ERITREA, EL LUGAR AL QUE, SI LOGRAS SALIR, NO QUIERES REGRESAR
Asmara ha encajado muy mal un informe de la ONU que le atribuye acciones que se pueden considerar «crímenes contra la humanidad». El Gobierno ha logrado que Eritrea sea el país que más personas aporta a la tragedia del Mediterráneo, después de Siria.

El Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) lo ha dicho esta semana: un total de 137.000 inmigrantes, una cifra récord, arriesgaron su vida para atravesar el Mediterráneo durante el primer semestre de 2015, es decir, un 83% más que el mismo período de 2014. «Europa se enfrenta a una crisis de refugiados por vía marítima que alcanza niveles históricos. Huyen de guerras, conflictos y persecuciones. La mayoría de personas que llegan por vía marítima a Europa son refugiados, que buscan protegerse de la guerra y las persecuciones», precisó el alto comisionado António Guterres.
Guterres tiene claro que se trata de refugiados, no de «migrantes económicos», como insisten en llamarles los gobernantes de los lugares de donde huyen. Un tercio de las mujeres, hombres y niños que han alcanzado las costas de Grecia o Italia este año procede de Siria, país devastado desde 2011 por la guerra. Los refugiados de la violencia de Afganistán y del régimen represivo de Eritrea representan el 12%, según el informe de ACNUR. Somalia, Nigeria, Irak y Sudán son otros de los principales países de origen de los migrantes.
El país del que no se cuenta nada
Todos ellos son países sobre cuyos conflictos es habitual hallar información en GARA, excepto Eritrea, que apenas asoma la cabeza como lugar de origen de refugiados o como país con pésimas cifras de desarrollo y satisfacción humanos. Quizá también como patria de destacados atletas o de dos ciclistas del equipo sudafricano MTN-Qhubeka, Merhawi Kudus (21 años) y Daniel Teklehaimanot (26), a quienes el presidente eritreo Assaias Afeworki dio su visto bueno para que participen en el Tour de Francia que comenzó ayer en Holanda, a pesar de que «el Gobierno decidió recientemente retirar a todos sus deportistas de las competiciones internacionales, como la Copa de África de Naciones, tras la deserción de dos jugadores del equipo de fútbol», según han relatado los medios. Isaias Afeworki saludó «los éxitos destacados» de sus dos ciclistas e incluso les regaló sus dos bicicletas de competición, según el Ministerio de Información. Los dos jóvenes han participado ya en numerosas carreras fuera de su país y nunca aprovecharon la situación para «desertar». Quizá eso explique que en esta ocasión el Gobierno se muestre tan generoso con sus ciudadanos.
Pero no es eso lo más habitual. Lo normal es huir, a poco que tengas una posibilidad. «Los eritreos no huimos de nuestro hogar y nuestro país porque queramos un trabajo mejor, o un coche, o una televisión de plasma. Huimos porque, como los demés seres humanos, nacimos para ser libres y vivir con dignidad y seguridad. No somos infiltrados o emigrantes económicos», afirmaban hace unos días los representantes de la comunidad eritrea en Israel en una manifestación frente a las oficinas la Unión Europea en Ramat Gan (cerca de Tel Aviv).
Estos solicitantes de asilo se quejan de que Israel se niegue a concederles «protección real» y denuncian que el Gobierno de Netanyahu rechaza sistemáticamente sus peticiones y «se burla de nuestro sufrimiento. Somos detenidos, encarcelados, humillados y privados de derechos y servicios básicos para que nos rindamos y dejemos Israel para ir a otros países sin documentos ni protección», protestan.
Eritreos y sudaneses llegan a Israel tras atravesar el desierto del Sinaí. Tel Aviv les trata como inmigrantes ilegales, deteniéndoles en centros de internamiento hasta que sus solicitudes de asilo son revisadas o son deportados voluntariamente. A pesar de ser firmante de las convenciones internacionales sobre asilo político, el Estado de Israel no concede el estatus de refugiado a casi ningún emigrante de Eritrea y Sudán, ni les ofrece permisos de trabajo.
«Todo el mundo tiene miedo»
Otros eritreos trataron de comenzar otra vez huyendo hacia el sur, a Kenia. «En Eritrea todo el mundo tiene miedo de todo el mundo. Nadie habla, ni siquiera con su madre o sus hermanos», relataba un refugiado eritreo tratando de explicar por qué nadie quiere vivir en su país, bajo una condición: «Si publicas mi nombre podrían matarme».
Unos 5.000 eritreos huirán este mes empujados por el temor a morir de hambre, a ser encerrados en una celda ignota o torturados, un miedo que aboca al éxodo masivo. Se estima que en Eritrea viven 5,5 millones de personas, pero nadie lo sabe a ciencia cierta porque su Gobierno lleva años sin censar a la población. «Se ha pospuesto debido al conflicto de fronteras con Etiopía», asegura un informe del Fondo de Población de Naciones Unidas.
