Pablo L. OROSA
Kampala (Uganda)

ÁFRICA ACELERA EN LA CARRERA CONTRA LA MALARIA

Aunque el ojo mediático sigue fijo en la amenaza del ébola, el continente africano trabaja para hacer frente a su enemigo más mortal: la malaria, una enfermedad «prevenible y curable», según la OMS, pero que en 2016 provocó 445.000 muertes, el 91% en África.

No había curso en el que Brian Gitta no tuviese que faltar a clase durante semanas. Ni él ni sus cinco compañeros de la Universidad de Makerere, la más importante de Uganda, se libraban de las «lecciones anuales» de la malaria: fiebre y dolor de cabeza en el mejor de los casos; problemas respiratorios o paludismo cerebral, en los más complicados. ¿Muertes? Todos aquí conocen a alguien al que se lo ha llevado el maldito mosquito: sólo en Uganda, donde la enfermedad es endémica en el 95% del territorio, más de 12.000 personas fallecieron a causa de malaria en 2017. Pese a los esfuerzos por frenarla, sigue siendo la principal causa de muerte en el país.

«Yo mismo, hace cinco años, estuve gravemente enfermo. No era la primera vez que tenía malaria, pero, sin duda, fue la más grave», asegura Brian, hoy convertido en una de las grandes esperanzas del continente para frenar el avance del paludismo. Porque la enfermedad, transmitida por la picadura de mosquitos hembra del género Anopheles, es cada vez más resistente. Primero lo fue a los insecticidas y desde la crisis del Mekong del 2013 la OMS sabe que también a la artemisinina. A la espera de la ansiada vacuna que frene el contagio, la estrategia mundial pasa por las mosquiteras, las campañas de fumigación y, sobre todo, por la atención primaria. Y ahí es donde el Matibabu –tratamiento, en swahili – diseñado por Brian y sus compañeros se ha revelado como un aliado imprescindible.

«Empezamos el proyecto con la idea de desarrollar una aplicación para el móvil, algo parecido al Shazam –la popular aplicación para identificar canciones–, que permitiese diagnosticar rápidamente la infección por malaria», explica el joven ingeniero informático. Hoy, cinco años después de recibir uno de los premios de la Imagine Cup impulsada por Microsoft y ONU Mujeres y de ganar el pasado junio el Africa Prize for Engineering Innovation, cuyo jurado definió el proyecto como «revolucionario», Matibabu encara su fase definitiva con un ensayo clínico en el hospital de Mulago, el más grande de Kampala, que se prolongará durante siete meses.

Actualmente, el prototipo, que no necesita extraer sangre para realizar la prueba, tiene una efectividad por encima del 80%, pero los jóvenes ingenieros de Matibabu aspiran elevarla más allá del 90% tras el ensayo clínico. «En realidad, el dispositivo no necesita de ningún doctor, pero durante el periodo de prueba vamos a trabajar codo con codo con los médicos del hospital porque la gente todavía es reacia a confiar en la máquina. El objetivo es también romper esa brecha de desconfianza hacia la tecnología», apunta.

El reto es que en unos años la prueba, que se sirve de luz y de un dispositivo magnético para detectar los cambios en la forma, color y concentración de las células infectadas por la enfermedad a través de los residuos que producen los parásitos, pueda realizarse en casa, sin necesidad de acudir al médico en una región del mundo donde el acceso a la atención primaria es demasiado a menudo una utopía. Puede que la gente permanezca incomunicada físicamente, pero pronto no quedarán aldeas sin un smartphone, razonan los jóvenes ingenieros ugandeses.

«Nuestro dispositivo», explica Joshua, uno de los diseñadores del prototipo, «tarda dos minutos en realizar la prueba, frente a los 30 minutos de los tests de sangre». Matibabu ofrece un diagnóstico rápido, efectivo y reduce las dificultades asociadas a los cortes eléctricos tan frecuentes en la región o a la falta de personal médico preparado –que se traduce en continuos fallos de diagnóstico–. Es a lo que el jurado del prestigioso premio de innovación africano se refiere cuando habla del «ejemplo perfecto de cómo la ingeniería puede ayudar al desarrollo».

Porque además del coste en vidas, el paludismo es uno de los grandes frenos al desarrollo del continente. Cada infección supone una baja laboral de entre cinco y veinte días, y dado que en muchos casos se producen varios episodios al año, supone un daño irreparable a la economía familiar: en Uganda, un sólo caso de malaria implica un gasto medio de nueve dólares en un país donde el 34,6% de la población sigue viviendo con menos de 1,90 dólares al día –lo que marca la línea de pobreza–.

