Corriendo hacia ninguna parte

A medida que ha avanzado la saga inspirada en los originales literarios de James Dashner, topamos con el habitual mal que suelen padecer este tipo de operaciones comerciales; cuanto más se aleja de la interesante premisa argumental que asomaba en la primera entrega todo se resume en una descarada operación económica que sacrifica lo bueno que se intuía en ella. Podría decirse que lo que un día fue recibido como una variante actualizada de “El señor de las moscas”, se ha transformado por capricho de los dividendos en un carrusel festivo en el que impera la testosterona adolescente. En cuanto la trama abandonó la fortaleza que se regía por unas normas inquietantes enraizadas en la supervivencia dictada por discursos sociales y políticos y la eterna batalla de la lucha por un espacio vital, todo se traduce en una repetición de esquemas consabidos que cargan todo su interés en quién de los protagonistas será el siguiente en caer. Tras el interesante arranque que supuso “El corredor del laberinto”, lo superficial ha acampado en las dos siguientes secuelas. Tanto en “El corredor del laberinto: las pruebas” (2015) y la que hoy nos ocupa compiten en exprimir al máximo un argumento que no daba para más, lo cual se ha traducido en una serie que ha seguido la estela dictada por propuestas tan similares como “Divergente” y “Los juegos del hambre”.
Al cineasta Wes Ball tan solo le basta con montar un circo frenético de secuencias cargadas de épica y trascendencia vacía para rellenar un metraje que resulta excesivo en sus más de dos horas de duración y que adolece de emoción y diversión. Dos recursos que, tal vez, hubieran otorgado mayor valor a lo que nos propone un producto que se asemeja a varias series de televisión postapocalípticas.
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