Mertxe AIZPURUA
EXPERIENCIAS EUROPEAS Y REALIDAD VASCA

VIVIENDAS COLABORATIVAS, UNA OPCIÓN PARA COMPARTIR LA VEJEZ

Es una experiencia consolidada en países como Suecia, Noruega o Alemania. Entre las residencias o la única compañía de cuatro paredes, las viviendas colaborativas representan una opción viable para envejecer mejor. Irati Mogollón y Ana Fernández se han sumergido en el tema gracias a una beca de Emakunde. Concluyen que Euskal Herria tiene las características sociales para que estos proyectos puedan llevarse a cabo con éxito.

Imaginemos un espacio en el que tienes tu casa, una cocina común, una lavandería común, huerto y a la vez total independencia. Y, en el caso de que sea necesario, servicios profesionales para el cuidado de la salud. No suena nada mal y son muchas las personas –todavía relativamente jóvenes– que piensan que este sería el modo ideal de vivir esa etapa de la vida que llamamos vejez. Envejecer entre amigos es, probablemente, un deseo que se pone de manifiesto cada vez más en conversaciones de cuadrillas.

Quizá uno de los logros del cambio de época es que los términos vejez y decrepitud no van ya de la mano y la imagen y el estereotipo asociado a una persona mayor no se corresponde ya con la experiencia vital que muchas de ellas tienen de sí mismas. Podría decirse que la generación de jubilados de ahora es pionera en muchos aspectos. Lo fueron ya en muchos terrenos y, probablemente, pasarán a serlo también en el modo de afrontar la vejez, entre otras cosas, porque no hay un modelo previo con el que identificarse y los estandarizados –residencias o pisos tutelados– no satisfacen las expectativas.

Según datos de Gaindegia, de aquí al año 2030 la cifra de habitantes mayores de 65 años crecerá en un tercio en Euskal Herria, mientras que la de menores de 14 años disminuirá en más de un cuarto. Es un dato que resume la evolución de la población vasca: seremos menos pero, sobre todo, más viejos. Por ofrecer un dato significativo, para el año 2030 tendremos más habitantes mayores de 85 años que menores de 10 años.

Al margen de otras consecuencias derivadas de esta realidad que está a la vuelta de la esquina, cómo vivir esta fase de la vida en la que las necesidades de espacio y cuidado se modifican es una cuestión para la que nuestra sociedad y las administraciones que la regulan no están preparadas.

Así lo estiman Ana Fernández Cubero e Irati Mogollón García, autoras del trabajo “Arquitecturas del cuidado”, un estudio que han realizado gracias a una beca de investigación de Emakunde. Tras recorrer el contexto vasco, han podido conocer referentes europeos que funcionan y que se han consolidado, especialmente en Dinamarca, Suecia y Alemania.

Las viviendas colaborativas analizadas en el estudio se definen como apartamentos privados completos que cuentan con espacios y servicios comunes compartidos por las personas residentes. Es una convivencia basada en sistemas de organización interna horizontales que fomentan la colaboración interna, lo que supone la existencia de una personalidad jurídica para el colectivo, unos modos de gestión específica y la soberanía vecinal en la toma de decisiones.

En rasgos generales, las viviendas colaborativas se caracterizan por tener apartamentos pequeños, generalmente pensados para una sola persona o para una pareja en los que hay todo lo necesario para vivir, y con espacios comunes amplios donde encontrarse y establecer relaciones: cocina industrial equipada, comedor y gimnasio colectivos, salas de estar, biblioteca, salones de visitas, sala de lavadoras, cuarto para herramientas y costura... Cuando no se tratan de empresas públicas que gestionan el alquiler, estos grupos de personas poseen en propiedad privada su apartamento, comparten la propiedad del edificio, así como la gestión, las decisiones y las responsabilidades.

Motivaciones y apoyo institucional

Tener compañía en esa etapa vital, mantener una vida activa junto a iguales, apoyarse mutuamente en las necesidades cotidianas, liberar a las familias de la carga de sus cuidados y encontrar un espacio adaptado a las propias necesidades, lo que se traduce, en general, por viviendas más reducidas y lugares para relacionarse, son las motivaciones de las personas que se deciden por esta opción de las viviendas colaborativas. Una alternativa real al modelo que ofertan en nuestro entorno las instituciones públicas y que es rechazado como opción por una parte importante de la población que, aunque ya entrada en años, no quiere renunciar a su autonomía personal ni a mantener una vida activa e independiente.