Esta disputa, que llevó a la guerra a ambos países entre 1998 y 2000, es el argumento que el líder de Eritrea desde su independencia, el dictador Afeworki, todavía esgrime hoy para justificar un «estado de excepción» permanente, sin derechos que aquí consideramos básicos.
Situada en los primeros puestos en las clasificaciones relativas al nivel de censura, la que muchos observadores llaman «Corea del Norte africana» ha forzado en la última década al exilio a 363.000 personas, que sueñan con un nuevo comienzo en Europa o donde sea, pero lejos del régimen.
La tragedia que dejan atrás merece el riesgo: «Todo el país vive como un esclavo. Ni siquiera los que tienen empleo ganan suficiente dinero como para alimentar o educar a sus hijos». Así lo cuenta un periodista eritreo refugiado en Nairobi, uno de los pocos que se atreven a hablar de lo que ocurre dentro de la «cárcel más grande» del mundo.
Un país sin universidad
Al nacer, el eritreo será arrojado en el 70% de los casos a una vida de miseria y pasará hambre la mitad de las veces, según datos del Banco Mundial y Unicef. Menos del 50% de los eritreos podrán ir al colegio, mientras el resto trabajará la tierra yerma o en los negocios de sus familias, en el caso de que no hayan sido expropiados por el Estado. Ninguno pisará la Universidad, porque la única que existía, en la capital, Asmara, cerró sus puertas hace una década tras unas protestas estudiantiles.
Al llegar a la pubertad, el eritreo se enfrentará a un dilema: hacer el servicio militar obligatorio, del que algunos jamás regresan a la vida civil (ni siquiera a la vida sin adjetivos), o fugarse. «Cuando un niño llega a los 15 años, sea del sexo que sea, es el momento de huir antes de quedar atrapado en el servicio militar», declaran eritreos jóvenes al observatorio International Crisis Group (ICG).
El eritreo morirá a menudo al intentar cruzar la frontera. Tenga 18 ó 6 años, dispararán a matarle, a no ser que haya pagado los 6.000 dólares que cuesta el «documento especial firmado por el presidente» que compra la libertad de los exiliados.
«Todo el mundo quiere dejar ese país porque no tienes ningún derecho, porque cualquiera puede quitarte la casa. Los únicos que no se plantean huir son los que tienen 80 ó 90 años. Porque no pueden», asegura el refugiado en Nairobi, de 47 años.
En la diáspora, el eritreo todavía debe sortear los tentáculos de un Estado policial que dedica muchos recursos a la inteligencia. En ciudades como Nairobi, los compatriotas no pueden ser amigos: «¿Y si fuera un espía?», se pregunta el entrevistado.
El miedo que envenena a los eritreos alcanza a sus líderes, quienes temen a los miembros de los únicos colectivos que podrían desafiar al Gobierno: una minoría de gente que ha tenido acceso a la educación, ricos y celebridades. Por eso «les matan de forma sistemática».
Investigadores amenazados en Suiza
Un informe de la Comisión para Eritrea encargado por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU presentado hace unas semanas en Ginebra les da una pátina de oficialidad a esos testimonios. Agresiones a gran escala y el uso brutal de la violencia están impulsando la huida de cientos de miles de eritreos del país africano, según dicho informe. Los autores acusan al régimen de Asmara de ejecuciones arbitrarias, así como de tortura sistemática y violaciones, que pueden ser catalogadas «como crímenes contra la humanidad». «En Eritrea no impera el derecho, sino el temor», constataba el grupo de investigación integrado por tres personas y dirigido por el australiano Mike Smith.
El Gobierno eritreo negó cualquier cooperación con los investigadores de la ONU y no les permitió el ingreso en el país. La investigación se fundamentó en 550 entrevistas confidenciales con testigos fuera de Eritrea, así como 160 relatos escritos por afectados.
Muchos testigos potenciales tienen miedo incluso de ataques en el país en el que han pedido ayuda, así como de represalias contra los familiares que se quedan en Eritrea. Ni los investigadores de la ONU están a salvo a miles de kilómetros de Eritrea. La Policía suiza ha puesto bajo protección a esas tres personas. El presidente del Consejo para los Derechos Humanos de Naciones Unidas, Joachim Ruecker, ha asegurado que los investigadores han sido objeto de «varias amenazas y actos de intimidación en su hotel y en la calle desde que llegaron a Ginebra».
Un testigo consultado por la agencia Reuters vio a la Policía suiza custodiando al equipo a pesar de que la reunión se celebraba en el recinto de Naciones Unidas en Ginebra. Uno de los miembros de la comisión, Sheila Keetharuth, aseguró que las amenazas fueron «específicas», pero se negó a dar más detalles.
La investigación de la ONU se ha abstenido de declarar como crímenes contra la Humanidad las actuaciones del Gobierno eritreo, pero sí que ha recomendado realizar una mayor inspección y no ha descartado tomar la decisión de remitir el caso al Tribunal Penal Internacional.
En Europa hay hoy unos 360.000 eritreos registrados como refugiados. La mayoría de ellos en Suecia, Alemania y Suiza. No hay ningún otro país en África del que huyan tantas personas a Europa como de Eritrea.

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