Mikel ZUBIMENDI
DEBATE SOBRE EL MATRIMONIO (I)

UN ALEGATO EN CONTRA DEL MATRIMONIO

En libros, películas y canciones, los amantes se casan y viven felices para siempre. El amor es el medio y el matrimonio, el fin. Se aman para casarse. Se extiende la idea de que el matrimonio es un bien divino. Pero, en realidad, todas esas rosas, cartas y regalos no se ponen al servicio del corazón, sino del Estado.

En la vida real ¿qué distingue al matrimonio de otro tipo de relaciones? Se podría responder que este tipo de unión es de por vida, que, a diferencia de los lazos de sangre, está construido sobre el compromiso mutuo. Es decir, se podría aducir que es la única relación fundada en el amor y en la procreación, y hasta que garantiza el futuro de la raza humana. Pero no, en absoluto; nada de eso. La única distinción entre las relaciones maritales y las no maritales es el papel del Estado, porque el matrimonio es la forma de relación reconocida y regulada por el Estado.

La filósofa y profesora de la Universidad de Cambridge Clare Chambers ha publicado un polémico libro, con una argumentación novedosa y radical, en el que aboga por la abolición del matrimonio reconocido por el Estado. El debate, de gran impacto, está servido en el menú y merece un análisis; una presentación de sus tesis, de sus propuestas, que permita a cada cual hacerse una idea y posicionarse. Básicamente, la razón de su rechazo al matrimonio se sustenta en que viola por igual la igualdad y la libertad, incluso aunque se reconozca el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y en contraposición, propone un Estado libre de este modelo de unión; un Estado igualitario en el que los matrimonios religiosos o civiles sean reconocidos pero no tengan un estatus legal.

¿Qué distingue, por tanto, el matrimonio de otro tipo de relaciones? No es la durabilidad, ya que otro tipo de relaciones pueden ser más duraderas. Tampoco son los hijos la única reserva de las relaciones maritales: en muchos países llamados democráticos es tan común que los hijos tengan padres no casados como casados. Quienes comparten una relación no marital cohabitan, son financieramente dependientes. Se comprometen entre sí, celebran aniversarios e intercambian muestras de amor.

Lo define, lo avala, lo regula

Por tanto, si el matrimonio no está determinado por el compromiso, la permanencia, los hijos o el amor, ni siquiera por la religión, ¿por qué muchos matrimonios son religiosos pero muchos otros no? ¿Cuál es la verdadera diferencia entre ambas relaciones? El rol del Estado, precisa Chambers.

El matrimonio es una forma de relación reconocida y regulada por el Estado. Y cuando lo reconoce, hace tres cosas: lo define, lo avala y lo regula.

Al definirlo, explica, controla su acceso. Dicta quien puede casarse, determina si tiene que ser entre un hombre y una mujer o si está permitido el matrimonio entre personas del mismo sexo. Si se puede divorciar y cuándo, y si es permitido volver a contraer matrimonio. En el régimen del matrimonio, el Estado puede establecer también restricciones religiosas o raciales. Y regulando estas cuestiones, determina su significado.

¿Es una institución para las parejas que se quieren o un instrumento para el parentesco o para la afinidad religiosa y cultural? ¿Institucionaliza los valores religiosos tradicionales o puede abarcar la diversidad? El reconocimiento del matrimonio por parte del Estado compromete directa e inevitablemente a este a hacer manifestaciones complejas y controvertidas sobre el valor y el significado del matrimonio, a fijar posiciones que promueven algunas maneras de vivir y formas de familia, mientras degrada a otras.

Chambers aclara que cuando el Estado reconoce el matrimonio, avala pública y oficialmente el estado de estar casado. Define y autoriza la ceremonia matrimonial, con sus funcionarios y celebrantes. Obtener un matrimonio avalado por el Estado no es como obtener el carnet de conducir o hacer la declaración de la renta. Incluye un ritual solemnizado en el que el Estado está íntimamente implicado.

Y al regularlo, el Estado proporciona a las parejas casadas derechos y deberes legales. También los que no están casados tienen derechos y deberes. Pero los primeros tienen un manojo de ellos que conciernen a más áreas o facetas de la vida. Pueden incluir apoyo financiero, responsabilidad parental, herencias, impuestos, migración, proximidad de parentesco: áreas cruciales de la vida que afectan a todos, estén casados o no.

Por tanto, es el Estado, no el amor o la biología –concluye la filósofa–, el que crea las distinciones entre esposas y amantes, herederos y bastardos. Y la separación es, quizá, la más importante faceta de derechos y deberes. Los partidarios del matrimonio reconocido por el Estado aducen que da protección legal a la parte más vulnerable de la pareja divorciada, normalmente la mujer.

Una crítica histórica

A lo largo de la historia, el matrimonio ha sido una institución profundamente desigual. Cada uno de esos tres niveles del reconocimiento estatal ha sido utilizado de forma que instigaba y perpetuaba una variedad de jerarquías, normalmente las basadas en el género. Pero también las raciales, religiosas, las que estaban basadas en la sexualidad o en la clase social.

La crítica al matrimonio desde el feminismo y el progresismo, desde el ideal liberal en su acepción más noble, el de una filosofía que hace de la protección y reforma de los derechos civiles el eje de su práctica, viene de lejos y confluye en un mismo punto: el matrimonio reconocido por el Estado es básicamente injusto.

