La geometría de los 850 metros del encierro está formada básicamente por cuatro rectas: Santo Domingo, Ayuntamiento-Mercaderes, Estafeta y Telefónica-callejón-Plaza de Toros. Entre ellas, sin embargo, hay más de tres giros, porque Santo Domingo y el último tramo tienen sus recovecos. Desde siempre, «la curva» –con mayúsculas– ha sido la más pronunciada, esa de casi 90 grados que conecta Mercaderes y Estafeta. Los quebraderos de cabeza para atenuar su impacto fueron enormes hasta que se descubrió el milagroso antideslizante que se aplica desde 2005, y hoy día cada vez resulta más díficil ver a los morlacos estrellarse contra esa valla, con el doble riesgo de atrapar ahí a algún corredor y de quedarse rezagados para el resto de la carrera.

Por contra, en la misma medida cada vez con más frecuencia los astados se estrellan contra la parte derecha del vallado de la curva de entrada al callejón, que forma un ángulo mucho más abierto. Paradójicamente, en parte este problema es consecuencia de la solución de Estafeta: al llegar las manadas más compactas a esa parte final, hay un mayor riesgo de caídas múltiples, como el topetazo que se dieron ayer cuatro bureles o el fatal varetazo que costó la vida a Daniel Jimeno en 2009.

Se asegura que en ese punto negro los toros no ven la ligera curva por la masa humana, pero otro tanto ocurre por ejemplo entre Santo Domingo y el Ayuntamiento, o antes a la altura del mercado, sin que los toros se venzan a la derecha. Quizás tenga más que ver con la pendiente descendente o con el cansancio y confusión que ya para entonces acumulan las reses. Seguro que en la Mesa del Encierro estarán sobre el tema por si cabe alguna medida correctora. Mientras tanto, kontuz con encerrarse.