Dabid LAZKANOITURBURU
GUERRA EN SIRIA

¿Y después de Afrin, qué?

Tras invadir y ocupar el cantón kurdo de Afrin, Erdogan amenaza con seguir su ofensiva hacia al noreste, donde EEUU mantiene su alianza con los kurdos. ¿Consumará Rusia otra traición como la de Afrin? ¿Se retirarán las tropas estadounidenses? ¿Se contentará el presidente neotomano con su botín?

La bandera turca ondea ya en el centro de Afrin, capital del cantón kurdo de ese nombre, uno de los tres que conforman Rojava (Kurdistán Occidental), en el norte de Siria.

La operación militar, sarcasticamente bautizada con el pacifista término «Ramo de Olivo», arrancó en enero y utilizó como infantería a 25.000 rebeldes sirios árabes y turcomanos.

Frente a esos grupos –muchos de ellos escorados desde hace años hacia posiciones islamistas, cuando no salafistas, y unidos en su odio unionista o étnico contra los kurdos–, y ante los bombardeos y artillería del Ejército turco, poco podían hacer las milicias kurdas de las Unidades de Protección Popular (YPG). Pese a que enviaron refuerzos desde los cantones kurdos de Kobane y Jazeera, se vieron obligadas a replegarse y refugiarse en las zonas montañosas.

Aunque el Ejército sirio les abrió un corredor para que pudieran llegar a Afrin, y pese a que Damasco ha denunciado reiteradamente la violación por parte de Ankara de la «integridad territorial de Siria», el régimen sirio se ha limitado a observar cómo sus enemigos se mataban unos a otros. Y es que más allá de acuerdos tácticos de no agresión mutua en medio de la compleja guerra siria, el régimen de Al-Assad ha sido históricamente enemigo de los kurdos. Las propias YPG fueron creadas en 2004 en respuesta a la represión y los pogromos antikurdos del régimen en Qamisly.

Tras los llamamientos desde Afrin a Damasco para que protegiera sus fronteras y a la población local, la fugaz incursión de una columna de milicianos procedentes de aldeas chiíes de la zona, y más leales a Teherán que a Damasco, fue un espejismo que dejó a los kurdos totalmente solos y a merced. Mientras tanto, el Ejército sirio se centraba en su ofensiva en Ghuta Oriental, suburbio de Damasco en manos de los rebeldes y a punto ya de la rendición total.

La coincidencia en el tiempo de ambas ofensivas, la de Afrin y la de Ghuta, y el silencio elocuente de Ankara ante la brutalidad sin complejos de Damasco contra sus apadrinados rebeldes, sugieren como mínimo un acuerdo tácito, cuando no un intercambio de un enclave por otro en el sangriento juego de alianzas y de cromos en que se ha convertido el conflicto sirio, y en el que Rusia actúa como juez y árbitro de parte.

Menos podían hacer los kurdos cuando las tropas rusas acantonadas en Afrin se retiraron dejando expedito el camino a Turquía y, crucial, cuando Rusia abrió el espacio aéreo sirio a los cazas turcos. Tras dejarles a los pies de los caballos, el Kremlin presionó a los kurdos para que se sometieran a Damasco y se olvidaran de su autonomía política en Rojava. A cambio, Putin frenaría a Erdogan y el Ejército sirio entraría triunfal en Afrin. La negativa entonces, y por ahora, de los kurdos a caer en esa trampa, selló la traición de Rusia.

Porque, desde hacía años, la cooperación entre Moscú y los kurdos iba más allá. El Ejército ruso colaboró en la ofensiva de las YPG contra el Estado Islámico (ISIS) en Deir Ezoor. Más aún, cuadros de las YPG llegaron a ser condecorados en Moscú y Putin invitó al movimiento político kurdo del PYD a las finalmente malogradas conversaciones de Sochi de enero, llegando a poner sobre la mesa un borrador constitucional en el que se reconocerían, cuando menos, ciertos derechos culturales de los kurdos en una futura Siria.

