Raimundo Fitero
DE REOJO

Cuaresma

Pintada la cara con cenizas, eructando chorizo, viendo el deshielo con más miedo que vergüenza, afronto un tiempo de recortes de libertadas como si fuera un trabajador sexual de la política partidista. Estamos en cuaresma, esos cuarenta días que nunca los sentí como algo que me concerniera. Recuerdo bulas, estofados de bacalao, torrijas y olor a estufa de serrín. Mi electrodoméstico esencial todavía no es oloroso, pero mi memoria se está circunscribiendo a sensaciones intangibles como acto de resistencia. Me acerca más a mi mismidad una cañería pestilente, que un perfume saciado de olores industriales. Así es mi cuaresma en diferido.

Sigo mirando a la pantalla con cierta displicencia y me interesan más los trajes del equipo de curling de Noruega, con unos pantalones alucinantes, que las entradas y salidas de políticos por las puertas de las sedes políticas, perdón, judiciales. Desde luego, el momento culmen es el de unas docenas de jóvenes norcoreanas, vestidas de un uniforme rojo pálido, sin llegar al rosa, que interpretan una coreografía cantada en sus asientos que se ha convertido en viral, es decir, que se ha utilizado para relativizar mucho más el silencio cuaresmal. Las olimpiadas de invierno deberían formar parte de nuestra dieta televisiva, pero seguimos consumiendo series de una inconsistencia técnica, ética, artística, de guiones chatos, de interpretaciones ortopédicas. Nos las venden como fantásticas. Somos consumidores sin criterio.

Voy a procurarme una cuaresma televisiva radical. Estoy leyendo a un filósofo coreano que me está fascinando. De él saco recursos discursivos nuevos para entender mejor este momento histórico de una dominación por autoayuda en el que estamos inmersos. Entre el curling y el snooker está la auténtica virtud televisiva ecuménica.