Amaia Ereñaga
Gottfried Lindauer

Los antepasados maoríes viajan a Europa

Los cuadros que, entre finales del XIX y principios del XX, pintó Gottfried Lindauer no son solo retratos, son puentes entre el pasado y el presente gracias a los cuales los antepasados de los actuales maoríes siguen vivos. Describen la «whakapapa» (genealogía) que se remonta hasta los primeros habitantes de Aotearoa, nombre maorí de Nueva Zelanda, y constituyen el hilo de unión con sus raíces para una cultura eminentemente oral.

La obra del pintor alemán Gottfried Lindauer (1839-1929) era prácticamente desconocida hasta hace pocos años; de hecho, ni siquiera en Nueva Zelanda era reconocida en su verdadero valor. Sin embargo, su trabajo y el de su mecenas, el inglés Henry Edward Partridge (1848-1931), traspasa la frontera de lo puramente artístico debido a su evidente valor etnográfico y cultural, ya que sus cuadros documentan una parte importante de la historia de una cultura aborigen amenazada. Para los maoríes, de hecho, estos cuadros son taonga (tesoros).

Hasta el mes de abril próximo, en la Alte Nationalgalerie (Antigua Galería Nacional) de Berlín cuelgan los retratos de antiguos líderes maoríes pintados por Lindauer. Es conveniente mirarlos con otros ojos, por su significado y porque es la primera ocasión en la que viajan fuera de Aotearoa con permiso de sus descendientes. “Gottfried Lindauer. Retratos maoríes” es el nombre de la muestra. La mayoría de los préstamos provienen de Auckland Art Gallery Toi o Tamaki, uno de los museos más importantes de Nueva Zelanda.

¿Pero quiénes eran Lindauer y Partridge? ¿Buscaban lo exótico, al más puro estilo colonialista, o querían preservar el legado de una cultura en trance de desaparición? Gottfried Lindauer, nacido en 1839 en Pilsen (entonces Alemania, hoy República Checa), fue uno de los pocos pintores de finales del siglo XIX en dedicarse en alma y obra casi exclusivamente a una cultura indígena. Formado en la Academia de Arte de Viena, en su decisión de emigrar primaron dos cosas: una, la creciente popularidad de la fotografía, que comenzó a poner en peligro la continuidad de los retratistas, y otra, la amenaza de ser reclutado por el Ejército en la Guerra Austro-Húngara. Liendauer tomó un barco desde Hamburgo y llegó al puerto de Wellington (Nueva Zelanda) en 1874. Tras viajar por el país, se instaló en Auckland, donde conoció al exitoso hombre de negocios Henry Partridge, un aventurero inglés que llegó a Nueva Zelanda siguiendo la estela de la fiebre del oro. Partridge, quien fue su principal mecenas durante treinta años, quería documentar la cultura indígena maorí porque era consciente de que iba a desaparecer bajo el aluvión de inmigrantes que llegaban al país. No estaba equivocado, porque de los 100.000 maoríes que vivían en las islas cuando James Cook se las apropió en nombre de la Corona de Inglaterra en 1777, su número descendió a 46.000 en el periodo comprendido entre 1850 y 1880; los europeos rondaban ya para entonces los 300.000.

No olvides de dónde vienes. Lindauer pintó cerca de mil retratos durante su larga vida, hasta que en 1919 tuvo que dejar de pintar a causa de su mala vista pero, sobre todo, debido a que dejó de ser un pintor de éxito. Al igual que otros muchos inmigrantes alemanes y austriacos, fue víctima del ostracismo social imperante durante la Gran Guerra. Muchas de sus obras, consideradas ahora patrimonio nacional, pertenecían a la colección particular de Partridge y terminaron engrosando los fondos del museo Tamaki de Auckland, aunque, durante años, las propias instituciones locales no le dieron relevancia alguna a los fondos que habían recibido en forma de cesión. Era evidente la razón: los retratados eran aborígenes. Un detalle: ya en 1953, y después de la emisión de radio de un episodio de Superman en la que un personaje recibía la orden de dañar las imágenes de «quienes no fueran blancos», siete retratos de maoríes del museo aparecieron dañados, con agujeros en los ojos.

Para los maoríes, los retratos son algo más que meras representaciones; son ancestros vivos, en estrecho contacto con el mundo. Al recordar a los antepasados, el pasado se conserva y, a través de su memoria, los muertos mantienen la misma fuerza espiritual y la autoridad (mana) que cuando vivían. Conocer su whakapapa (genealogía) es parte de la educación básica de los maoríes; es su tarjeta de presentación al mundo. Esto determina su identidad: indica la estructura de su linaje y su relación con su whanau (familia), su hapū (subtribu) y su iwi (tribu). Para los maoríes, quién eres significa lo mismo que saber de dónde vienes. Las pinturas de Lindauer, que muestran a personalidades de la historia maorí de la Nueva Zelanda colonial, pertenecen, por tanto, a los descendientes de esta cultura, tanto espiritual como emocionalmente.

