros residentes en el Estado, tenían ninguna convergencia con Gran Bretaña.

También la proliferación de actitudes deleznables necesitaba su reflejo e “inspiración” a través de la música y, si Decibelios habían sido pioneros en dar a conocer la cultura Skinhead, también tienen el dudoso mérito de alentar, con su aquiescencia ante señales fascistas en sus conciertos, corrientes ultraderechistas que irían sembrando de odio y violencia contra el diferente en las calles. Un itinerario delictivo que, si bien no era cuantitativamente reseñable, a pesar de la gravedad de unos hechos que pasaron de las peleas a las muertes, la sobreexposición mediática a la que fueron sometidos consiguió servir como altavoz y promover un claro efecto llamada.

La multiplicidad de boicots o presencias amenazantes, especialmente significativas por su simbolismo, como la sucedida en 1986 durante un festival contra la OTAN o el asalto a la Casa de la Paz de Zaragoza, no tardó en buscar una entente colectiva que encontró alojo en las dos organizaciones internacionales existentes durante ese lapso de tiempo comprendido entre finales de los ochenta y principios de la década posterior, convirtiéndose en filiales de Blood & Honour y Hammerskins. Integración sin ninguna trascendencia a nivel europeo si no fuera por la excepción que significó conseguir la primera de ellas el beneplácito legal del Ministerio de Interior. Asociaciones ambas inmersas en disputas para tutelar el movimiento y de paso encargarse de los pingües beneficios que significaba controlar una escena musical, RAC (Rock Contra el Comunismo) que, aunque en la Península resultó absolutamente minoritaria, logrando solo trascender a nivel público la banda Estirpe Imperial, se presentaba como esencial a la hora de marcar territorio.

Una atomización que tampoco logró atravesar las reticencias mutuas, más allá de algunos episodios colaborativos muy concretos, con las asociaciones políticas de ultraderecha. Debilidad que, sin embargo, no evitó algún ejercicio de potencia, como el concierto por la raza ofrecido en Valencia en 1992, que pronto acabó por convertirse en un músculo flácido pero peligroso.

Un grupo de menores posa con su estética skinhead en una imagen tomada en Gran Bretaña en los años 80. (Virginia Turbett / Redferns | Getty Images)

PINTANDO DE ROJO EL MOVIMIENTO

Aunque la presión policial, debido a la proliferación de actos delictivos graves, y la acumulación de episodios sangrientos con mucha trascendencia en el imaginario colectivo, empujó al ostracismo a la representación más reaccionaria del movimiento, hasta llegar a ese punto una parte significativa de Skinheads escogió escorarse hacia posiciones de izquierdas como forma de enfrentar a un enemigo que, todavía más doloroso, utilizaba su misma nomenclatura. Precisamente por ese hecho, las nuevas firmas como SHARP (Skinheads contra los Prejuicios Raciales) o RASH (Cabezas Rapadas Rojos y Anarquistas), hacían alusión directa a su posicionamiento ideológico.

Al igual que sus antónimos representantes, estas fracciones también encontraron en las gradas de los estadios de fútbol su clima preferido. Un inabarcable diccionario de nombres ligados a los clubs deportivos que, pese a su aspiración global común, presentaban, según el origen, proclamas identificativas, siendo Euskal Herria, Galicia o Asturias cuna de demandas independentistas y situando a Catalunya en un limbo donde se amalgamaban pintorescas reivindicaciones, capaz de ondear la bandera estelada junto a gritos racistas.

En esa búsqueda por diferenciarse, incluso cambiando el término de aquellos que mostraban actitudes fascistas, rebautizados como boneheads (cabezas huecas), los llamamientos a la unión, aunque siempre esgrimidos, nunca llegaron a formularse con concreción, manteniendo, pese al “apellido” común, una gestión autónoma que, ni ensayos como el celebrado en Etxarri Aranatz, el Aberri Eguna de 1994, consiguieron una cohesión a largo plazo. Un posicionamiento político que siempre ha estado en el debate del movimiento, abogando los más veteranos por una concordia, de base obrerista, pero alejada de implicaciones directas, exposiciones que se vieron avaladas por el icónico libro de George Marshall, “Spirit of 69”, y que solo hizo enconar las diferentes ramificaciones siempre tras esa anhelada, y probablemente inexistente, identidad verdadera.

Dos instantáneas tomadas en las tragedias de Hillsborough y Heysel. (David Cannon / Allsport | Getty Images)
(David Cannon / Allsport | Getty Images)

EVOLUCIONAR MIRANDO A LOS ORÍGENES

Que la tendencia englobada bajo el acrónimo SHARP utilizara como símbolo un casco troyano era una explicita referencia al sello discográfico Trojan Records, bastión de las músicas jamaicanas que originaron el movimiento “rapado”. Una mirada al pasado en busca de las raíces que atraería consigo la defensa de unos ritmos alejados de la furia eléctrica del punk. Si dichos antecedentes en el Estado había que buscarlos en formaciones populares de músicos latinoamericanos, en los noventa, auspiciado por una nueva ola del género ska, en torno al sello 2 Tone, se convertía en una floreciente industria que perseguía acercar al público -especialmente, pero no en exclusividad, a los skinheads- esas melodías. Un mercado que abría las puertas a artistas clásicos como Desmond Dekker, Laurel Aitken, Bad Manners o Jimmy Cliff, mientras que bandas coetáneas y locales como Hertzainak o Dr. Calypso reafirmaban dicha eclosión. En la recurrente disputa que rodeaba al movimiento en busca de la pureza primigenia, en esta ocasión subían al ring de la confrontación los diversos estilos musicales.

Menos artísticas, pero igual de efectivas, las tragedias acaecidas en diversos campos de fútbol, como Heysel o Hillsborough, condujeron a un cambio de paradigmas, debido en buena parte al desprecio que el foco mediático y social lanzaba a las hinchadas más radicales. Una persecución que su llamativo aspecto favorecía, por lo que, a medio camino entre el intento de “invisibilizarse” y el nuevo gusto, les obligaría a cambiar su outfit por uno más “casual”, donde las ropas de marca, las zapatillas deportivas y las sudaderas se convertían en un remozado uniforme que además buscaba su banda sonora en el pop o la música electrónica, alterando ese imaginario obrero por uno que buscaba afianzarse como una moda ligada a un estatus de mayor prestigio. De esa manera, sus señas identificativas hincaban la rodilla ante el poder absolutista que siempre acaba por imponer el mercado.

Aceptar que el libro de Carles Viñas puede ser el Edén para aquellos interesados en los movimientos juveniles no significa restarle otros muchos méritos, más allá del ingente trabajo enciclopédico que desprende. Pero, al margen de esas virtudes rastreadoras, su retrato de los skinheads es tan ajustado a la realidad que huye de los partidistas y no se recrea en estereotipos inanes. Lo suyo es una radiografía real y, como tal, ofrece la visión de un ejemplo contracultural lleno de ambigüedades y que, como casi todos los demás, se resistió a avanzar en línea recta. Aunque convertido ya en refugio de nostálgicos o devorado por las modas, la presencia en nuestro territorio de las “cabezas rapadas” forma parte de la historia, quizás una escrita desde los márgenes, y como tal casi siempre interesadamente mal enunciada, por eso esta verdad revelada por el autor catalán contiene el valor que ostentan los relatos honestos, en este caso el de ofrecer un ajustado retrato de todos esos jóvenes que abdicaron del pelo en la cabeza pero también el de un tiempo que les vio nacer, crecer y perderse en el olvido.