La situación es la siguiente: un chaval de instituto llega a clase y ahí nota cómo le revolotean mariposas en el estómago cuando ve, de nuevo, al amor de su vida. Él la mira; ella le mira. Se sonríen, se aguantan la mirada... y a pesar de que se han alineado todos lo astros, ahí no sucede nada. ¿Por qué? Por el clásico problema de comunicación. Pero ojo, no es que no encuentren las palabras... el problema está en que ni ella, ni mucho menos él, dan con el emoticono adecuado. Con aquel simpático concepto dibujado que exprese sus sentimientos.

Y si no lo entiendes es porque... Uno, te estás haciendo viejo. Dos, vas a odiar la película que estás a punto de ver. Trabajando en este segundo supuesto, la verdad es que, seguramente, no te va a faltar razón. En un futuro no muy lejano, “Emoji: La película” se convertirá, muy posiblemente, en un documento histórico que ayudará a entender el punto de no-retorno hacia la destrucción de la civilización occidental. En caso de que no acierte en su retrato social, quedará simplemente como una de las peores películas de animación de esta década.

No por lo elemental de su humor (algo que podría llegar a justificarse a través de la corta edad del público al que va destinado el producto), sino más bien por la perversión en su(s) concepto(s) de base. Y es que lo nuevo de Anthony Leondis es una criatura deforme hecha a partir de piezas mal prestadas. Imagina mezclar “¡Rompe Ralph!” con “Del revés” y con, ya puestos, “La LEGO película”. Imagina a todas estas referencias vendiéndose a los más fríos (y por esto repugnantes) intereses corporativos. Imagina que el resultado final se ha diseñado para llegar a la audiencia más vulnerable. Imagina que lo único que se te pide como individuo es que sometas tu voluntad a la de tu smartphone. Pues así. No es que la aventura no tenga ni puñetera gracia, es que lo del cine comercial, definitivamente, se nos ha ido de las manos.