Portavoces kurdos alardeaban entonces de esa «alianza» y comparaban su presunta solidez con respecto al sostén militar de EEUU a los kurdos en la guerra contra el ISIS en el noreste de Siria. Un sostén que tiene como contrapartida el establecimiento, según Moscú, de una veintena de bases militares estadounidenses en ese territorio, que incluye a los cantones kurdos de Kobane y Jazeera.

La alianza militar entre EEUU y las YPG comenzó en octubre de 2014, cuando Obama decidió bombardear la ciudad de Kobane, lo que permitió a los kurdos expulsar a los yihadistas y recuperar la ciudad en una batalla que acabó siendo el Stalingrado del ISIS. Desde entonces, la colaboración ha ido a más y tuvo como colofón la ofensiva aérea y terrestre en la que la coalición de las YPG con milicias tribales sirias árabes no adscritas a Damasco (Fuerzas Democráticas Sirias, FDS) arrebató en octubre de 2017 al ISIS la capital de su califato en Siria, Raqa. Con la cobertura de los bombardeos USA.

Conviene reseñar que la falta de estrategia clara de EEUU en Siria y el hecho de que Turquía sea su aliada –y el segundo mayor ejército– en la OTAN, no invitaba, ni invita, a la confianza ciega de los kurdos en Washington, y menos ante un imprevisible Trump. Y eso que, desde su llegada a la Casa Blanca, no ha hecho sino aumentar el suministro de armamento pesado a las YPG-FDS.

Si a ello unimos el hecho de que a día de hoy Rusia no solo tiene una estrategia clara sino que es la única potencia con capacidad para negociar, y presionar, con y a todos los actores de ese abigarrado y complejo conflicto, no es de extrañar la ingenuidad pro-rusa de los kurdos.

Lo cierto es que Putin dio un giro en Afrin. El inquilino del Kremlin logró tres objetivos tácticos a la vez: de un lado, cimentó la relación con Erdogan quien, no se olvide, tiene el control del paso de la flota rusa del Mar Negro por los estrechos (del Bósforo y de los Dardanelos). Por otro, permitió que su apadrinado régimen sirio se centrara militarmente en Ghuta Oriental y en el reducto rebelde de Idleb, peligrosamente cerca de la provincia de Lataqia, feudo alauíta de los Al-Assad (hay análisis que no descartan que la provincia de Idleb podría formar parte de otro intercambio por el cual sería entregada por Ankara. ¿A cambio de...?.

Finalmente, Rusia alimentó el creciente desencuentro entre Ankara y Washington – y, por extensión, Occidente–, además de poner piedras a la presencia de EEUU en Siria. Y es que no está de más recordar que fue el anuncio en enero por parte de EEUU de la creación de una fuerza fronteriza de 30.000 hombres en el noreste de Siria reclutada en el seno de las FDS la gota que colmó el vaso de lo que Erdogan podía soportar y aceleró su ofensiva contra Afrin.

EEUU, que no tenía tropas en ese cantón, dejó hacer a Turquía, limitándose a criticar los bombardeos y a alertar de que la ofensiva turca contra los kurdos detraía fuerzas del frente nororiental contra el ISIS.

Pero, de momento, Washington no ha ido más allá y ha &dcThree;respondido con evasivas a las críticas de Ankara por su alianza con los «terroristas» de las YPG-PKK y a su amenaza de extender su ofensiva de Afrin al este y comenzar por el enclave de Manbij, donde EEUU sí tiene tropas.

Trump ha aconsejado a Erdogan «evitar toda acción que podría provocar un enfrentamiento entre las fuerzas turcas y americanas». En febrero, en un mensaje directo a Damasco e implícito a Ankara, el Ejército de EEUU frenó en seco con bombardeos una ofensiva del Ejército sirio contra las YPG para arrebatarles unos yacimientos de gas en Deir Ezoor.

