Ingo NIEBEL
OLA XENÓFOBA EN ALEMANIA ORIENTAL

Las claves para entender Chemnitz cruzan Alemania de este a oeste

Los disturbios racistas en Chemnitz y otras localidades del estado libre de Sajonia han puesto el foco sobre esta región en el este alemán. Sin duda, la cuna del movimiento xenófobo Pegida y bastión de la Nueva Derecha, podría convertirse en el kilómetro cero de una tendencia que podría complicar seriamente la convivencia en Alemania ya que existe un racismo latente y cotidiano que afecta de una forma u otra a cualquier extranjero en este país centroeuropeo.

Desde tiempos remotos, Alemania ha sido un país de inmigración debido, entre otras cosas, a su ubicación en el centro de Europa. Los últimos en llegar, por decirlo de alguna forma, fueron el millón largo de refugiados, procedentes ante todo de Oriente Próximo. Entraron de golpe y de forma improvisada porque la canciller democristiana Angela Merkel (CDU) decidió, sin consulta previa con sus socios europeos, abrir las fronteras alemanas. Así evitaba que en los países vecinos se creara una auténtica crisis humanitaria.

Fueron ante todo iniciativas ciudadanas las que ayudaron a manejar la masiva llegada de refugiados ante unas autoridades desbordadas. Ellas hicieron realidad el eslogan de Merkel: «Lo conseguimos». No obstante, la energía positiva del principio se esfumaba poco a poco cuando se veía que el Gobierno no tenía ningún plan para gestionar la llegada de los recién llegados y su integración en una sociedad que no les ha estado esperando.

El panorama se complicaba un tanto más cuando la AfD, Pegida y grupos afines empezaban a instrumentalizar la acogida de los refugiados para sus fines políticos. Una constante en su discurso es el vocablo «Umvolkung», o sea que el pueblo alemán sea sustituido por otro. Quien pertenece al denominado pueblo alemán lo determinan ellos, coreando aquello de «¡Nosotros somos el pueblo!».

Así de básico se presenta a primera vista el racismo alemán del sigo XXI. En comparación con su versión nazi, sus adeptos de hoy no se molestan en buscar una base pseudocientífica, tal y como se lo hacía hace un siglo y no solo en Alemania. En la época posfáctica basta con «Alemania para los alemanes. Extranjeros fuera». Estos últimos no son los rubios y blancos suecos sino todo aquel que por su físico no corresponda al «ser alemán». Que en la definición de lo último impera el oportunismo político se ha visto en Chemnitz. Los disturbios se generaron entorno a un acto violento, aún sin esclarecer, en el que supuestamente un iraquí y un sirio mataron a un alemán cubano. De repente las fuerzas derechistas no tenían ningún problema en convertir a aquella personas en su mártir a pesar de su «trasfondo inmigratorio».

Encajaba perfectamente en la creada imagen de enemigo del refugiado violento y delincuente. Para más inri, el principal sospechoso debería haber sido deportado después de haber acumulado una serie de condenas firmes. Así, la AfD dispone de más munición para disparar contra un Estado «incompetente» y una canciller que muchos de sus seguidores quieren ver literalmente «detenida».

Y si no son los refugiados, son los denominados «clanes árabes», que en Berlín se dedican a actividades delictivas en las zonas controladas por ellos y al margen de la ley que la policía local no puede imponer. Aunque la información mediática sobre estos grupos familiares favorece hasta cierto punto la propaganda racista, no dejan de ser un problema para la seguridad ciudadana.

El miedo por la integridad física y la propiedad es, por cierto, otra constante en el mensaje apocalíptico de la Nueva Derecha. Esta última lo mezcla con el miedo al extranjero, la incompetencia de las autoridades, la arrogancia y el silencio de la élite política frente a los problemas que no quiere afrontar y ya tiene el cocktail para sacar a miles de personas a la calle.

Basta con unos tweets sobre que un alemán muere en una bronca con refugiados afganos y en Köthen, otra ciudad del este alemán, se repiten las movilizaciones como en Chemnitz. En este caso, la autopsia ha confirmado que el muerto recibió un puñetazo en la cara pero que falleció por un infarto ya que desde niño padecía un defecto coronario. Para la Nueva Derecha estos hechos son producto de la «prensa mentirosa».

A ello se añade el problema de que nadie en el gobierno se quiere plantear la cuestión de por qué se da el problema de los «clanes» en Berlín por un lado, y por qué se percibe que en el este alemán parece haber más delitos racistas que en el oeste. La respuesta se halla en esos casos en lo social. Dado que la élite política niega que Alemania sea un país de inmigración carece de la correspondiente política. Alemán/a es aquella cuyos padres lo son o quien lo solicite. El resto ha de buscarse la vida.

