gara, donostia
AVANCE DE LIBRO

Países del erotismo

«La mujer que se rebela, se revela», proclamó José Coronel Urtecho de Gioconda Belli (Managua, 1948) en su primer poemario. La escritora nicaragüense publica su nuevo libro «Rebeliones y revelaciones», cuarto título que edita Txalaparta. La publicación está a caballo entre la autobiografía, el ensayo y la antología. Cuenta con prólogo de Laura Mintegi e ilustraciones de Maite Mutuberria.

Tenía 19 años cuando me atrapó el afán de celebrar lo que fluía por el tronco y las nervaduras de mi cuerpo. La poesía brotó un día de mí como la fuente que un aguador descubre con sorpresa. La máquina de escribir eléctrica sustituyó al tintero aquella noche en que rompí la capa geológica y toqué el manto freático de las aguas interiores por donde fluía la poesía. Escribí entonces poseída por una urgencia que guardaba quizás desde mi infancia. Escribí de mis ganas de correr desnuda por las selvas sagradas, de los saltos de mi imaginación sobre las gruesas lianas y las humedades de Venus, escribí sobre el taller de seres humanos hundido en las profundidades de mi cuerpo.

Mujer joven que era, sujeto del amor y del magnetismo lunar que produce el flujo y reflujo del mar, encontré en las palabras las cómplices perfectas para externar la euforia y el desconcierto de vivir. Desde mi ser femenino hablé sobre las fumarolas que encendían mi epidermis, sobre las grietas, las grutas y los riscos de mi geografía. Recién iniciada en el conocimiento de poderes antiguos, celebré mi sexo de mujer, mi constitución de tierra capaz de abrirse en cráteres o de parir montañas.

Hubo, recuerdo, quienes se refirieron a mi poesía como poesía vaginal, o quienes se escandalizaron de que una mujer aludiera al cuerpo masculino como par de su deseo. Aunque desde mis primeros poemas tuve conciencia de que revelaba la sensualidad de mi impulso amoroso, el tránsito de la manifestación espiritual de mi amor de mujer a un lenguaje donde el cuerpo ocupaba el centro metafórico me pareció no solo natural, sino más acorde con el género que cambió la comodidad eterna por el olor y sabor de una lustrosa manzana. Me parecía incongruente que, en una cultura donde se exaltaba a la mujer como objeto de deseo, se considerara impropio que ella deseara a su vez. Pasar de ser la que es mirada a ser la que mira fue para mí un acto de libertad necesario. Mantener la ficción de la pasividad femenina era negarle el erotismo al amor y continuar validando la mentirosa y masculina noción de que hay un cazador y una presa.

El verdadero erotismo, a mi juicio, no podía existir más que a partir de dos sujetos interactuando. De allí que el salto que di, y que solo tiempo después reconocí como mi mayor y más feliz transgresión, fue el de situarme como sujeto de mi propio erotismo. Al dejar de aceptarme como objeto, escribí desde una posición de poder, ergo «masculina», redefiniendo el amor y la sensualidad en mis términos de mujer. Creo que, más que participar en una revolución, esto es lo más revolucionario que he hecho en mi vida.

Como en distintas épocas y geografías lo hicieran otras mujeres, en Nicaragua yo me he empeñado, sea en poesía o en prosa, en mostrar el modo femenino de hacer este sincretismo. A través de un lenguaje con escasa mediación de códigos simbólicos que lo apartaran de su terrenidad, quise comunicar esa fusión implícita, la relación simbiótica que nosotras percibimos y vivimos entre erotismo y amor. Quería hacer patente que, a partir de la relación con nuestro propio cuerpo, las mujeres hemos desarrollado una especie de emocionalidad orgánica que nos permite una vivencia totalizante entre logos y eros.

Debo admitir, sin embargo, que el erotismo que permeó mis primeros escritos no fue un acto premeditado. Fue espontáneo, como lo es la manera en que explota la vaina del malinche para dispersar sus semillas. Solo más tarde, cuando se me intentó negar la expresión de mi corporeidad, de la conexión de mi mente con mis pechos, mis pulmones y mis huesos, fue que asumí la sensualidad del lenguaje como afirmación desafiante de una mujeritud que rechazaba seguirse rigiendo por las restricciones y por la imagen impuesta por mojigaterías y machismos.

Entonces tuve que entrar a desentrañar los paradigmas y convenciones que había subvertido y pasar a apropiarme de mi libertad con absoluta conciencia de los riesgos de ejercerla. En lo sucesivo, parafraseando a la poeta guatemalteca Ana María Rodas, hice el amor y después lo conté. Entré a la lucha política por extensión de esta rebelión personal –«la mujer que se revela se rebela», dijo José Coronel Urtecho–.

Esta lectura –romántica y quizás grandilocuente de mi propia génesis– fue el sustento intuitivo que me convenció de que mi condición humana demandaba que lo lúdico se expresara en términos sociales en la búsqueda de la felicidad común. Del erotismo de la carne pasé al erotismo de la Patria. Me sumé como tantos otros jóvenes de mi generación a la lucha de Eros, contra el Tánatos que a diario se nos aparecía en su encarnación de general de ejércitos y sumo dictador. Matar la muerte fue nuestra alternativa. Para mí, la revolución constituyó un hecho erótico. El cuerpo del hombre y mi propio cuerpo se metamorfosearon en el cuerpo del país y los amores humanos y ciudadanos se confundieron en uno solo. Nicaragua se hizo mi amante mítico y la misión de contarla y cantarla me poseyó.

En medio de las correntadas que en esos días arrastraban quimeras y rostros, me asediaron los párrafos, que ya no los versos. La poesía con su destino escindido entre música y prosa no tenía cabida para las narraciones que me dictaban las voces que querían hablar a través de mí. Si para mí la poesía continúa siendo como un latido del corazón fuera del corazón, lo íntimo que busca salir hacia fuera, la novela significa un movimiento inverso. En la novela he encontrado la posibilidad de traer hacia mí las experiencias y mundos que no puedo vivir físicamente. Escribiendo novelas me desarraigo de mí misma para trasladarme en cuerpo y alma al mundo imaginario que evoco. La novela me ha entregado el erotismo verbal totalizante y ha puesto a mi alcance todos los paisajes, todas las épocas y todas las fantasías de mi imaginación.