Iñigo Urrutia Libarona y Maite Aristegi Larrañaga
GAURKOA

Sobre la consulta habilitante

La ponencia de autogobierno del Parlamento Vasco ha aprobado las bases del futuro sistema político de relación entre las instituciones del país y el Estado español, previendo, entre otras cuestiones, la celebración de una consulta habilitante basada en el derecho a decidir del pueblo vasco. Con relación a esta cuestión, ciertas voces se han apresurado a decir que una consulta previa resultaría legalmente inviable. No se conocen los términos en los que se planteará la consulta, que resultarán esenciales para realizar una valoración jurídica certera. En todo caso, desde una perspectiva general, por las razones que se expondrán seguidamente, entendemos que tal afirmación es jurídicamente discutible.

Antes de desarrollar tales fundamentos, conviene realizar una consideración previa sobre el papel del derecho en este tipo de procesos. Es sabido que la definición del estatus político de las comunidades, como la nuestra, es una cuestión eminentemente política, más que jurídica; una cuestión que ha de resolverse a través de cauces políticos. El Tribunal Constitucional también lo ha entendido así al referirse a «los problemas derivados de la voluntad de una parte del Estado de alterar su estatus jurídico» para decir que «los poderes territoriales que conforman nuestro Estado autonómico son quienes están llamados a resolver mediante el diálogo y la cooperación los problemas que se desenvuelven en este ámbito» (STC 42/2014, de 25 de marzo, FJ 4).

De acuerdo con esa afirmación, el diálogo político es el factor fundamental. El papel del derecho no puede limitarse a actuar como escudo frente a la voluntad popular. Que el derecho positivo no contemple el modo de realizar una consulta que plantee reconsiderar las relaciones con el Estado no significa que se trate de una cuestión irresoluble. Solo profundizando en principios jurídicos y democráticos cabrá despejar el camino que nos acercará a la solución. El papel del derecho ha de actuar en un plano diferente, como factor legitimador de las decisiones políticas y, asimismo, como garantía de todas las opciones, asegurando los derechos y la posibilidad de participación de las minorías en el proceso, sin que quepa derivar de ello un derecho de veto de aquellas que entiende que es mejor no preguntar para que nada cambie.

Sobre estas bases, la cuestión que hemos de plantearnos es si una consulta previa a la ciudadanía sobre la relación futura que desea mantener con el Estado es, o no, contraria a derecho. La respuesta, como se ha avanzado, ha de ser negativa. Consultar sobre la reforma del estatus político no puede ser inconstitucional; y no lo es ni desde la perspectiva exterior, como no lo fue el caso de Brexit, ni tampoco desde la perspectiva del derecho interno.

Entendemos que no es precisa una reforma de la Constitución para organizar una consulta a través de la que el cuerpo electoral de la CAPV pueda expresar su voluntad sobre el estatus político futuro. La eventual modificación constitucional debiera plantearse, si acaso, para acomodar el resultado de la consulta, pero no como condición para su realización. Entendemos que ni la convocatoria ni los resultados de la consulta afectarían a los artículos 1.2 y 2 de la Constitución. La única virtualidad de la consulta sería conocer cuál es la voluntad de la ciudadanía. La consulta no puede concebirse como una reforma constitucional encubierta, a lo más, podría servir como fundamento previo para acometer tal reforma, caso de que expresara una voluntad mayoritaria favorable a la modificación del actual encaje constitucional.

En segundo lugar, tal y como reconoce el TC, se trata de una cuestión política y la experiencia de Cataluña muestra la conveniencia de encontrar un cauce legal a las demandas sociales mayoritarias. Desde esa perspectiva, cabría buscar una interpretación flexible del marco jurídico, sobre la base del principio democrático, que posibilite ensanchar la participación ciudadana. Los derechos fundamentales, entre los que se encuentra el de participación política (art. 23 CE), han de interpretarse de la forma más amplia posible. La dignidad humana, fundamento de los derechos humanos, también proyecta su alcance sobre el sistema de gobierno, que ha de responder a la voluntad de autogobierno de la ciudadanía. La consulta es el mecanismo idóneo para conocerla.

