CUANDO EL ODIO SE CONVIERTE EN EL MOTIVO DE UN CRIMEN
En los últimos 25 años se han producido en el Estado español, como mínimo, 86 crímenes de odio. Son los que ha identificado un grupo de periodistas de investigación tras meses de trabajo. Advierten, sin embargo, de que pueden ser muchos más.

Alejo Aznar era un toxicómano sin hogar al que un 24 de abril de 1999 un grupo de menores mató en Getxo tras propinarle dos golpes con una barra de hierro. El autor de los golpes fue condenado por un juzgado de Menores a 80 horas de trabajos comunitarios por homicidio imprudente, una pena en la que no se tomó en cuenta ningún agravante por odio. Sin embargo, el proyecto Crimenesdeodio.info lo incluye en el apartado de «asesinatos por aporofobia», nombre con el que se conoce el odio a los pobres.
La aporofobia es uno de los fenómenos (la homofobia, la transfobia y la xenofobia son otros ejemplos) que motivan los llamados crímenes de odio, que según la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), se dan «cuando la víctima, el lugar o el objeto de la infracción son seleccionados a causa de su conexión, relación, afiliación, apoyo o pertenencia real o supuesta a un grupo que pueda estar basado en la ‘raza’, origen nacional o étnico, el idioma, el color, la religión, la edad, la minusvalía física o mental, la orientación sexual u otros factores similares».
Con esta definición en la mano, los periodistas David Bou y Miquel Ramos se han pasado meses repasando hemerotecas (no hay registros oficiales) a partir de los datos del Movimiento contra la Intolerancia. Primera dificultad: se trata de un concepto fenomenológico, es decir, «cualquier delito podría ser susceptible de ser de odio», explica Bou. Y hay casos en los que no es sencillo determinar si se trata o no de un delito de odio. De hecho, hay casos que todavía estudian si incluir o no, como son tres suicidios como el de Alan, el joven transexual que se quitó la vida en diciembre en Catalunya.
Tampoco fue sencillo decidir qué hacer con los feminicidios, ya que se considera que la muerte violenta de una mujer es estrictamente un delito de odio «cuando no hay una conexión afectiva previa». Es decir, cuando el único y exclusivo motivo es el odio hacia las mujeres, la misoginia. Según sigue explicando Bou, los registros del Ministerio de Interior no incluyen estos supuestos (se limitan a la mal llamada «violencia doméstica»), por lo que resulta muy complejo conseguir los datos del periodo abarcado por la investigación (1991-2015). Sí que existen datos desde 2010, recabados por la web Feminicidio.net, a la que el proyecto de Bou y Ramos enlaza directamente.
Se trata, por lo tanto, de una investigación «incompleta», según reconocen sus propios autores. «Esto no es más que la punta del iceberg», asegura Bou, que recuerda que según el Ministerio de Interior, en 2014 se denunciaron 1.285 delitos de odio en el Estado (la CAV es la comunidad con mayor número denuncias en proporción a su población). Y teniendo en cuenta que, según la OSCE, solo se denuncian el 10% de las agresiones, queda claro que es muy complicado hacer una radiografía completa de la situación. De hecho, desde la primera presentación en Madrid en diciembre, han recibido información sobre cinco posibles casos que en la actualidad investigan para decidir si incluir en su mapa, en el que ahora constan 86 crímenes de odio que han supuesto la muerte de 88 personas. Tres ocurrieron en Hego Euskal Herria (el mencionado caso de Alejo Aznar, el de Anjel Berrueta en Iruñea y el de Luis C.A., otro caso de aporofobia ocurrido en Errenteria en 2003), a los cuales cabe añadir en el recuento vasco el caso de Aitor Zabaleta, muerto en 1998 en Madrid.
Divulgar y denunciar
«No es que haya víctimas de primera o de segunda, es que hay víctimas que ni existen», sigue Bou, que define el proyecto como un «instrumento de divulgación y denuncia». «Un trabajo así debería haberlo hecho el Estado, como ocurre en sitios como Alemania», añade, recordando que, aunque el problema es también institucional y judicial (los delitos de odio no están tipificados como tales), es sobre todo un problema social. Empezando por la mayoría de medios de comunicación, que «relegan estas noticias a la sección de sucesos y no hacen ningún seguimiento» y siguiendo, sobre todo, por la educación. En este sentido, Bou recuerda que «todo delito de odio proviene de un discurso de odio previo» y que, evidentemente, «nadie nace con prejuicios».
Añade que una de las sorpresas de la investigación ha sido constatar que «muchos de los verdugos tienen entre 16 y 21 años», lo cual demuestra la raíz social del problema: «¿Cómo puede haber gente tan joven con tantos prejuicios? ¿En qué valores de tolerancia y respeto a la diversidad estamos educando a nuestros jóvenes?». «En los delitos de odio estamos como estábamos con la violencia de género hace 15 años, no hay conciencia social del problema y así es imposible buscarle remedio», concluye Bou.
Un aspecto en el que coincide con Guillem Agulló, a cuyo hijo, del mismo nombre, un grupo de neonazis mató en Montanejos (País Valencià) en 1993. El autor del crimen, Pedro Cuevas, cumplió 4 años de cárcel de una condena de 14 años y en 2007 se presentó a las elecciones en las listas de Alianza Nacional. La familia ha tenido que aguantar todos estos años insultos, pintadas y amenazas. «Dijeron que fue una pelea entre bandas y criminalizaron a Guillem», apunta 23 años después el padre del joven que entonces tenía 19 años, que recuerda que la muerte de su hijo nunca ha sido considerada como un crimen de odio. De hecho, el PP ni condenó lo ocurrido. «Cuesta reconocer, a algunos más que a otros, que estas cosas han pasado y siguen pasando», remata Agulló.

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