Arantxa MANTEROLA
tras la culminación del desarme de ETA

Medallas de oro y chapas de Coca Cola

Hace una semana Baiona fue escenario de un acontecimiento inédito en nuestro país, tanto por su entidad como por la forma en la que se desarrolló: el desarme de ETA. Prácticamente todo el mundo coincide, aunque sea a regañadientes, en lo positivo del hecho en el que la sociedad civil jugó un papel innegable y decisivo. Se ha abierto también la carrera para reivindicar los méritos en el resultado final.

Era sabido. Después del desarme de ETA, vendría la batalla del relato. Y así ha sido. En lo referente a los Estados español y francés, nada nuevo bajo el sol: ha sido la victoria del estado de derecho (!) frente al «terror y la barbarie» aunque, todo hay que decirlo, el tono de París es más comedido. De hecho, no es descabellado pensar que el haberse quitado ese grano que se estaba convirtiendo en problema real en «su» propio territorio le haya producido cierto alivio.

Difícil de saber si su homólogo español comparte el mismo sentimiento ya que ahora se ve privado de un argumento para seguir con su raca-raca como tapadera para su inmovilismo que tanta perplejidad produce en los marcos locales e internacionales bregados en la resolución de conflictos. Evidentemente, cuenta con otros tan manidos como ese (léase, si es completa o no disolución, perdón, colaboración para esclarecer atentados, etc.) pero no puede sustraerse al reconocimiento del lado positivo del desarme. Eso sí, con la boca pequeña y sin demasiados aspavientos en la radiotelevisión pública, ¿eh?

Lo cierto es que la sociedad en general y la vasca en particular han percibido y recibido el desarme como un hecho sustancialmente beneficioso, cada cual con sus matices, por supuesto. Para algunos es el cierre definitivo de una era, para otros muchos sigue siendo una etapa en un camino que queda por transitar con otros medios. Habrá también quien lo haya percibido con cierta desazón o sentimiento contradictorio. Sea como fuere, ya está hecho y la losa que estaba suponiendo para que el proceso de resolución avance ha desaparecido.

Ese es el dato objetivo pero el insólito modo en el que se ha realizado tiene también una relevancia innegable. Y es que finalmente ha tenido que entrar en juego otro agente –la sociedad civil– para desatascar una situación que lógicamente tenía que haberse resuelto (y hace mucho) entre las partes más directamente enfrentadas.

Sin ánimo de quitar ningún mérito (más bien al contrario) sería ingenuo pensar que los «artesanos de la paz» han sido los únicos que han aportado la llave mágica para abrir la puerta porque, seguramente, habrá habido que empujar muchas puertas y abrir muchos cerrojos antes o al mismo tiempo. Todos con mucha discreción y algunos con muchísima.

En asuntos tan complejos, no hace falta ser un lince para comprender que las piezas en el damero se van colocando, descolocando, recolocando hasta que, en un momento dado, y quizás por el potencial de una pieza inusual que ha entrado en la partida (como puede ser la de los artesanos), entran otras en acción (con más o menos ganas de jugar) y esta se desatasca en la buena dirección.

Cuando las cosas salen bien, como parece ser el caso, aparecen en escena los intereses políticos, las vanidades personales, los protagonismos y las interpretaciones sobre el rol de cada cual. Algunos para ponerse medallas. Así lo decía el mismo Andoni Ortuzar hace unos días cuando reivindicó «la labor coral» para ponérselas con esa excusa a su partido y al gobierno que dirige. No le gustó la versión «novelada» de la senadora socialista Frédérique Espagnac que también se apresuró a colocárselas al exministro del Interior Bruno Le Roux, al Primer ministro Bernard Cazeneuve, al presidente Hollande, al prefecto Morvan y, de pasada, a ella misma por su labor mediadora con su gobierno. Menos mal que no olvidó mencionar la decisiva de los «artesanos de la paz».

Saber a ciencia cierta el nivel de intervención y la calidad de la misma a la hora de facilitar (o poner trabas, según se mire) por cada parte es difícil pero no imposible. Como ha augurado Otegi, probablemente «algún día se sabrá». Pero, claro, el hecho de haberse negado a estar en la foto del acto masivo del 8 de abril en Baiona a pesar de la reiterada petición hasta el último momento de los «artesanos de la paz» es difícil de explicar y hace que se extienda una sospechosa nebulosa sobre la voluntad e implicación real de los jeltzales, máxime si se considera más importante la inauguración de una línea de metro.

¿Por qué no dieron la cara Urkullu y Barkos como lo hizo sin tapujos Jean-René Etchegaray? Obviamente los riesgos políticos no son los mismos a los dos lados del Bidasoa pero tampoco los réditos que pueden conseguir. Y ahora, a toro pasado (y bien), tienen que despejar las dudas sobre sus precauciones, recelos, reticencias o falta de arrojo –elíjase entre la variedad de posibles razones– y aclarar que «las instituciones vascas estuvieron donde había que estar» porque mezclándose en un conglomerado «populachero» la calidad del mérito y el rédito van a quedar diluidos.

A otros en cambio, les revienta que haya habido gente de su parroquia en esa singular foto de familia. El pique de los obispos vascos, incluido el de Baiona, por la presencia pública en el acto de la capital labortana de Mateo Zuppi, que revelaba la que seguramente habrá tenido en marcos confidenciales, ha sido tal que ha dejado estupefacta a su propia comunidad. Tanto es así que hasta les ha salido un díscolo, el obispo de Gasteiz, más clarividente respecto a la contradicción divina y humana que acarrea una postura tan visceral e incomprensible con los postulados que su iglesia dice defender.

Hablando de fotos, impresionante la de los grupos de artesanos que ejercieron de notarios en los ocho puntos de transferencia de armas, culminando así el sendero abierto por la avanzadilla de Luhuso. A pesar de los riesgos de represalias que conlleva su acción, todos demostraron con su implicación un nivel de compromiso y responsabilidad directamente proporcional a la que se ha echado en falta durante estos largos cinco años en las distintas instancias políticas e institucionales concernidas por una cuestión de este calado.

También están los que en ningún caso pueden aparecer en ninguna foto. Decenas de personas que se han dejado la piel en innumerables encuentros, desencuentros, reencuentros para idear soluciones osadas, convencer a propios y extraños de que había que echarse a la piscina para romper el bloqueo aún a riesgo de que no saliera bien. Las que han ido colocando las fichas en el damero, las armas donde tenían que ser transferidas y tantas otras labores que, por fuerza mayor, nunca se desvelarán.

Al fin y al cabo, cada pieza del damero tiene su mérito en este episodio tan complejo y relevante del desarme que beneficia a todos y que ya no puede ser excusa para abordar otros capítulos pendientes del proceso de resolución.

¿Y las medallas? ¿Qué pasa con las medallas de oro, las de plata, las de cobre o con las chapas de Coca Cola? Pues que cada cual las reparta como juzgue conveniente.