Aunque ha habido varios intentos de desarrollar proyectos de este tipo en Euskal Herria, hasta el momento no han conseguido tener éxito. No por falta de interés personal –señalan las autoras de la investigación–, sino porque, a la hora de encauzar los proyectos ante las instituciones, estas no entran a apoyarlos porque no encuentran encaje en las normativas legales y urbanísticas.

En ese apoyo institucional sitúan las autoras del trabajo la clave de este desafío. En los países nórdicos, donde la colaboración entre ciudadanía y administraciones públicas es mucho mayor, han encontrado oficinas de apoyo para estas casas, investigaciones conjuntas entre municipios y colectividades, reservas de suelo para proyectos colaborativos y mesas conjuntas para la reforma de las leyes urbanísticas que se adapten al cambio de la sociedad.

Los diferentes modelos de gestión van desde las que se promueven en el ámbito privado por grupos constituidos como asociaciones sin ánimo de lucro o cooperativas hasta las empresas públicas que alquilan el edificio a una cooperativa de usuarios y usuarias que es la que gestiona el alquiler de las viviendas. También hay una variada gama en los modelos de financiación. Si el sueco se caracteriza por un fuerte apoyo público y el alemán por una estructura privada sin ánimo de lucro que facilita la creación de proyectos, en el caso danés nos encontramos ambas características entrelazadas.

Sin embargo, las autoras del estudio destacan que, si bien en todos esos proyectos hay espacios y servicios compartidos, no en todos se observan estructuras de apoyo mutuo y solidario, algo clave para que estos proyectos comunitarios sean realmente una alternativa completa. Por ello, Irati Mogollón y Ana Fernández insisten en dos conceptos: la infraestructura dura y la infraestructura blanda. Dos parámetros que han analizado en su itinerario europeo y que les ha llevado a acuñar el nuevo término de «arquitectura del cuidado». Lo que definen como estructura dura se refiere al diseño del edificio, concebido con la idea de un todo, y que funciona como una casa común desde que se atraviesa el portal. Prueba de ello es que en los portales hay un lugar para dejar abrigos y zapatos y a partir de ese punto se puede recorrer todo el espacio en zapatillas. Dentro se ordena el espacio privado, el común y la gran cantidad de espacios intermedios que actúan como conexión de ambos ámbitos y funcionan como calles internas que las personas pueden recorrer para encontrarse con otras personas. La infraestructura blanda se refiere a la participación en la gestión, al reparto y organización de tareas comunes, a las relaciones interpersonales, la colaboración y a compartir recursos. La combinación de ambas estructuras es lo que da lugar a una arquitectura del cuidado.

De lo que no tienen duda es de que estos proyectos posibilitan una vida en la que se combate la soledad, la falta de objetivos vitales y muchos más efectos que una vejez mal vivida puede desencadenar y, a juicio de las autoras del estudio, estas experiencias colaborativas son accesibles en nuestro país, entre otros aspectos, por su arraigada tradición asociativa.

Pero para ello consideran indispensable introducir cambios en la legislación en torno a la vivienda que faciliten la adjudicación de proyectos a asociaciones ciudadanas. Ven, asimismo, indispensable un cambio del marco legal, ya que ninguna iniciativa ciudadana puede competir con promotoras inmobiliarias a la hora de llevar adelante un proyecto de este tipo.

A la vista está que el debate social en torno al envejecimiento es acuciante y necesario. Tal y como ellas mismas indican con acierto, todo un reto para esta sociedad que ensalza la eterna juventud mientras enjevece a ritmo galopante.

 

Ellas, más Y mÁS proclives

El envejecimiento de las sociedades occidentales es eminentemente feminizado. Del estudio “Arquitecturas del cuidado” se desprende que el 70% de residentes en las viviendas colaborativas analizadas son mujeres. Razones culturales y de género explican que ellas son más proclives a compartir y socializarse. Mayoritariamente, son mujeres solas y parejas quienes habitan en este tipo de viviendas. Los hombres solos son un porcentaje bajo, a pesar de los mecanismos de discriminación positiva que en muchos proyectos tienen hacia ellos. M. A.

 

SIN TELE-ALARMAS NI SENSORES

Los servicios de asistencia de nuestro entorno utilizan como apoyo dispositivos de tele-asistencia, sensores y video-vigilancia. Un apoyo que, según señalan Fernández y Mogollón, obedece más a las necesidades de los cuidadores que a las de las personas cuidadas. En las viviendas colaborativas, en las que, por lo general, la asistencia médica recae en servicios externos, la tecnología se sustituye por la ayuda y la presencia humana. Ascensores accesibles, puertas de apertura automática y grúas para ayudar a lamovilidad son el máximo nivel de complejidad tecnológica que han observado en Alemania, París y los países nórdicos.