No resulta sorprendente que el feminismo haya criticado a esta unión de manera radical. En efecto, es fundamentalmente una institución de género. Ha sido el mecanismo principal para mantener la división del trabajo en base al género, para regular el acceso de los hombres al cuerpo de las mujeres, para dar la posesión y el control de los hijos a los hombres. El matrimonio representa a hombres y mujeres como opuestos: complementarios pero estratificados, con papeles separados y jerarquizados. Y el reconocimiento estatal ha sido el reconocimiento de esta estructura de género: una celebración de la separación simultánea a la unificación. Dos se convierten en uno: una familia, una entidad legal.

Las mujeres han resistido mucho a su confinamiento en la esfera privada. Pero últimamente, la crítica a la naturaleza del matrimonio como institución de género ha sido reemplazada por la crítica a su asunción de la heterosexualidad. El movimiento a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo ha ganado fuerza política y filosófica por su énfasis en la igualdad de derechos. Pero, cabe preguntarse, derechos iguales ¿para qué? ¿para tener la posibilidad de tener una relación reconocida por el Estado con la pareja sexual de tu gusto?

Defender el derecho al matrimonio sin ser claros en qué significa esa unión es por definición controvertido. Para algunos se trata siempre de la unión de un hombre y una mujer. Para otros no debería haber restricciones basadas en el sexo. También hay quienes defienden que el Estado debería reconocer el matrimonio plural, las uniones entre más de dos personas. En todos estos casos, el reconocimiento estatal implica que este tome una posición en estos temas, que dé un estatus especial, que no está al alcance de otros proyectos de vida.

Objeciones en términos de libertad

Una de las objeciones a la actual situación puede plantearse en términos de libertad; es decir, que la gente debería ser libre para elegir qué es lo que tiene valor y que el Estado no debería priorizar unas formas de vivir sobre otras. Pero hay objeciones más fuertes desde el punto de vista de la igualdad. Si el Estado reconoce el matrimonio, ello implica dos cosas: Una, que la gente casada obtiene una serie de derechos y deberes legales que no se aplican a la no casada: rebajas de impuestos, derechos de inmigración, provisión de seguros, cobertura de pensiones; Y dos, que la gente casada y no casada tienen los mismos derechos pero que el Estado todavía reconoce el matrimonio como un signo de respeto y aprobación.

Implícitamente, ese reconocimiento estatal implica la asunción de que unas formas de vivir son más valoradas que otras, y que ciertos modelos de familia deberían ser privilegiados. No son unas asunciones solo de género; son admisiones de una parcialidad también en otra manera: forman parte de un sistema desigual que diferencia entre ellos y nosotros, entre lo estable e inestable, entre los célebres y estigmatizados, entre los dignos e indignos…

En pleno siglo XXI el reconocimiento estatal del matrimonio es algo anacrónico. La vida en familia, la posesión de propiedades, la crianza de los hijos e hijas, la inmigración… están reguladas sobre la asunción del matrimonio, pero esa aceptación ya no se sostiene estadísticamente. Solo la mitad de los niños y niñas nacen de padres casados o en uniones civiles en países como Estados Unidos, Gran Bretaña, Suecia, Dinamarca y Nueva Zelanda.

Sin estatus legal, no ilegal

En vez de regular sobre un ideal de pareja casada, que en realidad no es ideal ni típica, un Estado igualitario no tendría que regular el matrimonio. Eso no significa, de ninguna manera, que el matrimonio sería ilegal, sino que no tendría un estatus legal. La gente podría tener ceremonias religiosas o civiles de matrimonio sin obtener con ello ningún derecho legal, ningún deber o reconocimiento. Al contrario, las relaciones deberían ser reguladas de acuerdo a sus prácticas, como la cohabitación, propiedad, crianza o dependencia, sin asumir que todas las prácticas deben coincidir. Estas regulaciones predeterminadas deberían estar basadas en asegurar la igualdad en la relación y entre aquellos que están y no están asociados.

Esta apreciación puede resultar chocante en un tiempo donde la aceptación social y legal del matrimonio entre personas del mismo sexo está aumentando. Pero incluso el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo omite injusticias internas del matrimonio heterosexual y las injusticias externas para aquellos que no pueden o deciden no estar casados.

Ese Estado hipotético no excluiría las bodas, las ceremonias y las celebraciones. Tampoco la estabilidad, la familia, el compromiso o la devoción. No excluiría el amor. Pero sí excluiría la idea de que esos valores son algo a preservar con un formato particular de relación. También que actuando de otra forma el Estado dé desventajas, discrimine o estigmatice a aquellas familias que no están estructuradas de acuerdo a ese modelo. Un estado libre de la regulación del matrimonio promovería la igualdad, independientemente de la relación o el tipo de familia.

Para Chambers, los efectos prácticos y simbólicos del matrimonio avalado por el Estado inevitablemente priorizan a algunas personas y a algunas maneras de vivir sobre otras, socava la igualdad y la libertad. E invita a una reflexión final: como persona crítica con la santificación estatal de formas de vida íntima opresivas o excluyentes, defiende y reivindica, no obstante, el poder del Estado, una fuerza necesaria para apoyar en igualdad a todas las personas en sus esfuerzos y relaciones cotidianas.