En un recorrido que hice recientemente por el entorno del Santuario de San Miguel de Aralar me sorprendió ver el sotobosque de algunos hayedos lleno de musgos secos y amarillentos. Es la factura por la escasez de lluvia de los últimos meses. Una lluvia a la que el terreno y las plantas están lógicamente acostumbrados. ¿Por qué, sin embargo, en lugares como Canarias es posible que haya una vegetación exuberante teniendo unas precipitaciones más bien escasas?

La responsable de que algo así ocurra es una especie de «tarta de aire» de dos pisos que se coloca frecuentemente sobre la zona. En la parte baja están los famosos vientos alisios, húmedos y frescos, que llegan procedentes del noroeste. En la parte superior, un aire más cálido y seco que proporciona estabilidad. Sin embargo, algo cambia cuando los alisios topan con los relieves montañosos de las islas y deben trepar por ellas.

Al verse obligados a ascender, los alisios se enfrían aún más y se saturan. La consecuencia es la aparición de un maravilloso mar de nubes formado por estratocúmulos. La parte inferior del mismo suele comenzar en torno a los 600 metros de altitud. Y termina, allí donde se encuentra con la capa de aire cálido que hay arriba (capa de inversión térmica); habitualmente, hacia los 1.500 metros de altitud.

Los estratocúmulos abrazan a la vegetación y la dejan impregnada de pequeñas gotitas de agua. Recogidas por las hojas y por las ramas, las gotas resbalan por los troncos y alcanzan el suelo. Y esta agua –que no ha sido precipitada, sino recogida por las propias plantas– es la que crea las condiciones necesarias para la existencia de un frondoso paisaje vegetal que con las precipitaciones habituales del lugar no tendría razón de ser.

Algo similar nos ocurre cuando caminamos sumergidos en una capa de niebla y terminamos con el pelo y las cejas llenas de gotitas de agua. O cuando entramos en un bosque húmedo y parece que llueve, aunque solo es agua que cae de las ramas y de las hojas. El fenómeno es conocido como lluvia horizontal.