Pablo L. OROSA
Kyangwali (Uganda)

CAOS EN EL CONGO: «NI SIQUIERA SABEMOS POR QUÉ NOS MATAN»

Desde diciembre, más de 61.000 congoleños se han refugiado en Uganda huyendo de la violencia en Ituri, donde, bajo el conflicto tribal, se esconde la batalla por una tierra rica en oro, petróleo, diamantes y coltán. Los refugiados apuntan también a Kabila.

Cada noche, antes de que el sol deje de corlar las aguas mansas del lago Albert, Kabusa Kabonesa deja caer sus ojos tristes sobre la línea del horizonte. Sobre ese punto exacto en el que cielo y agua son sólo uno. Allí, en ese preciso lugar, Kabusa se dejó una vida. Y cada atardecer vuelve a despedirse de ella. «En diciembre, una mañana, llegó una cuadrilla lendu. Prendieron fuego a las casas, degollaron nuestro ganado… Después mataron a mi padre. Enfrente de mí». Justo antes le arrancaron a su cuñada el bebé del vientre. Mientras la veía desangrarse, a Kabusa se le oscureció por siempre el horizonte.

«En Congo no va a haber paz. Por lo menos, no pronto. La gente sigue muriendo allí. Continuamente». 260 personas, entre ellas 91 mujeres, según las cifras reveladas por la ONU tras localizar cinco fosas comunes el pasado abril. Bastantes más, según Kabusa y los demás refugiados congoleños en Uganda. «Ni siquiera sabemos por qué nos están matando», exclama Vindu, quien cruzó el lago Albert el pasado diciembre.

Aunque las tensiones entre la tribu lendu –habitantes originarios de esta región al este del Congo– y los pastores hema y alur –procedentes de la orilla ugandesa del lago– son anteriores a la llegada de los colonizadores, «la estructura impuesta por el régimen belga y adaptada por la población local es un factor decisivo en el nuevo patrón de relaciones étnicas en Ituri», escribe el profesor de la Universidad de Berlín Alex Veit en su libro “Intervention as indirect rule: civil war and statebuilding in the Democratic Republic of Congo”. Un patrón que llevó a las masacres mutuas durante la segunda guerra del Congo con un saldo en la entonces provincia oriental de más de 55.000 muertos y medio millón de desplazados. La animadversión creada por los privilegios otorgados por los colonizadores belgas a los líderes hema y el desalojo masivo de poblaciones lendu para la extracción de oro encontraron, en la guerra que desangró al país entre otoño de 1996 y los acuerdos de paz de 2003, el momento idóneo para resolver las viejas rencillas. Durante algo más de diez años el conflicto ha permanecido atemperado, al menos oficialmente, aunque «políticos congoleños y extranjeros han continuado manipulando a líderes y milicias locales para enriquecerse, promocionar sus carreras o conseguir apoyos para sus causas», señala en su informe “The Trouble With the Congo” la especialista del Barnard College Séverine Autesserre. Un relato de pequeñas disputas por un pedazo de tierra, por un puesto en la administración, por la explotación de las minas... que se transformó a partir del pasado diciembre en una concatenación de luchas locales en las que los agravios del pasado se tornaron material inflamable: a los muertos de unos les siguieron los muertos de los otros.

De pronto, los matrimonios interétnicos comenzaron a ser perseguidos. «Ahora si descubren a un chico lendu saliendo con una mujer de otra tribu los matan a ambos. Es un problema tribal, con los lendu –continúa Kabusa, de origen bagerere–, no se quieren relacionar con los demás».

El acceso a la tierra se convirtió en el eje de la nueva disputa: entre los que habían abandonado sus dominios ancestrales para huir de la violencia y los que los ocuparon en su ausencia. «El problema –traduce Kabusa– empezó cuando algunos rebaños se adentraban a pastar en las shamas –huertos tradicionales– de los lendu. Entonces empezaron a responder violentamente. Primero mataron al ganado. Después a las personas».

Los relatos de las masacres cometidas por las turbas lendu armadas con machetes, arpones, hachas y arcos se han extendido rápidamente por toda la orilla del lago Albert. «Atacaron nuestra aldea antes de Navidad: los vimos cómo golpeaban a la gente con sus hachas y después los despedazaban con los machetes», señala Areti, madre de siete niños. «En la escuela nos dijeron que habían quemado unas aldeas cercanas, así que decidimos huir», añade otro joven de apenas 18 años. En poco más de cinco meses, más de 300.000 personas, entre ellos 100.000 niños, han tenido que abandonar sus hogares en Ituri, según las cifras del consorcio internacional de ONG ACAPS.

¿Controlar territorio? ¿Maniobra electoral?

La de Ituri es un lucha tribal y un enfrentamiento por el control de los recursos, mas también una retahíla de afrentas históricas. Un escenario de niebla densa en el que nadie sabe a ciencia cierta quién está detrás de qué y por qué. Las milicias lendu actúan cada vez más coordinadas y mejor armadas, lo que apunta a un apoyo externo: ¿quién?

