Karlos ZURUTUZA

Ibadíes: entre el «libro verde» y la bandera negra

Tras décadas de represión bajo el régimen de Gadafi, la comunidad ibadí lucha por salir del ostracismo entre nuevas amenazas.

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Docenas de zapatos y zapatillas de niño se amontonan a la entrada de la escuela islámica de Jadu, en las montañas de Nafusa. Sus voces recitando el Corán en melódica letanía se pueden escuchar a través de la puerta entreabierta, e incluso desde la pequeña mezquita, a escasos 20 metros de allí.

Puede tratarse de una imagen recurrente en cualquier país musulmán, pero en Libia es prácticamente una novedad. No en vano, la escuela Jeque Alí Ganuni es ibadí, y debe su nombre a uno más de los imanes ejecutados por el depuesto líder libio.

«Gadafi nos odiaba porque los ibadíes nunca reconocimos su autoridad», explica a GARA Ramadan Azuza, principal responsable de asuntos religiosos de Jadu, durante un receso entre clases. Aparentemente, el desafío a la autoridad de los ibadíes va mucho más allá del ámbito político: «Para los suníes el liderazgo religioso debe venir de la tribu de los Qureish en la Meca, mientras que los chiíes reivindican la descendencia de Alí. Sin embargo, los ibadíes escogemos a nuestros propios líderes en asambleas según sus aptitudes, y no en función de su etnia o procedencia», apunta este hombre de 50 años que presume de pertenecer a la rama «más moderada y democrática» del islam.

Pero la vida nunca ha sido fácil para ellos en el Magreb. Al estigma que supone no ser seguidor del sunismo maliki, el predominante en Libia, se le suma el de no ser árabes. «Si bien hay amazigh que no son ibadíes, todos los ibadíes somos amazigh; no hay árabes entre nosotros», acota Azuza.

También llamados «bereberes», hablamos de un pueblo que se extiende desde la costa de Marruecos hasta la orilla occidental del Nilo, en Egipto. En Libia su número se estima en torno a los 600.000 (el 10% de la población). La llegada de los árabes a la región en el siglo VII dio inicio a un inexorable proceso de arabización que se aceleró durante el mandato de Gadafi. Azuza explica que en Libia trabajan de forma conjunta con el Congreso Supremo Amazigh, una organización «paraguas» para 10 de las localidades donde este pueblo es mayoritario. Entre sus cometidos, dice, está la revisión de los libros de texto que se usan en las escuelas. «Pedimos a los maestros de escuela que estén vigilantes porque encontramos el salafismo en los libros de historia y geografía, y hasta en los de matemáticas», asegura Azuza, quien no duda en apuntar «a países como Arabia Saudí» como principales responsables del auge del islamismo radical.

«Muchos se empeñan en cerrar los ojos pero puede que nos enfrentemos a una amenaza incluso mayor que la de Gadafi», alerta el responsable religioso.

Mitos y realidades

Los ibadíes apenas constituyen un 1% de la población mundial musulmana y sólo son mayoría en el sultanato de Omán. Esto, unido al hecho de ser una variante ajena a la dicotomía entre sunitas y chiítas (su origen precede a la división de ambas corrientes), hace que sea un capítulo del islam apenas estudiado
 Además de en Libia, tienen presencia en el valle del Mzab en Argelia, la isla de Yerba en Túnez y en la costa swahili, justo debajo del Cuerno de África. Fue allí donde Valerie Hoffman, profesora de estudios islámicos en la Universidad de Illinois y una de las voces más autorizadas en el ibadismo, tuvo su primer contacto con esta doctrina.

«En 1998, un colega me pidió que hiciera un inventario de manuscritos islámicos en Zanzíbar. Yo ya era catedrática de estudios islámicos y daba clases en la Universidad pero, durante aquella estancia, descubrí nombres de eruditos islámicos notables de los que no había oído hablar hasta entonces», explicaba Hoffman a GARA en conversación telefónica.

La estudiosa norteamericana y autora de "The Essentials of Ibadi Islam" (Syracuse UP, 2012) es una de las voces más autorizadas para trazar una línea entre mitos y realidades sobre el ibadismo: «Es indudablemente cierto que sus líderes religiosos deben ser escogidos por los ancianos en función de su conocimiento y piedad, y sin distinción de raza o linaje. No obstante, muchos de sus imames han sido históricamente elegidos siguiendo líneas dinásticas».

Respecto a la visión supuestamente moderada del islam, Hoffman apunta a una dualidad contradictoria pero positiva: «En teoría podríamos decir que el ibadismo es rigorista y conservador pero, en la práctica, han demostrado ser siempre muy tolerantes». Cualquier acción hostil, añadía, está reservada para un tipo de persona: el gobernante injusto que se niega a corregir su conducta o renunciar a su poder.

Ayuda desde el exterior

Hoy no hay pueblo amazigh en Nafusa que no cuente con su propia escuela islámica, ni tampoco hay escasez de mezquitas donde los lugareños puedan rezar fieles a su rito. Además, en pueblos como Nalut (el más grande del macizo) se puede incluso hacer uso de una biblioteca llena de volúmenes y manuscritos ibadíes.