En tercer lugar, porque las experiencias recientes puestas en práctica enseñan que en primer lugar se consulta el parecer de la ciudadanía, no de todo el Estado, obviamente, sino de la comunidad política que pretende autodeterminarse, estableciéndose los mecanismos y garantías jurídicas para tal fin, y en segundo lugar, se acomoda el ordenamiento jurídico al resultado de la consulta (Escocia, Quebec, el cantón de Jura de Suiza o Nueva Caledonia). En el caso de Escocia es interesante observar que el Acta de la Unión de 1707, que establece la unión perpetua entre los reinos de Escocia y de Inglaterra, no fue interpretada en sentido impeditivo del referéndum.

Y en cuarto lugar, porque existen posibilidades jurídicas para organizar una consulta de estas características sin que resulte necesaria la previa reforma constitucional. Cabría pensar en actuar el referéndum del artículo 92.1 CE (relativo a las decisiones políticas de especial trascendencia) en la línea defendida por autores como Rubio Llorente, Carreras, Caamaño, Pérez Rollo o Lasagabaster. Con relación a esta posibilidad, el escollo que habría que salvar es que el precepto se refiere al sometimiento a referéndum consultivo de «todos los ciudadanos». A este respecto, entendemos que lo fundamental del artículo no es tanto el ámbito del referéndum como que se trate de «decisiones políticas de especial trascendencia» que es el elemento que marcará el ámbito territorial de la consulta.

Se ha de tener en cuenta que aquello que la Constitución no prohíbe no es un límite para el legislador, que podría prever referéndumes de ámbito territorial autonómico, igual que ha previsto los referéndumes locales. Así, cabría también modificar la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas modalidades de referéndum, posibilitando la celebración de referéndumes de ámbito autonómico. Recuérdese que el único referéndum de ámbito autonómico previsto constitucionalmente es el relativo a la relación entre Navarra y la CAPV, lo que abre un camino que se ha de explorar en clave de derecho a decidir con efectos internos.

Podría pensarse, incluso, en una reforma previa puntual del Estatuto de Gernika, modificando exclusivamente el procedimiento de reforma del mismo (artículos 46 y 47) para incluir una consulta previa habilitante como elemento de partida, lo que resultaría jurídicamente inobjetable, al no vincularse con un nuevo texto estatutario, sino exclusivamente con el sistema de reforma del anterior. Esta posibilidad no debiera dejar en manos de el órgano competente para convocar el referéndum de ratificación la capacidad que corresponde a la CAPV de reformar su Estatuto.

Esas vías, y otras que resultan técnicamente viables basadas en una combinación de los elementos citados, junto con la que fuera utilizada por el Parlamento de Cataluña de solicitar la transferencia o delegación de la competencia para convocar un referéndum (vía similar a la escocesa), no exigirían una reforma constitucional para poder llevarse a la práctica. Pero incluso, si tal reforma constitucional se entendiera exigida, lo que no compartimos, cabría instar la modificación del artículo 92 de la Constitución para incluir expresamente la posibilidad de celebrar consultas de ámbito autonómico, lo que podría llevarse a efecto por la vía simplificada, la misma que fuera utilizada para reformar el artículo 135 en unas pocas semanas.

En conclusión, existen posibilidades jurídicas para organizar una consulta habilitante sobre la modificación del estatus político. Posibilidades cuya viabilidad dependerá de la disposición democrática con la que el Gobierno central afronte la cuestión. En todo caso, resultará esencial clarificar las condiciones de celebración de la consulta. Es decir, una norma que de claridad al proceso y que, en todo caso, debiera instarse por parte del legislador que propone la consulta.