El Gobierno del controvertido Yoweri Museveni mantiene su objetivo de reducir a cero las muertes por malaria para 2020, pero hasta el momento continúa demasiado lejos: sigue siendo el sexto país del continente con más muertes por esta causa y la cifra de anemias severas en niños, una de las secuelas más importantes de la enfermedad, incluso ha aumentado del 4,6% de 2014 al 6,1% de 2016. Más allá de los traumas de la guerra y del hambre, en los campos de refugiados repartidos por todo el país, los trabajadores humanitarios apuntan constantemente a la malaria como el gran enemigo para el futuro del continente: «En apenas dos semanas que llevamos abiertos hemos atendido más de 300 casos, más de un centenar son de malaria», comentaba el pasado abril una de las trabajadoras de Médicos Sin Fronteras (MSF) en Kyangwali.

Los daños causados por la malaria lastran el aprendizaje de los jóvenes, «lo que afecta a los resultados de los programas de educación universal en primaria y secundaria», subraya el Gobierno ugandés, más preocupado en realidad por las consecuencias económicas que supone la enfermedad: «La malaria tiene un significativo impacto negativo en la economía del país debido al absentismo laboral, a la disminución de la productividad o de la asistencia escolar (…) Las industrias y la agricultura también sufren por la pérdida de productividad y los inversores son generalmente cautelosos a la hora de invertir en países donde las tasas de malaria son altas, lo que lleva a una pérdida de oportunidades de inversión».

«Aquí todos en el equipo hemos tenido malaria», contrapone Brian, tampoco demasiado alto pues en la Uganda de Museveni no conviene llevar demasiado la contraria. Pero su equipo y su pequeño taller instalado en una zona residencial a las afueras de la capital son la respuesta más explícita ante la inoperancia gubernamental: soluciones africanas para los problemas africanos.

2019, año clave para la vacuna

A primera hora de la mañana, el acceso a Lenana Road se puede demorar más de una hora. Los todoterreno de ONG, bancos y organismos internacionales que tienen su sede en este barrio comercial de Nairobi colapsan la calzada y son decenas los altos ejecutivos, casi todos expatriados desplazados a Kenia, los que optan por llegar a la oficina caminando. También al edificio central de Path, la entidad no gubernamental que lidera la búsqueda mundial de una vacuna contra el paludismo.

En los primeros meses de 2019 está previsto que comience la fase 4 de un prometedor estudio que en sus más de veinte años de trabajo ha demostrado una eficacia por encima del 80%. El reto, ahora, es que se mantenga más allá de los siete meses. Para ello, más de 360.000 niños en Malawi, Ghana y Kenia participarán en un nuevo estudio que incluirá más dosis pero menos cantidad de vacuna. Serán niños de zonas endémicas, no de Lenana Road. «Si los resultados del laboratorio se pueden replicar en el ensayo de campo, este régimen de vacunación podría proteger a los niños de la enfermedad y ayudar a reducir la transmisión del parásito», explican los portavoces de Path.

La OMS, uno de los promotores de la investigación, confía en que la vacuna esté disponible a medio plazo como una «herramienta complementaria» al paquete «de prevención, diagnóstico y tratamiento primario» que existe actualmente. Sólo así se podrá derrotar a una enfermedad muy compleja: en el mundo hay más de 400 especies de mosquito Anopheles y treinta de ellas son vectores importantes del paludismo.

Por eso son tan importantes los enfoques locales, adaptados a cada medio. Este mismo año, la Agencia Americana del Medicamento (FDA) aprobó el uso de un nuevo fármaco, la tafenoquina, que ha demostrado su eficacia con la variedad Plasmodium vivax, muy frecuente en Asia y Latinoamérica. También la Fundación Bill y Melinda Gates financia un proyecto con mosquitos modificados genéticamente que actúan como pesticidas naturales, reduciendo exponencialmente la población con capacidad para infectar.

Sin tanta capacidad económica para sufragar estas investigaciones, los jóvenes africanos tiran de ingenio y de sabiduría ancestral. En 2013, dos estudiantes de Burkina Faso y Burundi desarrollaron un jabón a base de ingredientes naturales que ayudaba a repeler los mosquitos. En Nigeria, uno de los países más afectados, otro grupo de investigadores trabaja en un test de orina para diagnosticar el contagio. Iniciativas que no ocupan titulares, pero salvan vidas.