Sangre y espadas rusas en un «Alexander Nevski» despiadado

Sergei Eisenstein, director de la célebre “El acorazado Potemkin”, fijó sus ojos en Sergei Prokofiev para escribir la música de la nueva película de dimensiones épicas que estaba preparando en 1938, “Alejandro Nevski”, en torno a las heroicas acciones de dicho príncipe que en el siglo XIII rechazó los intentos de invasión rusa por parte de suecos y teutones.
Eisenstein tenía sus razones para interesarse en Prokofiev: el compositor había regresado recientemente a Rusia tras más de veinte años expatriado en Europa y Estados Unidos, y en su esfuerzo por probarse como artista en su país estaba creando partituras de calidad extraordinaria. Además, había demostrado poco antes su habilidad con la imagen, escribiendo la música para “El teniente Kijé”, un film de 1934 de Alexander Fainstimmer que solo ha pasado a la posteridad por su maravillosa banda sonora. En 1937, por añadidura, Prokofiev había estado de gira en los Estados Unidos y había visitado los estudios de producción sonora de Walt Disney, justo cuando se dedicaban a ultimar el prodigioso primer largometraje de la casa, “Blancanieves y los siete enanitos”.
Prokofiev, por tanto, tenía conocimiento de primera mano de las más avanzadas técnicas de coordinación entre música e imagen. Una vez aceptado el proyecto de Einsenstein, compositor y cineasta trabajaron codo con codo para concebir un montaje y una música que se adaptasen como un guante a la épica de cada escena, subrayando con una precisión milimétrica la rítmica de los planos y los cambios de cámara. El resultado de ese ir y venir entre imagen y música fue una película que, literalmente, baila ante nuestros ojos, y una banda sonora que, convertida en cantata un año más tarde, alberga una tremenda fuerza visual.
“Alejandro Nevski”, la cantata, se ha interpretado numerosas veces en Euskal Herria, ya que es una partitura muy agradecida para las grandes masas corales que abundan en nuestra tierra. Pero nunca la habíamos escuchado con la fuerza cinematográfica con que la transmitieron el martes la Orquesta Filarmónica de San Petersburgo y su director Yuri Temirkanov. Fue asombroso lo que consiguieron con el epicentro de la cantata, “La batalla sobre el hielo”: sin emplear imágenes allí pudimos ver los batallones marchando, blandirse las espadas y hasta rodar cabezas. Fue una batalla despiadada que hizo parecer riñas de patio de colegio las de “El señor de los anillos”. Toda la cantata fue, en realidad, apocalíptica en manos de Temirkanov, que constantemente llevó a sus músicos al límite de los decibelios, transmitiendo una fiereza que a menudo sepultó por completo al Orfeón Donostiarra, con alrededor 120 cantantes, que hicieron lo que pudieron para sobreponerse a ese terrible ejército ruso de violines y trompetas. Cantaron muy bien, sin embargo, como también lo hizo Ekaterina Gubanova en la siempre difícilísima, por anticlimática, “El campo de los muertos”.
Fue un “Alexander Nevski” de ataque cardíaco, y el nuevo referente, me temo que difícilmente superable, para cualquier otra versión de esta obra que escuchemos por aquí en el futuro.

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