Como la maorí es una cultura de transmisión oral, la parte figurativa se realizaba tradicionalmente en las tallas de madera de los marae (casas de reuniones), pero, con la llegada de los europeos, este arte tradicional cayó el declive a favor de las fotografías y las pinturas. De hecho, existen muchas copias de cuadros de Lindauer en las casas particulares o los marae.

Como explica Ngahikara Mason, la comisaria de la Auckland Art Gallery para la exposición berlinesa, mostrar estos retratos a los europeos, con la carga emocional que tienen, supone todo un ejercicio de comunicación. «Los maoríes tuvieron que aprender, a la fuerza, el concepto europeo de arte; ahora, a los europeos os toca hacer precisamente lo contrario». Por ejemplo, ha costado pero finalmente la política artística de la Auckland Gallery Toi ha cambiado y se tiene muy en cuenta el hecho de que, aunque lienzos como los de Lindauer estén en manos de galerías, museos y coleccionistas privados, para los maoríes son parte de su patrimonio cultural. Desde hace quince años, apunta Ngahikara Mason, el museo ha establecido un proceso por el que pide permiso a los descendientes para cualquier tipo de utilización de las imágenes, y no como en el pasado, cuando veían cómo eran reproducidos sin ningún control, como souvenirs turísticos en paños de cocina o tazas de té. «El proceso de autorización reconoce el sistema de creencias de los maoríes, que concibe a las imágenes de los antepasados como portadoras de mana. El mana es crucial para los maoríes, y el uso ilícito de imágenes denigra a los antepasados y resta valor a su mana, así al de sus descendientes. Los retratos de los antepasados están imbuidos de generaciones de mana, y sus imágenes no solo están vivas, sino que están vinculadas al ADN, la historia y el legado cultural de los maoríes», apunta.

Promesas incumplidas. Esta es una lucha que viene de largo en las culturas indígenas. Mason trae a colación, por ejemplo, las protestas protagonizadas por los nativos de Hawai en 2013, cuando una fotografía de Iolani Luahine (1915-1978), una figura cultural de las islas, fue usada en una campaña publicitaria de la Fundación del Estado de Hawai de Cultura y las Artes (HSFCA). La cabeza y las manos de Luahine se borraron digitalmente, y la imagen resultante se reprodujo profusamente en carteles, camisetas o bolsas. Por contra, está el caso del Museum für Völkerkunde (Museo Etnológico) en Hamburgo (Alemania), que tiene en custodia la talla Rauru de una casa de reunión maorí. Descendientes de la casa trabajaron en colaboración con el museo para su restauración en 2012.

«En el contexto de Aotearoa-Nueva Zelanda, el posicionamiento sobre los tesoros culturales está conectado a una historia que se remonta al artículo 2 del Tiriti Waitangi (Tratado de Waitangi), documento fundacional de Nueva Zelanda de 1840», agrega Ngahikara Mason. Lo cierto es que ha costado más de un siglo conseguir que aquel tratado, firmado por los 46 rangatira (líderes maoríes) y el Gobierno inglés tras las llamadas Guerras del Mosquete entre colonos y nativos, se cumpla mínimamente. En aquel acuerdo se les aceptaba como ciudadanos de pleno derecho –cosa que evidentemente no se cumplió– y a la vez se fijaba su derecho a la tierra –algo también que se ha incumplido–. En 1975, 135 años después de la colonización británica, tuvo lugar lo que se considera como el inicio del movimiento por la tierra maorí, con las marchas “No One More Acre of Maori Land” (Ni un acre de tierra más). En 1995, el primer ministro Jin Bolger y la reina maorí Dame Te Ata firmaron el Acta de Liquidación, que fijaba en 170 millones de dólares neozelandeses lo que iba a recibir la confederación de tribus en concepto de pago por el robo histórico de sus tierras. Como en todo, hubo trampas legales y no se terminó de pagar lo debido.

Actualmente, continúa el movimiento por la preservación de esta cultura, con iniciativas como la creación de la cadena televisiva Maori Television Tahi, que emite en maorí o te reo maori. De los cuatro millones de habitantes de Nueva Zelanda, los maoríes son el segundo grupo demográfico más importante, con 500.000 personas. Por cierto, a los descendientes de los europeos les llaman pakeha.

 

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