Como no podía ser de otra manera, el recinto debe su nombre a otro prominente ibadi asesinado por Gadafi. Precisamente, Alí Yahia Moammar fue ejecutado en 1984 en el estadio de Nalut, a escasos 200 metros de aquí. A los pocos días, sus dos hijos se vengaban atacando Bab al Aziziya, la residencia-bunker en el centro de Trípoli del depuesto líder libio.

Hoy, la mayoría de los visitantes de la biblioteca son ancianos pero también es posible encontrar a veinteañeros como Hamid Askar. A pesar de su juventud, Askar ha sido testigo de cambios muy relevantes para su comunidad. «De crío mis padres me insistían en que no mencionara a los ibadíes en la escuela para evitar problemas con los maestros. La discreción era fundamental pero los niños no saben guardar un secreto», recuerda Askar, desde la única mesa de la pequeña estancia.

Por el momento, el joven cursa estudios de Derecho en Nalut, pero, si tiene suerte, acabará sus estudios en Omán. El único país del mundo donde los ibadíes son mayoría ofrece becas a estudiantes como él. De hecho, en Nafusa no es extraño encontrar la bandera de Omán, junto a la libia y la amazigh, en paneles y murales que recuerdan a los caídos en 2011.

«Omán nos ayudó con alimentos y otros suministros básicos durante la guerra, pero no fue nada comparable al apoyo que los rebeldes árabes recibieron de Qatar», apunta Alí Flifel desde una de las estanterías. Este jeque ibadí repite que la librería es el mejor lugar de Nalut para participar en «profundas» discusiones sobre ibadismo o, simplemente, investigar sobre el tema por cuenta propia. A sus 63 años, Flifel es el director de la única escuela de secundaria ibadí de toda Libia por lo que ha de esforzarse para satisfacer las exigencias de su alumnado: 70 chicos y chicas de entre 15 y 20 años de edad.
«Creamos la escuela en 2012 para atender a los estudiantes que querían continuar sus estudios religiosos una vez concluida la educación primaria», recuerda Flifel, que asegura sentirse «muy satisfecho» con todos los pasos dados desde 2011 para la normalización de su comunidad.

«No somos ni árabes ni suníes»

Pero la situación en el resto del país no invita al optimismo. El pasado miércoles, un ataque suicida frente a una base militar en la localidad de Zlintan provocaba la muerte de decenas de personas en el atentado más grave perpetrado en Libia en los últimos meses. Era el último latigazo del yihadismo, que parece haber encontrado su hábitat ideal en el vacío de poder provocado por la división del país entre los Gobiernos de Trípoli y Tobruk.

Flifel dice no decantarse por ninguno. «No importa quién gobierne en el valle», asegura el jeque. «No somos ni árabes ni suníes, y sabemos de sobra que estamos solos en Libia».

Omán, hermano ibadí y amigo de todos

Si Omán parece ser el único aliado de los ibadíes en el exterior, el sultanato también se antoja como un actor clave en la diplomacia internacional. Gobernado desde 1970 por el sultán Qabus bin Said al Said tras desalojar a su padre con un golpe de Estado, Omán no deja de ser una autocracia pero, a diferencia de sus vecinos en la región, goza de gran estabilidad interna. En apenas cuatro décadas, Omán ha pasado de ser un país aislado del exterior y con graves problemas internos a convertirse en un mediador imprescindible entre potencias antagónicas. Ya en la década de los 80, Muscat trabajó para acabar con la guerra entre Irak e Irán (1980-88) y, hasta la fecha, ha sido el principal facilitador para el acercamiento entre Teherán y Ryad. A diferencia del resto de sus vecinos árabes del golfo Pérsico, Omán no cortó sus relaciones diplomáticas con Damasco tras el inicio de la guerra en Siria, en febrero de 2011. Su privilegiada posición como Estado no alineado en la ecuación chiíta-sunita le ha facilitado montar reuniones tripartitas entre los ministros de Exteriores de Siria, Arabia Saudí e Irán en Muscat, el pasado agosto. Dos meses más tarde, el ministro de Exteriores omaní, Yusuf bin Allawi, se reunía con Bashar al-Assad en Damasco.

La mediación de Omán en 2013 también fue vital para cerrar el histórico acuerdo nuclear con  Irán del pasado julio.
Asimismo, Omán no es sólo el único país de la región que no interviene militarmente en Yemen sino que, además, acoge a familias de refugiados de ese empobrecido país y trabaja sin descanso para encontrar una solución al conflicto. Representantes de las distintas facciones yemeníes enfrentadas se reunieron en Muscat el pasado setiembre junto al enviado de Naciones Unidas para el país.
Por el momento, la guerra continúa en Yemen pero, al igual que en el caso de Siria, Omán sigue siendo el único actor capaz de dialogar con todas las partes; un aspecto del que el sultán Qabus alardea a menudo. En muchos de sus discursos a la nación, Qabus ha apelado a la «herencia ibadí» del islam como una «herramienta para esquivar el fundamentalismo religioso y conseguir objetivos a través de la tolerancia y la no-violencia».

Sea cual sea el peso de dicha corriente del islam en la política exterior del país, puede que Omán sea uno de los últimos clavos a los que agarrarse ante el nuevo desafío diplomático que plantea la escalada de la tensión entre Arabia Saudí y Teherán.