La esposa de Urdangarin ha dado la imagen de una señora de derechas de toda la vida, que confía en su esposo, que tiene una tarjeta de crédito pero que no conoce ni el pin porque se la gestiona su marido, que no sabe de cuentas, que cuidar a cuatro hijos es suficiente labor como para preocuparse de los negocios. Es su derecho a la defensa, pero es su autoinculpación como una señora retrógrada, como alguien que perpetúa la imagen de una mujer sumisa, casi con rasgos de idiocia, que no se mete en asuntos de negocios, que firma donde le dice su marido porque tiene fe ciega en él. De culebrón barato.

Porque encaramarse al «no sé, no me acuerdo, no me consta» es un hábito que vamos comprobando como de uso universal por todos los acusados. Es como si poner cara de bueno, hacer pucheritos, ofenderse ante las preguntas y soltar el «no sé» ya significase la exculpación y más bien parece que esa tomadura de pelo, esa manera tangencial de escurrir el bulto con unas actuaciones bastante pobres porque les delata el gesto y la actitud corporal, es manifestar que se es, como mínimo, cómplice de lo que se le acusa, cuando no una manera de declarase protagonista principal. Lo cierto es que una Infanta está en el banquillo de los acusados, que siendo ella tan católica ha mentido, que se le debe recordar que ha estado cobrando por una actividad profesional en la que al menos debería memorizar el código de algunas tarjetas, que vive en Suiza a costa de una empresa de telefonía que es sospechosa de todas las sospechas y que ya forma parte del catálogo de delincuentes de guante blanco que van pasando por nuestra pantalla plana. Quizás sea una anécdota pero es un síntoma más de la decadencia del reino de España que no lo salva ni Albert Rivera bailando con lobos de peluche en los pasillos del Congreso.