Mikel JAUREGI
LEMMY KILMISTER

La garganta y el Rickenbacker de Lemmy dejan de rugir

En su caso no se ha cumplido aquello de «vive rápido y deja un bonito cadáver». Sí, Ian Fraser Kilmister, que es como le llamaron sus padres, vivió rápido, al límite; pero su cuerpo ha aguantado más, mucho más, de lo que se hubiera podido deducir del diagnóstico más optimista. Hasta que el lunes dijo basta ante un agresivo cáncer que le había sido diagnosticado dos días antes. Tenía 70 años (los cumplió en Nochebuena). En su caso, incluso podría decirse que murió viejo.

Lemmy, el compositor, cantante y bajista de Motörhead, el músico que mejor ha representado el lema «sexo, drogas y rock ‘n’ roll», se ha ido con las botas puestas: a pesar de que en verano tuvo que suspender un par de conciertos en EEUU por sus problemas de salud, pudo completar la posterior gira europea: su último directo data del 11 de diciembre, en Berlín. Y no hay que olvidar que este mismo año la banda había publicado su último álbum, “Bad Magic”, el vigesimosegundo de su dilatada discografía.

Lemmy era Motörhead, y Motörhead era Lemmy. Ninguno de los dos podría entenderse sin el otro. Imposible. Ya lo dijo él: «No recuerdo cómo es no estar en Motörhead; sé que alguna vez no estuve en Motörhead, pero no me acuerdo de cómo era».

Y no le faltaba razón: hubo un tiempo en el que no estuvo en Motörhead. Fueron sus años de niñez y adolescencia en el condado de Stanffordshire (centro de Inglaterra), donde descubrió su amor por The Beatles; de sus primeros pasos en la escena en bandas menores como The Rockin’ Vickers; y, con posterioridad, de su incorporación en 1971 a los sicodélicos Hawkind. Allí despegó su carrera, aunque no durara en sus filas más que unos pocos años. Hasta 1975.

Fue entonces cuando creó el monstruo. Originalmente lo llamó Bastards, pero enseguida lo cambió por Motörhead, el nombre del último tema que había compuesto para Hawkind. Tras un par de cambios en la formación, fichó para la causa al guitarrista «Fast» Eddie Clarke y al batería Phil Taylor –fallecido este mismo 2015–, y el trío emprendió su etapa más exitosa grabando discazos con joyas como “Ace Of Spades”, “Overkill”, “Iron Fist”, “Bomber”, “No Class”, “Orgasmatron”, “The Hammer”, “Fast And Loose”, “Too Late, Too Late” o “Metropolis”. Clásicos.

Y desde entonces, Lemmy y sus secuaces –en los últimos años le han acompañado Phil Campbell a las seis cuerdas y Mikkey Dee a las baquetas– no hicieron más que agrandar la leyenda a base de rock duro. Hasta el punto de convertirse en uno de los pocos grupos del planeta adorado, por igual, por rockeros, metaleros y punks. Un milagro.

El paso de los años y su aparente inmunidad al salvaje estilo de vida que se gastaba –una amalgama de sexo, speed, bourbon, tabaco y el rock and roll más sucio y veloz– hicieron que Kilmister se ganara fama de indestructible. Ya en 1980, cuando se hizo unos análisis para someterse a una transfusión completa, un médico le advirtió de que «una transfusión de sangre pura le mataría. Ha dejado usted de tener sangre humana. Y tampoco puede ser donante. Ni se le ocurra. Su sangre es tan tóxica que mataría a una persona normal». El bueno de Lemmy hubo de conformarse con su intoxicado flujo. Eso sí, sin abandonar sus viejas costumbres.

Nunca escondió su gusto por los excesos. Quizá la frase que mejor resume su modo de vida en la carretera es la de «el verano de 1973 fue fantástico. No me acuerdo de nada, pero nunca lo olvidaré». También queda para la posteridad la respuesta que dio a un periodista que le preguntó cómo sobrellevaba las resacas: «Chaval, las resacas son para los que dejan de beber...».

Alardeaba, también, de su amplísima colección de simbología nazi y otros objetos militares. Y replicaba a quien le acusara de simpatizar con ellos: «Yo soy un anarquista, no un nazi. Es mi cruz de hierro del rock».

Se le echará de menos, demasiado. Porque por mucho que el espectáculo del rock ‘n’ roll deba continuar, y sin duda lo hará, no será lo mismo sin ese hombretón de cabello largo, barba con perilla rasurada, dos imponentes verrugas en la mejilla, sombrero y vestimenta negra que, con un bajo Rickenbacker al hombro y el cuello estirado, aullaba al cielo ante un pie de micro situado un palmo por encima de su cabeza. Sin una banda que pone punto final a 40 años de brillante trayectoria. Sin esos conciertos que, con la áspera voz de Lemmy, comenzaban con un «¡Buenas noches! Somos Motörhead, ¿de acuerdo? ¡Y tocamos rock ‘n’ roll!».