Ángel Ferrero
WALTER BENJAMIN EN MOSCÚ

Walter Benjamin en Moscú

«De la arquitectura de la ciudad son características las casas de uno, dos pisos, que le proporcionan la apariencia de un destino de veraneo. Viéndolas, el frío se siente por partida doble. A menudo se ve una pincelada de color en tonos pálidos, sobre todo el rojo, pero también el azul, el amarillo y, como a menudo dice Reich, también el verde». Así describía Walter Benjamin la capital rusa en uno de los pasajes de su «Diario de Moscú», de cuya publicación se cumplen 35 años.

Walter Benjamin visitó Moscú durante el invierno de 1926-27 por motivos tanto profesionales como personales. El autor de “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” tenía pensado redactar allí un artículo sobre Goethe para la Enciclopedia soviética, un encargo conseguido con toda probabilidad por la mediación del director y crítico teatral alemán Bernhard Reich. Seguramente, la espera y la conocida disciplina intelectual de Benjamin le llevaron a consignar sus reflexiones en este diario, que no vio la luz hasta 1980.

En Moscú se encontraba también entonces el gran amor de Walter Benjamin, la actriz y directora teatral letona Asja Lācis. Esta, que entonces estaba casada con Reich, recibía tratamiento en un sanatorio moscovita desde septiembre de 1926 debido a una crisis nerviosa. Muchos atribuyen a Lācis un papel destacado en el acercamiento de Benjamin al marxismo. El interés del autor por el comunismo ha sido con frecuencia interpretado por los académicos como un aspecto circunstancial de su obra, como si de un episodio pasajero de fiebre se tratase. No solamente dan a entender lo contrario su conocida pertenencia al Instituto para la Investigación Social con sede en Fráncfort –cuyos fundadores se declaraban abiertamente marxistas– y sus lecturas en aquella época, sino que su círculo de amistades –y no solamente Lācis– simpatizaba abiertamente con los comunistas, difiriendo solamente en su grado de crítica hacia la Unión Soviética. El hermano del filósofo, el también ensayista Georg Benjamin, llegó incluso a ser un destacado militante del Partido Comunista de Alemania (KPD) y, más tarde, sería internado y asesinado por los nazis en el campo de concentración de Mauthausen.

Durante su estancia en Moscú, Benjamin sopesó ingresar en el KPD y anotó en su diario las ventajas e inconvenientes de dar ese paso. Así, el 9 de enero escribe: «Ventajas decisivas: una posición fija (…) contacto garantizado y organizado con otras personas. En contra: ser comunista en un Estado en el que gobierna el proletariado significa renunciar por completo a la independencia personal. Uno se debe a la tarea de organizar su propia vida en torno al partido. Pero allí donde el proletariado es oprimido significa luchar por la clase oprimida con todas las consecuencias que antes o después puede tener».

Un observador atento. Como les ocurrió a tantos otros viajeros a la URSS de aquella época, Benjamin se sintió fascinado por la mezcla entre la pervivencia de las viejas costumbres rusas y la edificación de una sociedad socialista, esa mezcolanza que dio al bolchevismo su naturaleza particular. El lujo en la catedral de San Basilio le recuerda, en su contraste con la modesta vida a pie de calle, al «sarro que se ha aferrado a una boca enferma»; le sorprenden los vendedores que se arremolinan para vender «cualquier cosa: crema para zapatos, libros infantiles, objetos de papelería, tortas y pan» en la calle, «como si no hubiese un invierno moscovita con 25 grados bajo cero, sino un verano napolitano»; el entierro de un comunista, con ataúd y coche fúnebre de riguroso color rojo, llama su atención.

Pocas cosas escapan a la mirada de Benjamin. «La forma occidental de cubrirse la cabeza, el sombrero de fieltro rígido o suave –escribe– aquí parece haber desaparecido por completo. Domina el gorro de piel típicamente ruso o la gorra, que también visten las jóvenes en variantes más a la moda y provocadoras (con viseras mucho más largas). Por lo general uno no se quita la gorra en los locales públicos. El saludo se ha vuelto en general más relajado. En el resto de la vestimenta domina la diversidad asiática: pesados abrigos de piel, chaquetas de seda y de cuero, la elegancia urbana y el traje campesino se confunden tanto en los hombres como en las mujeres».

A pesar de su apretada agenda de encuentros y encargos, Benjamin no desaprovechó el poco tiempo libre del que dispuso y visitó todos los museos de la capital rusa que pudo, como la célebre Galería Tretyakov, de cuya visita nos legó unas interesantes reflexiones sobre la pintura de género y el realismo socialista. Sobre el Kremlin, escribe Benjamin que «lo primero que impresiona en el interior de la muralla es el exterior excesivamente cuidado del edificio gubernamental. Únicamente puedo compararlo con la impresión que proporcionan todos los edificios en el pequeño Estado de Mónaco (…). Incluso la pintura en crudo o amarillo crema de las fachadas es parecida».

Prueba de los cambios sufridos por la capital es el paisaje urbano que Benjamin describe: «Moscú es la ciudad más silenciosa de todas las capitales y con nieve lo es por partida doble. El instrumento principal de la orquesta callejera, la bocina, tiene aquí pocos dueños; hay pocos autos».

