Al detective de Baker Street no le sienta bien la jubilación

La desmitificación del personaje literario creado por Arthur Conan Doyle viene en el cine de lejos, y comenzó con Billy Wilder y su coguionista I.A.L. Diamond en “La vida privada de Sherlock Holmes” (1970), donde su misoginia era achacada a una latente homosexualidad, y donde se le describía como un adicto a una solución de cocaína del cinco por ciento que se administraba con una hipodérmica. Esa misma adicción era tratada por el Dr. Freud en “The Seven-Per-Cent Solution” (1976), escrita por Nicholas Meyer y realizada por Herbert Ross.
Sin embargo, ambos títulos respetaban la esencia detectivesca de los relatos originales, por mucho que cuestionaran la idea insoportable de un investigador perfecto que todo lo sometía a las leyes irrefutables de la lógica. Criticado o no, el talento para la deducción seguía ahí, porque eliminarlo sería tanto como negar las señas de identidad que definen al genuino Sherlock Holmes. Pues bien, “Mr. Holmes” se atreve a ir más lejos, y juega a reinventar al detective de Baker Street, negando o variando muchas de las características que lo hacen ser quien es, lo cual resulta tan arrogante como francamente molesto.
Para hacer irreconocible al nuevo Holmes hubiera bastado con mostrarlo a la edad de 93 años, sin inventarse otras transformaciones innecesarias. Este viejo Holmes lleva sombrero de copa y fuma puros, proclamando que nunca usó la gorra de cazador, ni tampoco fumó en pipa. Tales aditamentos, según la novela de Mitch Cullin “Un sencillo truco mental”, que Bill Condon ha adaptado en una versión mortalmente aburrida, fueron inventados por el Dr. Watson, una vez convertido en su supuesto cronista literario.
No acaba ahí la cosa, porque se descubre una debilidad romántica en el empedernido solterón, quien más de treinta años atrás en su última investigación se dejó seducir por la mujer a la que debía seguir, lo cual motivo su trágico y doloroso retiro.

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