Joan Alvado
CUBA SEMBRANDO SOBERANÍA

SEMBRANDO SOBERANÍA

La opinión pública tiende a percibir a Cuba como un país estancado. Es uno de tantos clichés al uso que presenta el discurso imperante. Sin embargo, pocas sociedades presentan un nivel de complejidad y dinamismo comparable al del país caribeño en las últimas décadas. Y si la experiencia socialista cubana ha podido sobrevivir a la caída del bloque soviético es, precisamente, por su capacidad de adaptación al cambio. Uno de los ejemplos más singulares de esta adaptación camaleónica lo encontramos en la reciente historia de la agricultura cubana.

El devenir del modelo agrícola cubano en los últimos 50 años parece la perfecta fábula desarrollista. Hasta los años 90, su agricultura sufría una aguda dependencia económica del campo soviético. Entre el desequilibrio comercial y las carencias propias de un país subdesarrollado, la producción apenas revertía en beneficio de la población. Luego llegó el colapso y con él, los años de hambruna del Periodo Especial, cuando recursos como las tristemente famosas croquetas de piel de plátano eran protagonistas en la dieta cubana. Hoy, no obstante, Cuba se ha convertido en un referente de agricultura sostenible a nivel mundial y aspira a conseguir la plena soberanía alimentaria. Ningún otro país ha conseguido un nivel de producción ecológica tan alto, fomentando la biodiversidad, reduciendo el consumo de energía y completando un ciclo de producción y consumo locales. La idea de un “cinturón verde” para La Habana ya había sido formulada por Fidel Castro en las primeros años de la Revolución, pero solo a día de hoy este cinturón parece próximo a cristalizar en la práctica.

El camino entre estos dos polos, en todo caso, no ha sido fácil.

El colapso del modelo agrícola tradicional. No es frecuente encontrar unanimidad de opiniones en torno a cualquier fenómeno sociopolítico relacionado con Cuba. Sin embargo, en el caso de la agricultura todas las voces coinciden en señalar un cambio brusco de paradigma agrario, con un origen concreto: la caída del campo socialista a principios de los años 90.

Hasta entonces, el modelo agrícola imperante tras el triunfo de la Revolución no distaba mucho de la fórmula tradicional en otros países. Agricultura industrializada, basada en el monocultivo de la caña de azúcar cuya producción estaba destinada a las exportaciones, sobre todo, al intercambio por petróleo y divisas con la URSS. Sin embargo, una producción de caña a tan gran escala exigía importaciones ingentes de petróleo, fertilizantes y pesticidas. Además, la mayor parte de los alimentos en la cesta básica de los cubanos no venían del campo, sino que dependían también de las importaciones. La propuesta era totalmente dependiente de la URSS y quebró al desaparecer esta del mercado. El modelo se había agotado. La caída de la URSS también afectó duramente a la economía cubana, que perdió de golpe sus principales mercados. El nivel de importaciones cubano se reduce en un 80%, entre 1989 y 1993. Además, en 1992 se acentúa el endurecimiento del bloqueo económico por parte de Estados Unidos. Es el comienzo del denominado Periodo Especial.

La población cubana empieza a padecer todo tipo de problemas: hay cortes prolongados de luz, la carencia de combustibles colapsa el transporte, se dispara la inflación… Pero, por encima de todos los males, comienzan a escasear seriamente los alimentos. Se instala en Cuba el espectro del hambre. «Si hoy miro hacia atrás y recuerdo lo duro que fueron aquellos años… Yo no creo, no creo que pudiera sobrevivir a algo así otra vez», evoca Oner Ojeda, un jubilado de 69 años. «Si llamabas a alguien por la calle al grito de ¡flaco!, se giraba la calle entera. Éramos todos esqueletos». Con reducciones proteínicas de hasta el 30%, se estima que el cubano perdió durante esos años una media de 10 kilos.