El desencanto. A medida que avanza el diario y Walter Benjamin se adentra y se deja extraviar por las calles y callejones de Moscú, por sus cines y teatros, su descontento se va haciendo patente. A pesar de encontrar confort en algunos aspectos de la vida soviética entonces desconocidos en Europa occidental, como las rápidas conexiones telefónicas o los horarios de las tiendas, abiertas hasta bien entrada la noche, Benjamin escribe el 20 de diciembre que «Moscú se ha convertido para mí en una fortaleza». A la dureza del clima –en enero el autor registra -26ºC, frente a los cuales sus guantes rotos nada pueden hacer–, se añaden «el desconocimiento de la lengua, la presencia de Reich y la forma de vida tan limitada de Asja». También la situación política y social en que se encuentra inmersa la URSS, en plena NEP (Nueva Política Económica), cuyo objetivo era estabilizar política y económicamente el país tras la devastadora guerra civil (1917-1922).

«En el extranjero, el gobierno busca la paz para poder firmar acuerdos comerciales con los estados imperialistas», escribe Benjamin, mientras en el interior sobre todo «busca suspender el comunismo militante, persigue establecer una paz entre clases temporal, despolitizar la vida cotidiana, en la medida en que eso sea posible. Por otra parte, en las organizaciones de pioneros y en el Komsomol se educa a la juventud de manera ‘revolucionaria’. Eso significa que no adquieren lo revolucionario como experiencia, sino como discurso. Se lleva a cabo el esfuerzo de desconectar la dinámica del proceso revolucionario de la vida estatal. Quiérase o no, se ha entrado en un periodo de restauración, aunque se quiere conservar la energía revolucionaria en la juventud como la energía eléctrica se conserva en una batería. Y eso no funciona». Y más adelante, el 13 de enero escribe que, entre las tareas de Rusia, la primera es «la transformación del trabajo revolucionario en técnico. Ahora se ha hecho claro para todo comunista que el trabajo revolucionario de este momento no es la lucha, la guerra civil, sino la electrificación, la construcción de canales de navegación, de fábricas».

Correspondientemente, también comienzan a arreciar las intrigas y las disputas entre las corrientes del partido, cuyo eco afecta a la cultura, especialmente a la antigua vanguardia literaria y artística. El 8 de diciembre, por ejemplo, Benjamin anota en su diario cómo el espléndido recibimiento en Moscú al dramaturgo alemán Ernst Toller –a quien se le adjudicó un equipo de ayudantes, traductoras y secretarias– dio rápidamente paso a su marginación tras haber sido denunciado por un compatriota suyo, Paul Werner (seudónimo de Paul Fröhlich), en “Pravda”. Como resultado de aquel artículo, en el que se le acusaba de traidor a la República de consejos bávara de 1919, una conferencia de Toller en el VOKS (Sociedad Panrusa para los vínculos culturales con el extranjero) fue cancelada.

A Benjamin le choca el creciente culto a la personalidad. En Kuznetsky Most, por ejemplo, ve una tienda especializada en la imagen de Lenin «en todos los tamaños, posturas y materiales». El 28 de diciembre escribe en su diario sobre su visita a un club obrero donde encuentra un cartel con el lema “Lenin dijo que el tiempo es dinero”. Hasta «para expresar esta banalidad –dice Benjamin– hay que recurrir aquí a la autoridad suprema». Al día siguiente anota perspicazmente que este culto hacia los retratos de los dirigentes soviéticos «continúa la vieja [tradición] de la iglesia.»

Regreso a Berlín. Finalmente, los planes de Benjamin de trabajar como crítico literario para un diario ruso fracasan. También lo hace su propuesta de artículo sobre Goethe para la Enciclopedia soviética. Su reunión con el responsable de literatura el 22 de diciembre evidencia ya las diferencias entre el crudo materialismo histórico del responsable de esa sección, basado en los escritos de Nikolái Bujarin, y el marxismo de Benjamin, entonces influido por Georg Lukács. Cuando Benjamin supo por Reich que su primer borrador había sido leído por Karl Radek, con quien mantenía considerables diferencias, consideró que estaba echada la suerte del encargo, que finalmente recayó en el historiador de la literatura Oskar Wanzel. Desconocido para Benjamin es que su artículo también fue rechazado por el comisario popular de Educación, Anatoli Lunacharski. Con todo, el “Diario de Moscú” sirvió posteriormente a su autor como base para un ensayo titulado, sencillamente, “Moscú”.

El 1 de febrero, Walter Benjamin abandona Moscú tras despedirse, entre lágrimas, de Asja Lācis. A su regreso a Berlín, anota: «Berlín es, para quien viene de Moscú, una ciudad muerta. Los transeúntes aparecen como tristemente aislados, cada uno demasiado alejado del otro, y el trecho de calle entre ambos aumenta aún más su soledad. (…) Con la imagen de la ciudad y las personas ocurre lo mismo que con la imagen de sus condiciones espirituales: la nueva óptica que se gana con ella es el beneficio incuestionable de una estancia en Rusia. (…) Lo que se aprende es a observar y juzgar a Europa con la clara conciencia de lo que sucede en Rusia. Eso es lo primero que llama la atención en Rusia al europeo juicioso. Y por ello, y por otra parte, la estancia en Rusia es una prueba para el visitante extranjero, para quien es necesario escoger su punto de vista y precisarlo con exactitud. (…) Quien se adentra más profundamente en las condiciones rusas de inmediato deja de sentirse apremiado a las abstracciones en las que los europeos se hunden sin descanso.»