EDITORIALA
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La triple vergüenza de Ezkaba

Los datos no engañan, y menos si son tan tremendos como estos. El 22 de mayo de 1938, en las laderas del monte Ezkaba más de 200 personas fueron acribilladas por la osadía de huir de una lenta condena a muerte por el hambre, el frío, la humedad y la tuberculosis de las dantescas galerías del penal franquista. La fuga fue una epopeya, y su desenlace, una tragedia extrema, una vergüenza acrecentada por las posteriores décadas de silencio absoluto en los pueblos de Iruñerria. La huida no existió hasta que voluntarios e historiadores, muchas veces autodidactas, recuperaron aquella historia.

Ayer, cerca del «pueblo viejo» de Berriozar, salieron a la luz los restos de cinco de aquellos más de 800 fugitivos que buscaban la libertad y que en 200 casos solo encontraron la muerte. Aquí la segunda vergüenza: no solo han tenido que pasar para ello más de tres cuartos de siglo, sino que ha sido precisa la implicación del Ayuntamiento local y de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, entre otros. Y esto delata la apatía de otras instituciones y autoridades con mucha mayor capacidad para afrontar esa costosa operación y también con mucha más responsabilidad en el tema, aunque sea de modo heredado.

Hay todavía una tercera vergüenza añadida a las anteriores. Aquel espeso silencio impuesto durante décadas ha dado pie a una política más sibilina pero que sigue manteniendo los hechos de Ezkaba aparcados en un auténtico limbo de la historia, pese a suponer una matanza superior incluso a la del bombardeo de Gernika o, por recurrir a un paralelismo más actual, equiparable a la de los atentados del 11M en Madrid. Hoy día resulta insultante e increíble que ni siquiera en los libros de texto usados en Nafarroa se mencione una masacre sin parangón y que los antiguos muros de Ezkaba sigan sin ser utilizados para recordar lo que nunca debería volver a suceder. La exhumación de Berriozar es un alivio para los descendientes, pero además un toque de atención frente a esta triple vergüenza.