Jesús Valencia
Educador social
KOLABORAZIOA

¿Por quién doblan las campanas?

Taimadas ellas si no conceden a todos los difuntos el mismo trato! Nos han estremecido con su repique trágico cuando los yihadistas atacaron Bataclan, pero suelen guardar un silencio de bronce cuando Occidente masacra a incontables países y gentes humildes. Tras condolerse de los atentados, dijo Bashar al Asad que la tragedia de París era idéntica a la que Siria viene sufriendo cada día desde hace cinco años. ¿Qué perfiles aparecieron en WhatsApp cuando Israel mató a 2.200 palestinos en un solo verano? ¿Cuántos días de duelo han decretado nuestras instituciones para llorar a las 250.000 personas asesinadas en Siria desde marzo de 2011?

La conmocionada sociedad occidental hizo causa común con las víctimas de París. Junto al Sena se depositaban flores y velas en los lugares de la tragedia mientras aquí las redes sociales repudiaban el fanatismo religioso de los atacantes: «No matéis en nombre de Dios». Apelación legítima e incompleta que se ha escuchado en los templos de todas las confesiones y en los rezos de incontables las mezquitas. Requerimiento parcial que, oportunamente completado, debiera de hacerse a todos los contendientes, tanto a los que empuñan fusiles como a los que pilotan bombarderos: «No matéis ni en nombre de Dios ni en nombre del dinero».

Entrometernos en terceros países para alterar decisiones soberanas, imponer gobiernos títeres y usurpar recursos ajenos es delito de lesa humanidad. El imperialismo siempre lo ha hecho; en la actualidad y, sobre todo en el mundo árabe, esa práctica criminal se llama Gaza, Irak, Túnez, Libia. «Hasta que Bashar al Asad no se marche – anunció Hillary Clinton– no habrá paz en Siria». Sólo algunas voces lúcidas y sensibles repudiaron semejante incitación a la violencia: «Espero y rezo –dijo el senador norteamericano Dick Black– para que Estados Unidos se despierte y entienda que es hora de poner fin a esta masacre. No puede arrogarse el derecho de derrocar regímenes; tiene que detener el derramamiento de sangre».

En julio de 2012 una potente bomba destruyó la Sede del Servicio de Seguridad Nacional en Damasco. Los estragos fueron cuantiosos y las muertes abundantes. Los comentaristas se preguntaban quién estaría tras un atentado tan complejo. Hubo alguien que no dudó: «No vacilo en condenar de manera categórica al terrorista y genocida imperio estadounidense. Solo Dios sabe hasta dónde nos llevará su maléfica campaña». Era la denuncia de Miguel d’Escoto, sacerdote nicaragüense, exministro sandinista y expresidente de la Asamblea General de Naciones Unidas.

El colonialismo nació con la mala costumbre de agudizar conflictos locales en aquellos territorios que intentaba controlar («divide y vencerás»). No importa que los nativos se maten entre ellos ya que su vida sea mucho más barata que la de los soldaditos imperiales. A los monstruos promovidos en tierra de árabes les asignamos distintos nombres y la misma misión: expandir los dominios de Occidente encubriendo la mano que les da de comer. Talibanes, Al Qaeda, Al Nusrah, Estado Islámico encabezan un largo listado de organizaciones sectarias a las que sus mentores elogian, financian y protegen. El senador norteamericano McCain los visitó en su madriguera, Israel les da cobijo y atención sanitaria, el Canciller francés Fabius aplaudió su eficiencia, Reagan los llamaba «luchadores por la libertad».

Juego de alto riesgo, ya que semejantes engendros, sobrados de rabia y escasos de contemplaciones, suelen volverse contra sus progenitores. Los kalahsnikov recorrieron París y, lo mismo que hacen los misiles «inteligentes», liquidaron a cualquier persona que se cruzaba en su camino. Trágico día que dejó al descubierto la crueldad de los atacantes y la hipocresía de los gobernantes. Aquellos dispararon indiscriminadamente contra la población más vulnerable y entonces, solo entonces, un terrible alarido nos estremeció. En aquella noche trágica se mezcló el dolor de los golpeados con la ruindad de sus políticos. Gemían los primeros desahogando su dolor, y braman los segundos intentando encubrir su culpabilidad; estrechamente protegidos, se proclamaron defensores de una sociedad a la que han puesto en el punto de mira; les faltó valor para responder a una pregunta que se escuchaba entre los gemidos: «¿por qué a nosotros?». Ahora dictan medidas extremas para acabar con la yihad y, con ellas, van tejiendo una red de acero en la que quedan atrapadas sus respectivas ciudadanías. Anuncian una vida segura y lo que están preconizando es una sociedad militarizada y sin derechos, polarizada, vengativa, xenófoba, atemorizada y hostil.

Hollande anunció solemnemente que la República estaba en guerra. Tenía razón, aunque no precisó cuándo la habían iniciado ni los estragos que ha ocasionado. Su fanática firmeza, lo mismo que la de los asaltantes de Bataclán, se mide por las víctimas que está ocasionando. A despecho de este crispado tsunami que nos envuelve, confieso que «Yo no soy Francia»; al menos, esa Francia prepotente y colonial que, entonando la Marsellesa, nos ha involucrado en su guerra. Me siento mucho más identificado con todas aquellas personas que murieron antes de hora cuando se disponían a celebrar su festivo fin de semana. Quisiera ser Kurdistán, Palestina, El Sáhara, Libia, Siria; pueblos que, sin estridencias, lloran las muchas víctimas anónimas que les ocasionan los distintos fanatismos disfrazados de libertadores.