Conforme se profundiza en los datos del informe del Consejo de Relaciones Laborales van apareciendo elementos de análisis que debieran de preocupar al conjunto de la sociedad. Ayer se puso de manifiesto, por ejemplo, que en un solo año descendieron un 19% las autorizaciones de trabajo a extranjeros concedidas en la CAV. La caída es del 44% si se toma en consideración el último lustro. En 2012 se emitieron 12.572 autorizaciones; en 2016 fueron 6.991. En Nafarroa el descenso aún es más llamativo, ya que se sitúa en el 66%.

La realidad desmiente que el fenómeno se deba a una caída de la propia población migrante residente en Hego Euskal Herria. En el mismo periodo de cinco años, la cantidad de personas procedentes de fuera del Estado español creció un 24% en Araba, Bizkaia y Gipuzkoa. En Nafarroa sí que descendió el porcentaje de población foránea, pero lo hizo en un 21%, una caída mucho menor que los dos tercios en que se redujeron las autorizaciones para trabajar.

Otorgar estos permisos de trabajo es competencia exclusiva del Estado español, por lo que resultaría ventajista e injusto criticar por ello a las instituciones de la CAV y Nafarroa. Es, en todo caso, un recordatorio de la transversal dependencia que encadena las instituciones vascas al Estado español; un antídoto contra los ilusionistas cantos de sirena de la bilateralidad. Al margen de este apunte, las cifras deberían forzar una reflexión más profunda sobre el trato institucional que reciben quienes llegan a Hego Euskal Herria desde más allá de las fronteras estatales. Vienen a trabajar, pero no se les permite, mientras mecanismos de integración como la RGI o la AGI de Gipuzkoa –diseñada para estos casos– son recortados año a año. El resultado es una vía libre hacia la exclusión y la economía sumergida para un sector de ciudadanos y ciudadanas vascas que tiene el derecho a vivir y trabajar en Euskal Herria, y por cuyas manos pasa además, según todas las proyecciones, la futura sostenibilidad demográfica del país.