Karlos ZURUTUZA
EL FUTURO DE LIBIA

EL SALAFISMO RESUELVE EL ROMPECABEZAS LIBIO

Las disputas entre diferentes facciones por el control del país, que han caracterizado los últimos años tras la caída y linchamiento de Gadafi, se diluyen tras una nueva inyección de islamismo rigorista.

Cuentan con la mayoría de las mezquitas por todo el país; tienen escuelas y hospitales, así como una extensa red de organizaciones de caridad. Por si fuera poco, controlan las principales facciones armadas, tanto en el este como en el oeste. Para cuando los libios se quieren dar cuenta, el país parece haber caído en manos de los madjalíes.

«La confrontación entre Gobiernos rivales así como el resto de los esquemas que hemos manejado ahora se están quedando viejos», explica Issa Moamar, un informático tripolitano que se resiste a no entender lo que ocurre en su país bajo la premisa de que «todo es demasiado complicado en Libia».

Tampoco sería una excusa gratuita. Sobre el papel, Libia es un país en el que tres Gobiernos se disputan el poder en Libia: hay dos en Trípoli –uno de ellos respaldado por la ONU- y otro en Tobruk, en el este del país. Cada uno cuenta con una red de alianzas bordadas sobre el tejido tribal libio, y un grupo de potencias extranjeras que los respaldan. A este ya de por sí endiablado escenario se suben hoy los madjalíes, una corriente salafista fundada por Rabi al Madjali, un clérigo saudí de 85 años que mueve los hilos desde Medina.

Y lo hace bien. A pesar de sus mediocres resultados en las dos comicios celebrados en la Libia post Gadafi, los madjalíes se han alineado con cada Gobierno autoproclamado y cada señor de la guerra durante los últimos tres años. En Trípoli controlan Rada, la milicia en la que se apoya el Gobierno respaldado por la ONU. Entre sus últimas acciones está el arresto de varios organizadores y participantes de la reciente Feria del Cómic en Trípoli, a los que acusaba de «debilitar la religión y ser fascinados por tradiciones extranjeras».

Por otra parte, en Sirte y Misrata –en el centro del país– fueron uno de los principales arietes en la lucha contra el ISIS en 2016. La Brigada 604 originalmente creada para expulsar a los yihadistas del califato, no solo no se ha disuelto, sino que gana en influencia y poder militar durante los últimos meses.

Pero quizás los resultados más espectaculares los hayan conseguido en el este, donde cuentan con el apoyo del general Haftar. Exmiembro de la cúpula que aupó al poder a Muamar Gadafi, Haftar fue reclutado por la CIA para convertirse en su principal opositor desde su exilio en Virginia. A su vuelta al país se autoproclamó general del Ejército libio y sus hijos, Jaled y Sadam, controlan sendas milicias salafistas conocidas por castigos públicos y ejecuciones arbitrarias en Bengasi (capital del este de Libia).

Nada nuevo

Que Trípoli, Misrata y Tobruk –los principales nodos del poder libio– están hoy infiltrados por el jeque saudí es un secreto a voces. Fuentes de la Policía de Misrata confirmaron a este diario que algunos miembros de los Farjani –la tribu a la que pertenece el propio Haftar– han visitado tanto la ciudad como Trípoli.

«Algo así habría resultado impensable apenas un año atrás», apuntaba un oficial de Policía misratí que prefería permanecer en el anonimato por razones de seguridad. Según decía, Misrata ha dejado de ser «aquel bloque compacto capaz de combatir en varios frentes a la vez, haciendo de contrapeso frente a las fuerzas del este y del oeste».

En el oeste del país cobra fuerza la tesis que apunta a que grupos madjalíes de toda la geografía libia buscan cerrar acuerdos para allanar el camino al general Haftar hasta Trípoli. Es en su aeropuerto militar –el único operativo en la capital libia– por donde, supuestamente, entra el dinero del jeque saudí. Por supuesto, la infraestructura permanece bajo el control férreo de la milicia salafista Rada. La brutal devaluación de la moneda libia unida a la falta de liquidez para pagar salarios –Libia es un Estado rentista desde finales de los 60– convierten al país en un nicho de lealtades compradas con maletines.