El entonces secretario de Estado, Rex Tillerson, evocó en Ankara la creación de un «grupo de trabajo» para resolver la crisis bilateral. Pero su destitución y sustitución por el halcón neocon Mike Pompeo arroja incertidumbre sobre esa iniciativa

Mientras tanto, y tras lograr en Afrin una victoria estratégica que alimenta su sueño neotomano de extender las fronteras y/o la influencia de Turquía, Erdogan insiste en que su objetivo pasa por ampliar su ofensiva hacia Manbij e ir incluso más allá hacia el este. Ha llegado a proponer a EEUU que sus fuerzas sobre el terreno podrían ser una alternativa a los kurdos contra el ISIS. Eso le permitiría acabar con la experiencia democrática de Rojava, teorizada por Abdullah Oçalan.

Ankara sabe que EEUU necesita mantener su presencia en la zona si no quiere perder definitivamente pie. Pero los kurdos también lo saben y juegan con que EEUU, y Occidente, están cada vez más preocupados por la alianza tripartita entre Turquía, Rusia e Irán en Siria.

Portavoces de las YPG, y sus hermanos del PKK, lanzan guiños a Trump recordándole que, si su objetivo último en Oriente Medio es Irán, la guerrilla kurda del PJAK podría reactivar la lucha armada contra Teherán en Kurdistán Oriental (Irán).

En esta peligrosa escalada, Turquía no va a la zaga y ha amenazado a EEUU con invadir, con permiso de Bagdad –protectorado de Irán– el Kurdistán iraquí, debilitado tras la pérdida de Kirkuk y en plena deriva política tras el fiasco del referéndum unilateral convocado en 2017 por el Ejecutivo de Erbil.

Amenazas muchas de ellas que suenan a órdagos difíciles de poner sobre la mesa. En este sentido, las imágenes de «asesores» estadounidenses armados en el centro de Manbij que se ven estos días en la red invitan a dudar de que EEUU vaya a abandonar a su suerte a los kurdos, o mejor dicho, a renunciar a Siria.

Eso no quiere decir que tanto EEUU como Turquía vayan a renunciar a sus históricas relaciones. En este sentido, la desconfianza es mutua. Occidente ve desde años con recelo la articulación por parte de la Turquía de Erdogan de una política internacional autónoma.

La iniciativa en 2010 de la Turquía de Erdogan y el Brasil de Lula de no limitar entonces las negociaciones con Irán a un juego-amenaza de sanciones sorprendió en las cancillerías occidentales. La complicidad de Turquía con el ISIS les convenció de que no es un socio totalmente fiable.

El mundo ha cambiado y todas las potencias regionales reclaman una autonomía que no les costriña a una única alianza –la famosa teoría de no dejar los huevos en una sola cesta–. Lo que no quiere decir que Ankara renuncie a sus privilegiadas relaciones con Occidente.

No es fácil vislumbrar qué ocurrirá tras Afrin. Los mensajes –y las necesidades geoestratégicas– de EEUU animan a los kurdos a pensar que no serán, otra vez, traicionados.

Por contra, las negociaciones de Rusia con Turquía para acaso entregarle el control de la población siria de Tel Rifat, situada entre Afrin y Manbij, presagian que Moscú podría dar nuevamente luz verde a Ankara, tal y como ha hecho en Afrin y como en 2016 –y con la connivencia de Estados Unidos– hizo al permitir que el Ejército turco se hiciera con el control del triángulo de Jarabulus-Al Bab-Azaz, con lo que Ankara logró romper con la continuidad territorial de Rojava.

Rusia lo hizo entonces a cambio de que Ankara abandonara a su suerte a los rebeldes de Alepo. Por ahí, por un nuevo intercambio, puede llegar otra eventual traición a los kurdos.

Lo que es evidente, tanto desde hace un siglo como hoy, es que Rojava es un corredor de acceso al Mediterráneo sobre el que pugnan no solo Rusia y EEUU, sino Irán, Turquía y Siria. Para desgracia –¿oportunidad?– de los kurdos.