Costumbrismo «no nacionalista»

Si uno fuese cualquiera de los tópicos que maneja el unionismo español para explicar qué ha ocurrido en Euskal Herria en las últimas décadas y no apareciese reflejado en ‘‘Patria’’, la última novela de Fernando Aramburu, debería montar en cólera y replantearse su existencia. No falta ni uno. Desde el etnicismo racista (no se emplea la palabra «maketo», ya en desuso, pero esa es la idea, aunque más centrada en el idioma que en el origen o el apellido) hasta la perogrullada de que estudiar y viajar te cura el virus independentista. Todos, todos, todos. La supuesta cobardía generalizada en un ambiente «opresivo» creado por el «nacionalismo excluyente», el «adoctrinamiento», los curas vascos, el «fanatismo» irracional (obviamente, «nacionalista» vasco, nunca español), la tradición como carga o la pugna entre el pueblo asfixiante y la urbe cosmopolita, más libre conforme más se convierte en «ciudadana-del-mundo». También, el odio, concepto tan abstracto que sirve para todo. Y la violencia y el sufrimiento... todo a modo de realidades inapelables que en la obra aparecen dentro de los parámetros oficiales, es decir, «sin equidistancias», lo que viene a asumir que todo daño estuvo mal pero termina deslizando que alguno bastante peor que otro.
La novela, muy aplaudida y que previsiblemente tendrá un gran futuro en el ámbito de los galardones literarios, busca ser un retrato costumbrista de los efectos de la violencia política en Euskal Herria a través de dos familias, antes amigas, ahora hostiles. Por un lado, Bittori y su marido, Txato, empresario muerto tras ser tiroteado por ETA. También sus hijos, Xabier y Nerea, que afrontan como pueden el dolor. Mejor, lejos del Macondo guipuzcoano donde se desarrolla la trama. Por el otro, Miren, casada con el pánfilo Joxian, y madre de Joxe Mari, miembro de la organización armada y con vínculos con el atentado que costó la vida a quien fue íntimo de su padre. Ella, cada vez más ¿radicalizada? (esa sería la palabra utilizada por el autor) por amor incondicional, casi enfermizo, hacia su hijo, ya preso. También con un carácter carente de toda empatía. Sus otros vástagos son Gorka, refugiado en el euskara y la literatura como defensa ante su imposibilidad de conectar con ese ambiente cerrado e irrespirable, y Arantxa, la «española de la familia», siguiendo la terminología de su propio hermano. Será ella la que se rebele, aunque no queda claro si ante la violencia o la tribu «nacionalista». En determinadas tradiciones intelectuales, ambos conceptos van de la mano y son inseparables.
En términos literarios, el problema al que se enfrentan los personajes es que intentan representar estereotipos universales en relación al conflicto pero que terminan convertidos en hipérboles. Por cierto, ¿se puede decir «conflicto» ahora que la batalla es por el relato? Se concede que habrá elementos de algunos de ellos que resulten familiares. ¿Podríamos pensar en personas con nombres y apellidos? Quizás en su versión más esperpéntica y moldeada con prejuicios. En esa falta de credibilidad de los protagonistas tienen un papel fundamental (se le podría imputar una colaboración necesaria) los diálogos. En serio, nadie habla así. Ni tirios, ni troyanos.
La obra tiene mucho de fijar posición en un escenario post-cese de ETA. Por eso no se puede obviar desde dónde está escrita. Un punto de partida ideológico que, por otro lado, es perfectamente legítimo. Faltaría más. Algunos se sentirán satisfechos, clamando que «eso es así» y verán confirmadas sus fobias. Otros, a la inversa, tendrán un sentimiento similar al interpretar el pensamiento del adversario. Dicho de otra manera, la lectura no moverá a nadie de su zona de confort.

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