Raúl Zibechi
Periodista
GAURKOA

Brasil: sin timón ni timonel

La huelga de camioneros paralizó el país, provocó desabastecimiento, mostró la mediocridad de los partidos políticos y desnudó la incapacidad del Gobierno de Michel Temer de resolver los problemas de fondo. La huelga comenzó el 21 de mayo y consiguió en apenas cuatro días poner contra la pared al Gobierno y a la política de Petrobras de liberar el precio del diésel, lo que llevó a la mayor empresa del país a una crisis sin precedentes.

Los motivos de la huelga vienen de atrás. Cuando asumió Temer, luego de la destitución de Dilma Rousseff, se produjo una drástica modificación en la política de combustibles. La nueva dirección de la estatal Petrobras comenzó a fijar el precio en función de la cotización del petróleo en dólares en la bolsas del mundo. Cuando asumió Temer el precio de la gasolina era de 3,69 reales mientras la semana pasada llegaba a 5,2 reales en las gasolineras (un euro equivale a 4,2 reales). En algunas ciudades, que sufren agudo desabastecimiento, el precio rondaba los 10 reales.

Durante los gobiernos del Partido de los Trabajadores (Lula y Dilma) Petrobras fijaba precios más bajos que los del mercado, para incentivar la producción y reducir la inflación. Pero los casos de corrupción que tuvieron a la petrolera en el ojo mediático y jurídico, agudizaron su endeudamiento, situación que el gobierno actual pretende resolver elevando los precios, lo que llegó a crispar los ánimos de los transportistas ya que el diésel sube todas las semanas.

Desde que comenzó la paralización del transporte, las acciones de Petrobras se desplomaron con una pérdida de casi 15.000 millones de euros en su valor de mercado. Una empresa ya muy dañada sufre ahora nuevos embates, tanto políticos como económicos, lo que puede llevar a su privatización como desean algunos sectores de la derecha.

Las autoridades vienen maniobrando un acuerdo para reducir el precio de los combustibles solo para los camioneros, pero los efectos de la huelga siguieron en pie al punto que el aeropuerto de la capital, Brasilia, se quedó sin combustible y por lo menos otros diez debieron cancelar vuelos por el mismo motivo. El país lleva diez días paralizado, en la población arde el descontento y la incertidumbre sobre el futuro. Casi todos quieren que se vaya Temer, que tiene una popularidad de apenas el 4%.

En el pico del conflicto, unos 330.000 camiones ocuparon las rutas y realizaron bloqueos en más de mil puntos, lo que desarticuló la producción y la vida cotidiana de millones. La suspensión de las clases continuaba a mediados de la segunda semana de conflicto. En el área metropolitana de Porto Alegre, la capital de Rio Grande del Sur, la región con más camiones en las rutas, pude ver filas de varios kilómetros frente a estaciones de servicio a la espera de que llegaran cisternas con combustibles. Para los brasileños resulta humillante dormir durante días en sus coches para llenar el tanque.

La nueva crisis desatada en Brasil pone de relieve varias cuestiones, más allá de cómo se resuelva finalmente y con la certeza de que Temer no va a renunciar (quizá porque lo espera la cárcel en vistas de los procesos por corrupción que enfrenta).

La primera es que el país no tiene rumbo, ni dirigentes capaces de dotarlo de una orientación más o menos definida. Todos sabían que los camioneros preparaban una movilización importante, pero el Gobierno solo reaccionó cuando las líneas aéreas empezaron a suspender vuelos (algo que afecta a la clase media), las carreteras se vaciaron y la población empezó a movilizarse exigiendo la renuncia de Temer.

La incapacidad no debe llamar la atención. La mitad de los diputados y senadores han sido acusados de corrupción por la Justicia y están eludiendo la prisión porque se protegen unos a otros, como ya sucedió con el propio presidente cuando una mayoría de amigos diputados truncó la posibilidad de que perdiera su inmunidad. La situación tiene algo en común con lo sucedido en 2001 en Argentina, cuando la población coreaba «que se vayan todos». Sin embargo, en Brasil las cosas son diferentes ya que no hay precedentes de una destitución directa del presidente por la movilización callejera.

La segunda cuestión gira en torno al evidente fracaso de las políticas neoliberales implementadas por el actual Gobierno. Pretender que el precio de los combustibles lo fije el mercado, es un despropósito que está en la base de la crisis en curso. Así como los subsidios exagerados (como en Argentina y Venezuela) provocan distorsiones en el funcionamiento de la economía, el libre mercado agudiza las injusticias sociales, lo que lleva a estallidos y protestas populares que generan enorme inestabilidad política.

La tercera es que la izquierda tampoco está a la altura de las circunstancias. La impresión que se recoge en Brasil es que todo el entramado ideológico y político de la izquierda (desde los sindicatos y el PT hasta los movimientos sociales), no consigue articular un discurso coherente en plena crisis. Hasta ahora predomina la exigencia de libertad para Lula, una consigna justa pero que no responde a las exigencias de la coyuntura actual.

La cuarta cuestión es quizá la más problemática: el crecimiento del golpismo, o la exigencia de una parte considerable de la sociedad de que los militares se hagan cargo del país. En este punto hay que diferenciar varios elementos. Por un lado, la existencia de una extrema derecha ideológica y política que se articula en torno a la candidatura de Jair Bolsonaro, exmilitar que cuenta con el apoyo de un 20% de la sociedad y amplia simpatía en los cuarteles. La política del Gobierno de Temer fortalece esta tendencia, al entregar la seguridad de Rio de Janeiro a las fuerzas armadas y darles carta blanca para asegurar el tránsito en las carreteras y despejar a los camioneros.

Pero hay otros sectores que apoyan la salida militar porque sencillamente no ven otra salida y porque sin duda no creen en la democracia realmente existente en Brasil. El filósofo Pablo Ortellado, uno de los más lúcidos analistas de la crisis brasileña luego de las movilizaciones de junio de 2013 (20 millones de personas en las calles contra el precio de los transportes públicos), sostuvo en intercambios personales que la población vivió el gobierno de izquierda y conoció sus límites, y luego el gobierno de la derecha, con resultados similares.

Alrededor del 30 al 40% de los brasileños sueñan con los militares, o sea con el retorno del orden. Pero no todos son ultras de derecha, sino personas a menudo pobres que quieren cierta previsibilidad en sus vidas, en un país que nunca saldó cuentas con la dictadura. En efecto, a diferencia de los demás países del Cono Sur (Argentina, Chile y Uruguay), en Brasil no hubo un «nunca más» ni juicios a los torturadores.

Aunque resulte chocante, una parte de la población brasileña cree que los militares son la única institución que no está infectada de corrupción. Es cierto que la democracia corre peligro en Brasil. Pero, ¿alguna vez hubo una verdadera democracia para la mitad negra y pobre del país?