En este contexto, la agricultura enfrentaba un doble problema. Por un lado, el sistema tradicional se había desplomado por la falta de hidrocarburos, llegando a alcanzar mínimos históricos de producción. Pero quizá aún más grave era que el modelo estaba orientado al comercio exterior, no al autoabastecimiento. Dado el estado de necesidad máxima, era necesario un giro radical en la concepción misma del modelo agrícola. Campesinos, científicos, biólogos, políticos… asumieron la responsabilidad de buscar fórmulas para transformar la agricultura en un modelo autosuficiente, a pequeña escala y basado en los recursos naturales disponibles.

Así, la peor crisis humanitaria que ha tenido que enfrentar la revolución cubana iba a devenir, paradójicamente, en una de las mayores revoluciones agrícolas de la historia reciente en América Latina, culminando en un modelo integral agroecológico sin precedentes a nivel internacional.

La crisis como oportunidad de cambio. La respuesta a la situación límite del Periodo Especial se articuló desde varios frentes, pero todos partían de las mismas premisas. Por un lado, establecer la seguridad alimentaria para la población cubana era prioritario. Para alcanzar este objetivo era necesario aumentar la producción de alimentos y, además, habilitar los canales de comercialización para su consumo local. Por otra parte, se hacía patente la necesidad de una agricultura sostenible: independiente energéticamente, no basada en las exportaciones y con una reducción drástica en los costes.

Uno de los principales campos de batalla fue el de la investigación científica. Reducir la dependencia de recursos externos (abono y pesticidas) era una necesidad acuciante. Así, el uso de biopesticidas y biofertilizantes se extiende paulatinamente en el campo cubano. Además, se introducen novedades como el reciclaje de residuos orgánicos o el uso de biocombustibles. Pero, sin duda, una de las medidas más singulares fue asumir la sustitución de máquinas por tracción animal como una necesidad lógica. Así, los pesados tractores soviéticos, con un consumo energético difícil de asumir, son sustituidos en el surco por parejas de bueyes. De la necesidad, virtud.

Paralelamente, en las ciudades eclosionan los denominados “organopónicos” (huertos urbanos). Los primeros huertos estatales en La Habana datan de finales de los 80. Sin embargo, en el Periodo Especial es la propia población quien, ante la alarmante escasez de alimentos, pasa a tomarse la cosecha por su mano: ante la necesidad, cualquier metro cuadrado de tierra urbana pasa a ser cultivada. Los huertos urbanos florecen en cada barrio de La Habana como primera trinchera frente al hambre.

El Gobierno, por su parte, lanza en 1994 el Programa Nacional de Agricultura Urbana. Este eliminaba la mayor parte de granjas estatales, altamente ineficientes, para promover el desarrollo de pequeñas fincas y cooperativas. Se fomenta la diversificación de cultivos. El Estado comienza también la cesión de tierras en desuso: millones de hectáreas son cedidas en usufructo a particulares. Además, se potencia una red de mercados agropecuarios de proximidad, barrio a barrio, para hacer llegar estos alimentos a la población; son los populares “agros”.

Cuba se convertía así en el primer país en abrazar en la práctica muchos de los principios de la soberanía alimentaria promovidos en los 90 por organizaciones como Vía Campesina. Y lo consigue con un incremento en la producción notable. La media de consumo calórico en el país alcanza las 3,356 calorías al día en 2005, frente al mínimo de 1,9 calorías del Periodo Especial. Los resultados, significativos, ratificaban el nuevo modelo.

Agricultura urbana y sub-urbana. Ningún proceso dentro de la Revolución Cubana está exento de contradicciones, y tampoco el camino trazado por la agricultura hacia la seguridad alimentaria se ha visto exento de dificultades.

