Duelo a la luz de un candil. Arranque brillante: un juego dialéctico de alta ironía entre una reportera y una diva. Édith Piaf en su camerino. Un mito frente a una especialista en animales salvajes africanos. Una situación potente, bien resuelta desde la autoría. Intervenciones rápidas, hirientes, un pulso entre dos mujeres que cumplen roles cambiantes, donde el poder aflora en nimiedades, en aparentes caprichos.

Teatro de texto, de personajes, en estado puro, con un añadido, una suerte de voz de la conciencia de la entrevistadora, el director del medio que la envía, el que ha firmado el contrato y pactado el precio. Desde este planteamiento, las canciones de Piaf cantadas en directo por Garbiñe Insausti se convierten en el hilo emocional de una historia excesivamente condensada de este “gorrión” con tantas circunstancias de rango biográfico de difícil asimilación que se mueve entre el amor de sus conciudadanos, de esa constante compañía de la desgracia personal que protagoniza su vida que desde su niñez nunca fue ejemplar, un mito autoalimentado, una voz, unas canciones, y en la plasmación escénica nos encontramos con una estructura que si funciona excelentemente en sus inicios, las palabras, las necesidades de acercarse a datos biográficos concretos la va desmadejando, poniéndole capas estéticas y discursivas que nos la dejan en una zona menos clara hasta llegar a un final donde el cambio de rol de los personajes, la llegada de Marlene Dietrich nos desenfoca demasiado.

Un texto ambicioso, solvente en muchos pasajes que su trama oscurece, que cuenta con un equipo actoral, especialmente las dos actrices que le dotan de calidad, y que la puesta en escena procura darle connotaciones narrativas y visuales que redondecen la propuesta en un duelo entre el realismo y la poética de los materiales.

Las canciones conmueven, hay algunas escenas realmente conseguidas, pero pensamos que el bello pajarito teatral acaba enjaulado en un mar de abundantes palabras de oro.