Y Dios creó el cubo perfecto

La sólida y reciente interpretación realizada por Michael Fassbender en “Macbeth” engarza casualmente con lo que se escenifica en “Steve Jobs” porque hay cierta reminiscencia shakesperiana en todo lo que plantea, sobre todo, el guionista Aaron Sorkin dentro de un engranaje dramático de reminiscencias teatrales y en el que asistimos a la puesta en escena de un drama que Danny Boyle ha pretendido teñir de una ampulosidad que lastra por completo un proyecto que se intuye en el diseño de los personajes y en diversos diálogos cierta similitud con la sobresaliente “La red social” que dirigió David Fincher con libreto del propio Sorkin.
Da la sensación de que al autor de propuestas como “Slumdog Millionaire” le resultaba poco complaciente o tal vez excesivamente “simple” lo que Sorkin ha hecho con la biografía que Walter Isaacson escribió sobre el magnate de Apple y ha querido ir más allá o buscar una excusa en las sentencias determinantes que Arthur C. Clarke afirma en el prólogo del filme para aumentar, aún más si cabe, el concepto visionario que se le atribuye a un Jobs elevado a los altares de la tecnología. En realidad, en toda la película, desarrollada a través de tres actos que recrean tres de los actos multitudinarios que puso en marcha Jobs para presentar algunos de sus productos estrella más referenciales, se intuye un desequilibrio constante a la hora de perfilar un personaje al que Fassbender imprime un gran empaque. Jamás descubrimos dónde se asoma el visionario que apostó por el diseño o el vendedor de humo tecnológico que fue capaz de crear una semireligión en torno a una manzana mordida. El humor o la sátira en momento alguno asoma y todo queda en un superficial y frío drama acorde a un mundo tecnológico en el que impera la necesidad de crear ilusiones o simplemente, vender cubos perfectos que no tienen utilidad alguna pero que estéticamente resultan muy atractivos.

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