El éxito descrito anteriormente es solo parcial, teniendo en cuenta los mínimos históricos del Periodo Especial. Sin embargo, la realidad actual es poliédrica, no apta para una lectura simplista en términos triunfalistas. Es un hecho que los cubanos aún no gozan de una dieta completa. Más aún, el problema del hambre no ha desaparecido. Con Venezuela recogiendo el testigo de la URSS como abastecedor externo de combustibles, y reactivando el comercio exterior, es constatable que la cartilla de racionamiento estatal sigue basada en importaciones. El incremento de producción agraria, por muy ecológica que esta sea, no se traduce en el plato final del cubano. Los factores son muchos, pero en cualquier caso es compartida la conclusión de que hay que llevar la autosuficiencia alimentaria mucho más lejos.

El propio Raúl Castro, tras coger las riendas de la nación en 2008, declaró que mejorar la red de agricultura urbana y reducir el nivel de importaciones en alimentos era la principal prioridad estratégica, un asunto «de seguridad nacional». A este fin, introdujo nuevas reformas que, vistas en perspectiva, parecen una prolongación de las medidas aplicadas en los 90: nuevas cesiones de tierras en desuso y liberalización y privilegios para incentivar la producción entre las fincas no estatales. Solo en los alrededores de La Habana, más de 700 fincas en quince municipios se han acogido al Plan Nacional de Agricultura Urbana y Sub-urbana.

No parece, en todo caso, que el principal problema sea de falta de producción. Cuba es ya uno de los principales referentes a nivel mundial en agricultura urbana, entendida esta como la producción de alimentos dentro o en los alrededores de los núcleos urbanos. Güira de Melena, en la provincia de Artemisa, es uno de los focos de agricultura sub-urbana en el país. Aquí, los característicos surcos de tierra roja se muestran rabiosamente fértiles: se cultivan plátanos, coles, frijoles, yuca, espinaca, tomates, frutabomba… La mayoría, en fincas particulares. Para muchos es más rentable trabajar así. Es el caso de Ramón González, que trabajó en el surco para el Estado hasta jubilarse. Sin embargo, con 67 años y por 300 pesos semanales, continúa trabajando en la finca de su primo. La producción de Güira de Melena sale en camiones para El Trigal, el mayor mercado mayorista de La Habana. Y de allí, cada mañana, a los distintos agros de la ciudad.

Pero una vez en los agros, el desequilibrio entre salarios y precio final aún es el principal listón para los cubanos. El ciclo de consumo no es independiente del estado endémico de la economía cubana, y la solución más barata para alimentar a tantas bocas como suele albergar una familia continúa siendo el arroz o la pasta. «¡Aquí comemos más spaghettis que en Italia!», se oye en una de las bodegas del barrio de La Victoria, en Centro Habana.

Pero también hay indicadores positivos. La Habana ha consolidado su red de organopónicos. En algunos casos, como el organopónico de Alamar, lo que empezó hace 20 años como aventura de 5 locos para no morir de hambre es hoy una orgullosa cooperativa con más de 174 trabajadores. Incluso hay un nuevo flujo migratorio cuidad-campo, debido a la generación de puestos de trabajo. Gerardo, antes camionero, trabaja ahora con su cuñado en una finca particular en Campo Florido, a las afueras de La Habana. Acaban de recibir varias hectáreas de tierra en desuso, tierra que Gerardo ara orgulloso con sus dos bueyes, a los que azuza constantemente: «Carameeelo… Bandoleeero». Su mujer, Bárbara, hace venta directa como cuentapropista del excedente de alimentos de la finca. Los tiempos cambian. Curiosamente, al ser requerido por el problema de los sueldos y los precios, Gerardo se refiere al desajuste actual como «el Periodo Especial». No es el único. Dentro de la isla, el final del Periodo Especial se percibe difuso. Todos, eso sí, creen que la situación mejorará cuando acabe el bloqueo estadounidense. Mientras tanto, varias de las semillas de revolución agroecológica plantadas en los 90 han germinado, y aspiran a consolidarse en el futuro. Es la esperanza verde de Cuba.