Ni los propios exiliados al otro lado del lago Albert se ponen de acuerdo. Algunos aluden al renovado interés de los actores por el control de un territorio rico en oro, petróleo, diamantes y coltán. Los minerales, extraídos por trabajadores locales, muchos de ellos menores, en condiciones de semiesclavitud, son transportados a través de las fronteras con Uganda y Ruanda, donde los traficantes hacen fortuna. Ambos países, cuya participación durante la segunda guerra del Congo fue uno de los ejes del conflicto en Ituri, han sido repetidamente reprendidos por la comunidad internacional por permitir la venta de minerales y piedras preciosas, un negocio que alimenta a los numerosos grupos armados que operan en el país.

La propia misión internacional desplegada en el Congo, la MONUSCO, con casi 20.000 cascos azules procedentes de países como Pakistán, India, Uruguay, Tanzania, Sudáfrica o Malawi, se ha convertido paradójicamente en un elemento perturbador: para muchos de estos países el envío de personal militar resulta un excelente negocio dado el alto precio con que Naciones Unidas compensa el envío de tropas.

Pero los refugiados congoleños apuntan también a otro culpable: el actual presidente, Joseph Kabila, quien sigue al frente del país pese a que su mandato expiró hace dos años. Aunque no hay pruebas que vinculen al mandatario con la violencia en Ituri, son innumerables los detalles que alimentan esta teoría. El último, la presencia de dos coches oficiales en el funeral de unos «mártires» lendu. «Kabila no está haciendo todo lo posible para acabar con la guerra», resume Kabusa. Más bien al contrario, son muchas las voces que creen que él es uno de los instigadores de los enfrentamientos. «Hay un Gobierno muy corrupto que está intentando por todos los medios mantenerse en su puesto y cambiar la Constitución para poder permanecer toda la vida en el poder. La desestabilización del país es una herramienta para lograrlo: permitiendo que los grupos armados se rearmen o que se financien extorsionando a la población local. Todo esto genera inestabilidad y podría llevar a la declaración del estado de emergencia de manera que ya no se podrían celebrar las elecciones», señala un trabajador humanitario con años de experiencia en el país.

La nueva cita electoral está prevista para diciembre, aunque existen sospechas fundadas de que Kabila intentará retrasarlas por tercera vez. Sea como sea, insiste Kabusa, «la guerra en Congo no va a terminar aunque se marche Kabila». Hay demasiados intereses en juego.

Crisis humanitaria al otro lado del lago

Hace un mes, cuando al embarcadero de Sebagoro llegaban hasta 3.000 refugiados al día, la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR) emitió una señal de socorro: hacen falta 504 millones de dólares para hacer frente a «la crisis más compleja, desafiante y olvidada del mundo». Hay ya 4,5 millones de desplazados internos y 750.000 refugiados. Se espera que a final de año esta cifra supere los 800.000.

Desde diciembre, cuando la inestabilidad se transformó en violencia en Ituri, miles de personas han tenido que huir de sus casas. En pocos días, Bunia, la capital de la antigua provincia oriental, se convirtió en un inmenso campo de acogida. A mediados de febrero eran más de 20.000 los desplazados. «Los que llegaban a Bunia lo hacían traumatizados por la violencia que habían visto o que habían sufrido directamente. Eran mayoritariamente menores no acompañados y personas que lo habían perdido todo», señala Médicos Sin Fronteras en uno de sus informes. A medida que el conflicto se ha ido recrudeciendo, los refugiados, en su mayoría mujeres y niños de etnia hema o bagerere, se han visto obligados a cruzar el lago Albert. «Nosotros nos marchamos cuando mataron a mi padre. Esa misma tarde. Primero fuimos a Bunia y de ahí a una aldea junto al lago. Un hombre nos ofreció llevarnos a Uganda a cambio de 17.000 francos congoleños (9 euros) cada uno. En aquel barco iban otras 12 personas», relata Kabusa.

En lo que va de 2018, 61.000 congoleños han cruzado la frontera hacia Uganda, que es ya el país africano que acoge más refugiados, 1,3 millones. Campos como el de Kyangwali están al borde de su capacidad: los refugiados, heredados de otros conflictos como el de Ruanda, se agolpan a la espera de recibir asistencia humanitaria. «Necesito medicinas para el bebé», brama Kyomusa, 18 años y un pequeño de año y medio que no para de llorar en sus brazos. «La comida que nos dan no es suficiente. Tampoco tenemos agua», interviene otra mujer.

Las paupérrimas condiciones sanitarias provocaron en febrero la muerte de 26 refugiados congoleños por problemas de diarrea y de otros 44 a causa de un brote de cólera. «Actualmente la emergencia está bajo control», asegura la responsable de proyectos de MSF en el campo de Kyangwali, Anne-Cécile Niard. La enfermedad, recurrente al otro lado del lago, ha obligado al Gobierno ugandés a poner en marcha una campaña de vacunación que inmunice al país ante una previsible nueva oleada de huidos.

Porque a este lado de la ribera nadie duda de que seguirán llegando. «No quiero volver a Congo, allí la gente sigue muriendo. Continuamente», insiste Kabusa mientras entorna los ojos para despedirse un día más de la vida que perdió al otro lado del lago.