Izkander FERNÁNDEZ
AZKENA ROCK FESTIVAL

Perros empantanados en los charcos del asfalto de Mendizabala

Cuando la lluvia se compromete a protagonizar un festival de rock solo queda esperar a que Nine Inch Nails lo solucione. Pero Mendizabala no es Woodstock y la maldita inclemencia se llevó la jornada por delante.

Quizá más como un estado mental que como un hecho palmario, pero el engrudo que presidió el cielo gasteiztarra durante toda la jornada del viernes tuvo su fiel reflejo en el primer día del Azkena Rock Festival de 2016. Y es que ese viernes puede pasar a la historia como uno de los peores días de la singladura del evento gasteiztarra. Al menos tratando de establecer un hipotético índice entre expectativas, calidad y resultados, pocos días han resultado tan fallidos.

La entrada al recinto pasadas las cinco de la tarde difícilmente podía ser más desangelada. Sin embargo, ya se sabe que los corazones de los seguidores del rock son calientes y la lucha entre la incesante lluvia y el mar de colores imposibles provocado por los chubasqueros alcanzó cotas épicas.

La tarde se ahogó en la gigantesca laguna que separaba las carpas dispuestas por la organización a decenas de metros de los tres escenarios dedicados a estrellas del rock fallecidas en los últimos meses. Así, el grande estaba dedicado a Lemmy, el segundo a David Bowie y el tercero a Scott Weiland. Jared James Nichols actuaba ante cuarenta o cincuenta valientes mientras trescientos cobardes nos cobijábamos bajo una carpa sin conseguir conectar en ningún momento con un musculado y oxigenado guitarrista amante del blues rock.

London Souls lo tuvieron aún más complicado porque la carpa estaba todavía más lejos de su escenario, con lo que el agua que rellenaba los socavones del asfalto de Mendizabala vibraban todo lo que no vibraba el público, completamente ajeno y lejano a la celebración rock.

Daniel Romano se cobijó en el cálido rock sureño con movimientos tangenciales al folk para sobreponerse a la maldita lluvia mientras que Vintage Trouble jugaron su baza soulera y juguetona sin llegar a convencer.

Reservoir Dogs

En 1992 un joven cineasta llamado Quentin Tarantino rodó Reservoir Dogs. Un film de gangsters que escapaba de los tópicos del cine clásico pese a que los abrazaba de lleno junto con otras mil referencias pertenecientes al cine de serie b, la blaxplotation y las películas de kung fu. Tratando de traducirlo al castellano el título quedaría algo así como perros empantanados. Y en Mendizabala, el viernes, más de uno pudo sentirse como un ser atrapado por su pasado, sin posibilidades de escapar de lo que fue y, por lo tanto, de morir ahogado en uno de los inmensos charcos del negro suelo gasteiztarra.

Lucinda Williams fue la primera. Presa y esclava de la idea de actuar en un festival que lleva el rock en su nombre, trató de ofrecer un set más rockero y menos intimista. Lógicamente se agradece el esfuerzo, pero durante su hora y veinte de actuación la heroína del country alternativo naufragó en un show falto de ritmo que únicamente levantó el vuelo cuando acometió el “Rockin’ in a Free World” de Neil Young. Un himno del rock que volvía a sonar en Mendizabala 10 años después de que Pearl Jam la hicieran suya en su histórica actuación.

Con dos discos soberbios Williams reescribió alguna página del country alternativo en los años noventa. “Car Wheels in a Gravel Road” y “Essence” son obras maestras imperecederas. Antes, había grabado un puñado de temas respetables y después, ha alternado discos con claroscuros que combinaban escasos momentos brillantes con una preocupante falta de dirección.

En Gasteiz Lucinda lo intentó pero no lo consiguió. “Drunken Angel” y “Essence” dos de sus clásicos más recordados, sonaron fallidos, tan mate como el día. No pudo ser.

Blackberry Smoke ofrecieron probablemente el mejor concierto de la jornada del viernes gracias a un rock sureño de fuerte contenido melódico que en el segundo escenario apenas alcanzó cuerpo por culpa de un sonido rácano. Un mal sistémico de ese segundo escenario de Last Tour en el que cuando no se suena bajo se suena mal y cuando no ambas cosas a la vez. Todo eso tenía un pase cuando había carpa pero a día de hoy resulta incomprensible.

Hellacopters volvieron a demostrar en la hora de su renacimiento que son una banda de primera división. Jamás ganarán nada, pero es indudable que su nivel es aplastante y que pese a darse el gustazo de basar su repertorio únicamente en un disco, “Supershitty to the Max”, un álbum que apenas conoce la masa de fans que los siguió en la mitad de su carrera más exitosa, llevaron el rock and roll a ese callejón oscuro y peligroso del que jamás debió salir.

Danzig anunciaba única actuación en Europa. No concedió entrevistas pese a que nadie las había pedido. Paradójica instantánea para un superhéroe del hard rock de los 90 que grabó cuatro discos espectaculares de la mano de Rick Rubin y Def American. Glenn Danzig se forjó una imagen de tipo duro, pecho descubierto, músculo, rostro impenetrable y voz aterciopelada que le sirvió el sobrenombre del Elvis del Infierno. Cierto que jamás llegó a vender como merecía pero eso no le resta valor a sus espléndidos primeros cuatro discos.

Claramente atrapado por su pasado, el Danzig de 2016 vive en la paranoia de ser quien fue y quien ya no es. Enérgico en exceso, sobreactuado y completamente perdido, su garganta dista universos de ser el portento que fue. Y su banda, con un buen Tommy Victor de Prong a las guitarras, carece de cohesión alguna. Los clásicos como “Until You Call on the Dark”, “Twist of Cain”, “Dirty Black Summer”, “Not of this World”, “Am I Demon” y “Mother” sonaron, pero por momentos Danzig sonó ridículo, víctima de su éxito noventero. Cautivo del personaje que fue y que probablemente ya no quiere ser.