Que en el oeste alemán la convivencia con los inmigrados no haya producido brotes racistas como en el este se debe, por un lado, a que ya hace más de 40 años por iniciativa ciudadana se implementaron medidas que abrían paso por lo menos a la segunda generación para que pudiera integrarse de alguna forma en la sociedad alemana. Aun así, queda mucho por hacer porque tener apellido extranjero puede suponer que la solicitud de un puesto de trabajo o una vivienda no sea contestada.

Además, hijos de inmigrantes siguen contando con desventajas en su educación debido al sistema que favorece a aquellos estudiantes que pueden contar con la ayuda de los padres y sobre todo si estos últimos pertenecen, como mínimo, a la clase media. Esta forma de desigualdad afecta a todos los que pertenecen a la clase social baja.

Quien quiera encontraría suficientes desfavorecidos por las políticas neoliberales para instrumentalizarles para sus fines, sean alemanes, turcos, rusos o personas que se definen por su religión. El Estado y la sociedad alemanes han dejado mucha gente al margen de su sistema, permitiendo que los ricos se hagan más ricos mientras la clase media baja pierden poder adquisitivo. El miedo entre la clase media a perder el trabajo y quedarse expropiada por el severo régimen que impera sobre los desempleados es generalizado.

La diferencia crucial con el este es que sus 16 millones habitantes, ciudadanos de la socialista República Democrática Alemana (RDA), nunca fueron integrados en 1990 cuando su estado se adhirió a la capitalista República Federal de Alemania (RFA). De un día a otro, sus códigos civil, social, penal ya no valían, sino que entraba otra Ley. Los alquileres sociales se disparaban después de liberalizarse el mercado inmobiliario.

De repente, puestos de trabajo en empresas que durante 40 años habían existido desaparecieron. Ya no había trabajo garantizado en otra empresa pero sí el sentimiento de que estar en el paro es una lacra. Todo lo que hasta aquel 3 de octubre tenía algún valor, ya no valía nada.

A ello se añadió el complejo de inferioridad frente a la RFA que siempre había tenido la imagen de ser un paraíso en comparación con la RDA. Quien soñaba con una vida con prestaciones sociales de la RDA combinada con el marco fuerte de la RFA pronto se tuvo que despertar y ponerse las nuevas pilas o se veía hundido en la miseria, quizás no siempre en lo material pero sí existencial.

«Dejadnos en paz con vuestros refugiados e integradnos primero a nosotros», le gritó un ciudadano, según recuerda la ministra de Integración del Gobierno regional de Sajonia, la socialdemócrata Petra Köpping, en su libro. Durante más de dos décadas, la vencedora RFA dejó claro que venció a la RDA, tildada de «Unrechtsstaat», que significa lo contrario de un estado de Derecho. Castigó de muchas formas a los funcionarios e integrantes de la república absorbida. No hubo diálogo alguno sobre cómo debería ser el futuro estado conjunto.

Es más: durante el año previo a la unificación la RFA permitió que neonazis occidentales se infiltrasen en la RDA para cambiar el lema «Somos el pueblo» de los que querían democratizar el estado socialista en «Somos un pueblo». Logrado el objetivo, los grupos ultras se quedaron. Unos empezaban a utilizar el devastador bombardeo de Dresde de 1945 para denunciar supuestos crímenes contra la humanidad perpetrados por los aliados y para minimizar los de los nazis.

De ahí se explica por qué en 1991 y 1992 hordas ultras, respaldadas por vecinos, atacaron casas de extranjeros en Hoyerswerda y Rostock. Se salieron con la suya porque las autoridades evacuaron a los extranjeros. En 1993 neonazis quemaron una casa en la occidental Solingen. Murieron cinco personas y la grieta entre la comunidad turca y la sociedad alemana se agrandaba. En 2004 el partido neonazi NPD logró sus primeros éxitos electorales en Sajonia, que en 2014 se vieron mermados por la llegada de la AfD. Paralelamente surgió el movimiento Pegida, antes de que llegaran los refugiados.

Hoy se debate en Alemania si con una política social desde la izquierda y buscando el diálogo con votantes de la AfD, no sus políticos, es posible frenar al auge racista. La otra vía, más peligrosa, es la de Seehofer: acercarse verbalmente a los ultras sabiendo que los votantes prefieren el original antes que la copia.