Sea como fuere, el madjalismo no es, ni de lejos, un fenómeno más de la Libia de posguerra. En la década de los 90 del siglo pasado fue Gadafi quien invitó al jeque Madjali para que le ayudara a contrarrestar tanto a los yihadistas como a los Hermanos Musulmanes. Una de las características de esta corriente del salafismo es que no discute la autoridad política del país; tanto es así que el propio jeque emitió una fetua (ley islámica) en febrero de 2011 condenando el levantamiento contra el líder libio. Incluso el propio Saadi Gadafi, su tercer hijo, se presentaba a sí mismo como «jeque madjalí» tras su discreta carrera de futbolista.

Yarub Alí, investigador e historiador del salafismo, asegura que, aún siendo un movimiento minoritario, el madjalismo es muy popular entre las élites dirigentes de países musulmanes.

«Además de despreciar tanto a las democracias como a los Hermanos Musulmanes, se caracterizan también por su repulsa del yihadismo, al que combaten tanto en el campo ideológico como en el militar», explica Alí. El experto añade que resulta plausible que incluso democracias europeas vean con buenos ojos la expansión del madjalismo entre los jóvenes para evitar que estos acaben reclutados por el Estado Islámico (ISIS).

Más encuentros

Si bien el ISIS fue expulsado de Sirte a finales de 2016, células yihadistas siguen activas en suelo libio. A principios de este mes, el ISIS reivindicó un ataque suicida contra las dependencias de la Comisión Electoral en Trípoli que se saldó con al menos una docena de víctimas mortales.

Tras el atentado, la elecciones programadas para este año parecen más lejos que nunca. Fathi Ben Khalifa, líder de LIBO, un partido político laico que reivindica «la identidad libia sobre la árabe del Golfo», cree que finales de este año sería una fecha «optimista» para los comicios dadas las circunstancias.

El histórico disidente amazigh no oculta su preocupación por auge del madjalismo: «Aparecen de la nada en todas partes, incluso en el pueblo amazigh más recóndito de las montañas; están muy bien organizados, tienen dinero, armas… Llevo tiempo alertando de la amenaza que suponen para el país, pero puede que ya sea demasiado tarde», lamenta Ben Khalifa. El bereber describe la exitosa corriente como la «última versión del islamismo más radical». Apoyar a Haftar en Libia, añade, «no es sino un paso más en una estrategia de potencias del Golfo que luchan por extender su poder por toda la región».

Se barajan hipótesis que apuntan a un posible escenario «egipcio» para Libia; un hombre fuerte que tome el control manu militari como el general Abdlfattah al-Sissi, que tendría su réplica Libia en Haftar, de quien es estrecho aliado. Sergio Altuna, investigador asociado del Instituto Elcano especializado en el Magreb y el Sahel, recuerda que Egipto tiene una institución que centraliza el poder religioso suní mientras que los núcleos de influencia religiosa en Libia se han descentralizado más si cabe desde la revolución.

«Resulta difícil imaginarse un grupo como el madjalí convertido en hegemónico habida cuenta de su fuerte influencia desde el exterior, aun teniendo en cuenta el repunte en importancia de un islam más ortodoxo ya desde los últimos años de Gadafi», apunta el experto. No obstante, Altuna considera igualmente importante la reciente filtración de un borrador de ley del Gobierno de la ONU que otorga poderes plenipotenciarios a Rada en el campo de la seguridad, oficializando aún más a la milicia salafista.

Sadiq al Ghariani, máxima autoridad religiosa libia, ha mostrado su rechazo a los madjalíes de forma enérgica, pero los líderes no religiosos del país siguen celebrando encuentros que desatan todo tipo de especulaciones. Tras dos años de reuniones infructuosas en Cairo, París y Abu Dabi, una delegación del Gobierno libio reconocido por la ONU se reunía con Haftar en Bengasi, la segunda ciudad libia, en el este del país. Por el momento, ambas partes insisten en que el encuentro carecía de toda connotación política.